miércoles, 30 de septiembre de 2009

Crisis y ceguera sistémica

El “hoyo” epistemológico
Sergio Tischler
Rebelión
1¿Existe una crisis económica? Nadie lo duda. Y los gobiernos se empeñan en formar consensos para paliar la situación y restablecer la normalidad, es decir, la inversión de capital y el crecimiento del PIB, aun éste sea en su mínima expresión. Todas las mañanas los políticos se levantan con el ánimo de ser informados de indicios de desatascamiento de la maquinaria económica. Y, ante la impotencia del Estado para racionalizar el funcionamiento de la maquinaria enloquecida, consultan a sus asesores económicos como los reyes lo hacían en otros tiempos con magos y brujos. Son incapaces de darse cuenta que son parte del mismo juego perverso, una de cuyas reglas básicas es moverse en un campo visual restringido, al borde de la ceguera.

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Sin ese campo visual sería imposible el sistema. Su dogma: la propiedad privada y el mercado como fuentes de racionalidad y libertad humanas.

Sin embargo, tanto la propiedad privada y el mercado como el estado, son figuras de una relación social cuyo núcleo es la plusvalía y la acumulación; un sistema donde los seres humanos aparecen subordinados en términos de instrumentos y personificaciones de dicha lógica1, es decir, como objetivaciones del capital. Con lo cual, éste (el capital) y sus figuras aparecen como el sujeto en tanto que fuente dominante de racionalidad, mientras la inmensa mayoría de los hombres y mujeres son reducidos a meros factores de la producción, a elementos de ese sujeto extraño e impersonal.

A eso se debe la forma espectral de la existencia en esta sociedad. El sujeto aparece en la forma de racionalidad objetiva, con una lógica propia que subordina a los seres humanos y los transforma en personificaciones u objetivaciones de relaciones sociales que los determinan.2 A eso se debe también la forma de pensamiento que ve la realidad social como algo objetivo y autónomo que nos determina en tanto individuos impotentes y atomizados. (Los individuos como cristalización de un sistema de soledad). Y esto, como se dijo, porque el sujeto aparece como realidad fantasmagórica en la forma de fetiche, y no como colectividad autoconsciente y autodeterminante. La ausencia, mejor dicho la negación, de la comunidad concreta3 en la forma de conocer nos convierte en tributarios de una epistemología fetichista.4 Ésta contiene, en sus fibras más sensibles, el dogma de la propiedad privada, el mercado y el estado como fuentes de racionalidad y libertad humanas.


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Un conocedor de las tradiciones de resistencia de las comunidades indígenas en la región ixil del noroccidente de Guatemala, me dijo algo que me dejó sorprendido5: el “dato” y los “hechos” del investigador comúnmente tienen “hoyos”. Después me explicó, que esos hoyos son algo así como la negación (en el conocimiento) del proceso colectivo que se exterioriza en datos y hechos, es decir, de la comunidad humana como sujeto. En todo caso, esa sabiduría ixil no es simplemente “otra forma de conocer”; concientemente o no, representa una crítica al paradigma positivista de la ciencia. Cuestiones parecidas ocurren en muchas partes. Por ejemplo, para los aymaras en Bolivia el conocimiento popular-comunitario forma parte de un nuevo “territorio epistemológico” que desnuda el paradigma eurocéntrico, basado en el individualismo posesivo.6 Para no hablar del impacto del zapatismo en las ciencias sociales y en el pensamiento revolucionario, particularmente en el modo de construir desde abajo conocimiento horizontal como parte constitutiva de una práctica revolucionaria centrada en la autonomía.7

En el tema de la crisis también podríamos hablar de “hoyos” epistemológicos. Por lo común, especialistas y constructores de opinión pública consideran la crisis actual como anomia. Piensan que la crisis es una suerte de enfermedad de un organismo básicamente sano. Que, como toda enfermedad de un organismo sano, la crisis es pasajera. Que lo importante, en consecuencia, es suministrar ciertos remedios al organismo para que éste pueda lograr salir de la crisis lo más antes posible. Estos remedios pueden ser, según la tradición médica, desde recortes al presupuesto público y mayor austeridad en el gasto, así como de mayor control sobre los contribuyentes para aumentar la recaudación. En México se hace esto, siguiendo a pie juntillas el dogma neoliberal. En otras partes, donde los efectos de la crisis sacudieron a la clase política, se ha sacado a la escena pública el otrora vilipendiado expediente keynesiano, ya sea para cubrir las pérdidas de las grandes compañías transnacionales y, de esta manera, dar confianza a un sistema financiero en total descrédito, o combinando el reparto de dinero público para los grandes ricos con un sistema de salud menos excluyente. El caso de Obama en Estados Unidos. Con variaciones, sin embargo la idea de la crisis es la misma. Es una enfermedad que hay que superar para estabilizar el sistema, de por sí sano. Y, lo más importante, las medidas sólo tienen que estimular los anticuerpos que el sistema ya tiene en términos de su propia racionalidad. Apuntalando esa forma de pensar se encuentra un aparato muy sofisticado de estadística que nos informa a diario del curso de los hechos, y que cuenta con la bendición científica que dice “lo que no es cuantificable no existe”. En ese mismo tono se habla del pasado. Desde esa perspectiva, la historia demostraría que el capitalismo ha crecido a “saltos”, y que esos saltos han sido producto de las crisis; es decir, que en el fondo las crisis no son tan malas, son la manera en que el sistema se mueve produciendo una temporalidad llamada progreso. En consecuencia, el sistema es sabio. Se autorregula. Lo dijeron en la alborada del capitalismo industrial los clásicos. El futuro entonces siempre ha sido la acumulación de capital.

¿Dónde se encuentran los “hoyos” de esta representación?

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Seguramente esa representación tiene muchos “hoyos”. Uno de ellos, es que la idea convencional de crisis hace aparecer lo viejo-que-perdura en términos de algo que acontece como presente anómalo y sin nexos con lo viejo.

Si atravesamos la epidermis de la realidad y vemos más allá de la inmediatez, nos podemos percatar de que la crisis no es nueva, que es una señora muy vieja. La inmediatez nos dice que la crisis es algo temporalmente reducido, equivalente al desperfecto de un reloj. Algo parecido a un instante que no tiene por qué alterar el transcurso del tiempo. Pues bien, lo que esa representación no dice, más bien esconde, es que ese instante crítico no sucede en el tiempo, sino que es coagulación de tiempo. El tiempo del capital es el tiempo de la acumulación. La acumulación presupone la subordinación/reducción de la actividad humana a gasto de tiempo, medible y cuantificable; es decir, la reduce a trabajo.8 Esto implica, que el trabajo, como categoría del capital9, es producción de una temporalidad objetiva y abstracta, la cual no es neutra sino una forma fundamental de la dominación. (Tischler, 2005). El mundo de la mercancía es esa temporalidad en la forma de sujeto fantasmagórico.

¿Qué se acumula? Tiempo muerto en la forma de trabajo. Tiempo transformado en medios materiales dispuestos para apropiarse del trabajo vivo de la fuerza de trabajo y, de esa manera, producir plusvalía (la forma históricamente específica de la explotación del capital). No es un secreto, lo reveló Marx, que la venta de fuerza de trabajo es la condición social para que el hacer humano (Holloway, 2002) sea transformado en una objetivación capitalista. El tiempo del capital es acumulación de plusvalía (la categoría trabajo la implica). Es decir, que estamos en una forma social en la que el tiempo es una objetivación de una lógica (sistema), y que la acumulación de tiempo se materializa en la forma de mercancías y dinero, destinadas a producir más mercancías y más dinero, es decir, capital.

Pero no sólo eso. Para acumular es necesario destruir. ¿Qué fueron la llamada “acumulación originaria”, las campañas coloniales, la esclavitud, las guerras de rapiña, la explotación y genocidio de los indígenas de toda América, las dos guerras mundiales, la guerra actual de las transnacionales por apropiarse de los recursos naturales, el agua entre ellos? La producción del individuo moderno como propietario (la propiedad privada como núcleo del yo) ha implicado la destrucción de las formas de sociabilidad solidarias y comunitarias, suplantándolas por relaciones instrumentales con la naturaleza y entre los seres humanos: la naturaleza y los seres humanos transformados en objetos e instrumentos. Y, en este proceso, la violencia cumple y ha cumplido un papel central. El capital y la acumulación son violencia. Por eso el ángel de la historia de Walter Benjamín (2007: 29) ve el progreso como un huracán que deja tras de sí un “cúmulo de ruinas”, y Boaventura de Sousa Santos (2005) la modernidad como un genocidio que ha implicado el epistemicidio. Entonces, el presente del capital es coagulación de un tiempo que no es de ahora. Su “ahora” es de larga duración. El momento de la crisis implica la temporalidad de la larga duración de la acumulación y su violencia constitutiva. Y, esa temporalidad, es humanidad negada.

Así pues, la crisis puede ser vista como un atascamiento de los mecanismos de la acumulación derivado de las contradicciones específicas del capital; atascamiento que aparece en la forma de sobreacumulación prolongada, lo cual explicaría el despliegue inusitado del “capital ficticio” (esfera financiera) (Trenkle, 2009). Lo cual es importante, entre otras casas, porque golpea el mito de las posibilidades del relanzamiento virtuoso (de largo plazo) del ciclo10. Pero no hay que olvidar que la profundidad de la crisis viene de lejos, y se encuentra en el funcionamiento “normal” del capital, en tanto la acumulación es un sistema de negación de la humanidad. En otras palabras, la raíz de la crisis es el antagonismo entre acumulación y emancipación social y humana.


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Los muertos han entrado en el circuito del capital. La acumulación los ha transformado en una dura muerte fría. La fábrica acumula ese tipo de muerte, por eso su expresión más violenta es la de los campos de concentración nazis, donde la gente era convertida primero en cifra para después pasar al crematorio.11 John Berger ha detectado ese rompimiento con los muertos y su transformación en muerte fría, cuando dice:


“¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta antes de que la sociedad fuera deshumanizada por el capitalismo, todos los vivos esperaban alcanzar la experiencia de los muertos. Era ésta su futuro último. Por sí mismos, los vivos estaban incompletos. Los vivos y los muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo esa forma moderna tan peculiar del egoísmo rompió tal interdependencia. Y los resultados son desastrosos para los vivos, que ahora piensan en los muertos como los eliminados.” (Berger, 2006, 10)


La acumulación, convertida en el centro de la actividad humana, es también un proceso de despojo de nuestros muertos como memoria colectiva. Por eso, Walter Benjamín (2007) hablaba de la necesidad de movilización del pasado y de la tradición rebelde (de los muertos como memoria de lucha) contra la temporalidad abstracta que nos transforma en objetos. Esto es, para romper el continuum de la historia, que es la historia de los que hasta ahora han vencido. El progreso, su centro, es el tiempo abstracto; es decir, la muerte fría, sin memoria, reducida a objeto, a despojo. Y eso es el capital.


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De tal manera, el dogma del individualismo posesivo y de la acumulación como fuentes de racionalidad y de libertad es, en realidad, una forma ideológica de ocultamiento del sentido profundo de la crisis. Y, como se ha planteado, esa forma ideológica es parte de la ceguera que necesita el sistema para reproducirse.

En su libro Ensayo sobre la ceguera, José Saramago presenta en forma metafórica lo que es ese velo constitutivo de nuestra cotidianidad. Nos muestra, con razón, que la “normalidad” en realidad es una forma de ocultamiento de nuestra crisis como seres subordinados a un sistema deshumanizado y deshumanizante; esto es, en los términos aquí expresados, seres subordinados a la dominación impersonal y abstracta (pero real) del capital.

El mundo necesita luz. El futuro no está en la acumulación, sino en el proceso de traspasar la forma social que nos somete. No se encuentra en el estado o en el mercado, sino en la construcción del mundo como casa de la humanidad, y no como negocio del capital. Y este proceso es lucha. Por eso, siguiendo la interpretación que Agamben (2004) hace de una tesis de Walter Benjamín sobre el “Estado de excepción”, resulta fundamental transformar la crisis actual en un verdadero proceso detonador de luchas que erradiquen desde la raíz las formas sociales de la racionalidad perversa y deshumanizante del capital. El análisis radical de la crisis es parte de ese movimiento antagónico. Algo que no es parte de un sueño romántico y de utopías abstractas, sino del movimiento de lo real que también tiene su sueño, el sueño del “soñar despierto” (Bloch, 2004) que se expresa en una buena parte de los movimientos sociales de la actualidad.12

No debemos repetir el pasado sino elegirlo, y elegirlo es romperlo como cárcel de larga duración, producir lo nuevo. La acumulación es repetición en escala ampliada. El neoliberalismo y el keynesianismo son pasado, repetición. Es necesario negarlos para caminar hacia adelante. La repetición es ceguera.


Bibliografía


-Agamben, Gorgio, Estado de excepción. Homo sacer II, 1, Editorial Pre-textos, Valencia, España, 2004.

-Bauman, Zygmunt, Modernidad y holocausto, Ediciones Sequitur, España, 1997.

-Benjamin, Walter, Sobre el concepto de historia. Tesis y fragmentos, Editorial Piedras de Papel, Buenos Aires, Argentina, 2007.

-Berger, John, Con la esperanza entre los dientes, La Jornada Ediciones, México, 2006.

-Bloch, Ernest, El principio esperanza [1], Editorial Trotta, España, 2004.

- de Sousa Santos, Boaventura, El milenio huérfano. Ensayos para una cultura política, Editorial Trotta, Madrid, España, 2005.

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-Holloway, John, Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y Editorial Herramienta, Argentina, 2002.

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- Marx, Carlos/Engels, Federico, La ideología alemana, Ediciones Pueblos Unidos, Uruguay, 1958.

-Memos, Christos, “Grecia diciembre 2008: crisis, revuelta y esperanza”, ”, revista Bajo el volcán, No. 14, Posgrado de Sociología, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, 2009.

-Navarro, Mina Lorena/Pineda Ramírez, César, “Luchas socio-ambientales en América Latina y México: nuevas subjetividades y radicalidades en movimiento”, revista Bajo el volcán, No. 14, Posgrado de Sociología, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, 2009.

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-Tischler, Sergio, Tiempo y emancipación. Mijaíl Bajtín y Walter Benjamín en la Selva Lacandona, F&G editores, Guatemala, 2008.

-Traverso, Enzo, La violencia nazi. Una genealogía europea, Fondo de Cultura Económica, Argentina, 2002.

-Trenkle, Norbert, “Terremoto en el mercado mundial. Sobre causas subyacentes a la crisis actual de los mercados financieros”, Herramienta Web 2, septiembre de 2009.

-Weber, Max, Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México, cuarta reimpresión, 1979.




1 Sobre la categoría de personificación, ver Marx (1976).

2 Al respecto es ilustrativa la teoría de Max Weber (1979) sobre la dominación burocrática como dominación racional característica del Estado moderno.

3 Siguiendo la línea de argumentación de Marx y Engels expuesta en La ideología alemana (1958), por comunidad concreta podemos entender la asociación libre de trabajadores liberados de su condición de obreros asalariados. Para Holloway (2002) sería una comunidad de hacedores. En todo caso, lo importante aquí es señalar que dicha comunidad surge de la negación-superación de la comunidad ficticia que tiene su principal figura en la ciudadanía y el Estado modernos.

4 Respecto al fetichismo de la cosa y el fetichismo del conocimiento, ver Marx (1976), Lukács (1969), Holloway (2002).

5 Conversación con Javier Gurriaran Prieto.

6 Conferencia de Pablo Mamani en el Otro Seminario, encuentro realizado en la ciudad de Oaxaca entre los días 11 y 13 de septiembre de 2009. Ver también Gutiérrez (2008).

7 Al respecto, ver Holloway (2000), Tischler (2008), Gómez Carpinteiro (inédito).

8 Al respecto, ver Manifiesto contra el trabajo del Grupo Krisis (2002).

9 Nos referimos al trabajo como trabajo abstracto. Ver Postone (2006).

10 Una de las cuestiones importantes de esta interpretación es la de plantear la sobreacumulación como algo duradero; de tal suerte, que es un mito pensar en un nuevo “ciclo virtuoso” de expansión capitalista (estilo keynesiano).

11 Al respecto, ver Traverso (2003), Bauman (1997).

12 Al respecto, ver los artículos de la revista Bajo el volcán No. 14 (2009), particularmente los de Mina Navarro / César Pineda Ramírez, Gustavo Esteva y Christos Memos.

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

¿Se puede explicar la crisis?

Iñaki Gil de San Vicente
Rebelión

Esta es la pregunta que me han planteado las amigas y amigos del colectivo Herria 2000 Eliza. Naturalmente que se puede explicar la crisis, más aún, debe explicarse la crisis. La razón de este deber no proviene sólo de la necesidad teórica en cuanto tal, sino también del deber ético inherente al marxismo. La síntesis entre necesidad teórica y deber ético es la praxis revolucionaria, o si se quiere, la acción humana consciente y crítica es a la vez explicación teórica de las contradicciones irreconciliables del sistema social y deber ético-moral de acabar con las injusticias insertas en tales contradicciones. Teoría y ética interactúan en la praxis y ésta es la superación autocrítica de las limitaciones de ambas en el proceso de emancipación. Es por esto que la comprensión teórica es simultáneamente una necesidad y un deber, y viceversa, que la acción ética es un deber y una necesidad. Dialécticamente hablando, necesidad, deber, derecho y libertad forman un todo diversificado, de modo que, junto a la necesidad y al deber de intervenir contra la crisis del capital en beneficio de las clases y naciones explotadas, también tenemos el derecho y la libertad de hacerlo.

La exitosa huelga general del pasado 21 de mayo es un ejemplo de la dialéctica de la que hablamos. Los avances posteriores muestran cómo la necesidad y el deber de luchar contra la explotación se materializan en la práctica del derecho y de la libertad de organización de actos de masas. Y a la inversa, desde los intereses burgueses y de los Estados español y francés, la necesidad del capital es aumentar la explotación, frenar y reprimir las luchas populares y sociales, restringir los derechos y las libertades, e imponer la ética de la sumisión y de la pasividad. Son dos concepciones globales antagónicas. La primera explica la crisis y el capitalismo para luchar contra este modo de producción, la segunda para reavivarlo, para cargar los efectos de la crisis sobre las espaldas del pueblo. No existe por tanto una única explicación. Las “ciencias sociales” no son unitarias ni neutrales, y menos la “teoría económica”, sino que fueron siendo elaboradas por la burguesía desde finales del siglo XVIII para explicar, básicamente, tres problemas cada vez más inquietantes: cual era el origen de la riqueza y por qué la economía daba muestras de agotamiento; por qué aumentaban las resistencias de las clases trabajadoras y cómo doblegarlas y, por qué aumentaban las resistencias de los pueblos a la colonización europea.


Para finales del siglo XIX la burguesía había elaborado las explicaciones elementales que resolvían aparentemente las tres inquietudes básicas, agravadas ya en verdaderos miedos. La tesis de la libertad absoluta del mercado y del beneficio marginal, es decir, la riqueza proviene de la diferencia marginal entre costos y precios, y las crisis son provocadas por la estupidez de unos pocos que anulan la efectividad de la mano invisible del mercado. La tesis del determinismo genético, es decir, el egoísmo obrero no se resigna a la suerte de perdedores en la supervivencia del más fuerte en la jungla de la vida; y la tesis genetista y sociobiológica de la superioridad occidental, o sea, los pueblos se sublevan por su envidia de la civilización eurocéntrica. La Gran Crisis de 1929 a 1945 introdujo la variante keynesiana que reforzaba el fondo del argumento cambiando su forma al reconocer parcialmente la importancia del Estado en el control de los egoísmos individuales, que no son negados.


Lo esencial de las respuestas dadas desde verano de 2007 tiene su base en aquellas justificaciones con la variante keynesiana aceptada por una fracción burguesa pero rechazada por otra, más purista. Se nos dice que la crisis estalló por el egoísmo incontrolado del capital financiero, por el egoísmo de los trabajadores que quieren cobrar más trabajando menos, y por el egoísmo de los pueblos “atrasados” que quieren “modernizarse” sin pagar los costos de la civilización. Dado que, según la burguesía, es un problema de egoísmo instintivo, de determinismo genético, hay que aplicar medidas duras, “educativas”, o sea. “la letra con sangre entra”, tanto a las clases trabajadoras como a los pueblos empobrecidos. Mientras que a los financieros sin escrúpulos se les echa una regañina para que sean buenos, no se les tocan sus beneficios y se les sigue regalando dinero público a fondo perdido, y apenas se introducen controles superficiales en las cloacas financieras.


Sin embargo, la realidad no tiene nada que ver con esta ficción. A la vez que se creaban las “ciencias sociales”, el marxismo demostraba que el beneficio no proviene de la diferencia marginal entre costos y precios, sino de la plusvalía, de la ganancia extra obtenida con la explotación de la fuerza de trabajo, y que las crisis estallan porque, en síntesis, se produce más de lo que se vende, lo que hace que los beneficios empresariales desciendan, surgiendo una espiral que acaba en crisis sucesivas. La explotación y la tendencia objetiva a las crisis azuzan las resistencias obreras y populares, la lucha de clases, lo que obliga a la burguesía a ceder algo para no perder nada, pero llegado un nivel crítico a partir del cual no quiere ni puede conceder nada más, impone medidas duras y la represión, y llega a la contrarrevolución y al terrorismo para salvar la propiedad privada de las fuerzas productivas. En esta dinámica, que las mujeres las sufren antes y más que los hombres, también son golpeados antes los pueblos empobrecidos y las naciones oprimidas y sin Estado para que, mediante su saqueo, las burguesías imperialistas puedan mantener sus beneficios y seguir adormilando a los trabajadores con parte de esas sobreganancias.


Marx explicó en base a los datos entonces existentes, que las crisis son recurrentes, con fases cortas periódicas, explicó también las medidas básicas que debía tomar la burguesía para contender y retrasar en lo posible el estallido de las crisis, y para reducir su duración lanzándola contra los explotados y contra los burgueses más débiles; demostró la tendencia imparable a la concentración y centralización del capital en el mercado mundializado, así como la tendencia al aumento de la clase asalariada como clase mayoritaria frente a una gran burguesía cada vez más reducida en número pero más poderosa, tendencia contrarrestada cada determinado tiempo por la recuperación transitoria de las “clases medias”, que él teorizó, criticando a la economía burguesa el que había olvidado su existencia; y por no extendernos, explicó el papel del capital-dinero o capital financiero como instrumento para obtener ganancias extras cuando las ganancias industriales y comerciales empezaban a caer. Estas y otras mal llamadas “profecías” del marxismo se han cumplido y se han agravado sobre manera.


De hecho, la crisis actual comenzó antes del estallido oficialmente reconocido de la burbuja financiera en verano de 2008, y antes también del primer estallido financiero en verano de 2007. Incluso la OCDE confirmó que la tasa mundial de beneficios estaba cayendo con anterioridad a estas fechas. Para reactivarla, inconmensurables masas de capitales ociosos, de dinero negro, etc., se volcaban en el capital especulativo y de alto riesgo, que iba entrando en crisis regionales cada vez más serias y próximas, hasta que se ha desplomado el edificio desde sus raíces, aunque en apariencia, el desplome haya empezado por el tejado. Es la estructura interna del capitalismo la que está afectada, y desde hace mucho tiempo, por lo que la recuperación va a suponer tremendos ataques a la humanidad trabajadora, a la naturaleza, y a las burguesías más débiles por parte del imperialismo, que ve cómo se cuartea su unidad interna, y cómo se le complica su hegemonía, cuestionada por potencias llamadas “emergentes” y por las clases y pueblos explotados.


Para acabar, el marxismo no es determinista, sostiene que las leyes sociales son tendenciales, abiertas a la complejidad creciente, es decir, dialécticas, por lo que son decisivas las luchas humanas en el interior del infierno de explotación e injusticia, para orientar la evolución de las contradicciones en la senda de la libertad o de la opresión. La interacción entre libertad y necesidad, ética y política, teoría y práctica, se vive siempre dentro de la materialidad histórica de los conflictos, aunque la mente crea que existe una separación absoluta e insalvable entre el pensamiento y la acción. La actual crisis, que va a ser prolongada y muy severa pese a repuntes pequeños magnificados por la propaganda, reafirma la corrección del marxismo en su componente de crítica del sistema, pero también confirma su advertencia de que el “factor subjetivo”, la capacidad organizada de la humanidad trabajadora para vencer al imperialismo, requiere de una praxis revolucionaria permanente que supere las violencias visibles e invisibles que siempre aplica la burguesía. Ésta última es una de las “profecías” marxistas más confirmadas por la historia.

sábado, 26 de septiembre de 2009

A un año de Lehman Brothers (o la estupefacción del jurista ante la crisis)

Miquel Àngel Falguera Baró
Espai Marx


Mi pasión por el Derecho no me ha hecho olvidar mi formación e ideología marxistas. Aunque a veces lo omita en la abstracción del análisis, nunca dejo de recordar que en el fondo el Derecho no es más que una superestructura de los grupos dominantes en el marco de la lucha de clases y que, por tanto, se acaba sometiendo a los intereses de doña Economía. Algo que algunos “modernos” consideraban viejos axiomas caducos y que la actual crisis –en el caldo de cultivo previo del neoliberalismo sin límites- se está encargando de verificar con toda su crudeza.

Ocurre, sin embargo, que el jurista, en su introspección, tiende a diseñar su propia teoría del Derecho (personal e intransferible) y a ordenar el mundo conforme a dicha teoría. Por eso el jurista de verdad –no el titulado en Derecho que se dedica a otras cosas, como la política en sentido amplio- vive en un mundo ficticio. Un mundo perfecto. Pero un mundo irreal que nada –o muy poco- tiene que ver con la realidad que le envuelve. Llámenle si quieren “paranoia del jurista”. O, si se prefiere, el conflicto personal de la ética en clave kantiana, la diferencia entre el ser y el deber ser.

El maestro Norberto Bobbio hace tiempo me dio (o, mejor dicho, me di a mi mismo a través de su lectura) una receta milagrosa para superar mis crisis kantianas: “Para quien quiera eliminar los conflictos sociales (y no solamente resolverlos de una manera menos desastrosa que la de la guerra), el ideal de paz jurídica o del orden no es suficiente: tendrá que actuar sobre los motivos de los conflictos sociales sustituyendo por un orden justo el presente orden injusto. La antítesis no será ya la de paz-guerra, en la que se detienen los partidarios del Derecho como orden, sino la de, pongamos por caso, igualdad-desigualdad, de la que parten los partidarios del Derecho como justicia”. Bueno: esas sabias palabras (contenidas en su libro Contribución a la teoría del Derecho) me ayudan en momentos de ataques agudos, pero difícilmente me restablecen la salud mental. Sin ánimo de comparación entre su autor y un servidor –mi egolatría no llega a tanto-, es evidente que el docto torinés era un pensador del Derecho y yo, un simple juez. El podía elevarse por encima de leyes, reglamentos y jurisprudencia y observar más allá; yo aplico, como poder del Estado, leyes, reglamentos y jurisprudencia. Él hacía la teoría abstracta del mañana (de su mañana), yo la práctica del conflicto real del hoy.

Si, además, uno es marxista (lo que ya no es predicable en sentido estricto de Bobbio ), es ya inevitable convertirse en una especie de esquizofrénico: mi mundo igualitariamente perfecto (mi deber ser) es sabedor que, en el fondo –en el ser-, mi sustento y mi saber pasan por la aplicación de lógicas e instrumentos de represión sobre los débiles y de salvaguardas de los poderosos, por la violencia de la clase dominante sobre la dominada. Pero, con todo, la enseñanza bobbiana me es útil, en tanto que me lleva a una noción instrumental o finalista del Derecho (como herramienta para conseguir la Justicia con mayúsculas o el orden justo) y me aparta de un concepto abstracto y acausal en el ejercicio de mi disciplina. Sin embargo, no evita que mi “yo” marxista y mi “yo” jurista estén permanentemente a la greña.

Sin duda que el Derecho del Trabajo es un buen refugio para los enfermos mentales como un servidor. O, si se prefiere, una buena excusa para mi mala consciencia roja. Aunque el iuslaboralismo no se escapa del paradigma marxista sobre el Derecho, es probablemente la única disciplina jurídica en la que se plasma con toda su crudeza la lucha de clases, de tal manera que la realidad de la regulación del mercado de trabajo es fruto de las relaciones de fuerzas de ese colosal combate. Matiza mi alter ego marxista: de unas relaciones de fuerza asimétricas en las que el Estado –también desde su vertiente represiva- no es neutro. No se me escapa que es un juego tramposo, en el que el árbitro no es imparcial y en el que las reglas de juego obedecen a los intereses de una de las partes (el empleador), quien, además tiene competencias para ir cambiando a su antojo dichas reglas. Sin embargo, no siempre pierde la otra parte: algunas veces el jugador débil avanza posiciones. Siempre y cuando tenga contundencia y claridad en su jugada y sepa cuál es su siguiente movimiento. Así, pues, cuando más fuertes son los trabajadores, más garantías conquistan. Y viceversa.

Esa partida con reglas cambiantes lleva practicándose más o menos civilizadamente, hace un siglo. Sin duda que el enfrentamiento entre capital y trabajo es muy anterior. Ocurre, sin embargo, que en esa primera etapa el conflicto se dirimía a mamporros, sin normas, sin juridificación (más allá de la directa aplicación represiva del código penal sobre el jugador débil cuando golpeaba más duro) Y las reglas de esa partida secular y formalmente pacífica constituyen mi disciplina.

Es más, hace tiempo que vengo sustentando que el Derecho del Trabajo es la disciplina más democrática. Democrática en el sentido integral, en tanto que se trata de la única vertiente del Derecho en la que la libertad contractual se ve limitada para una de las partes, en función de la concurrencia de elementos igualitarios. A lo que cabe añadir que aún corre por nuestras venas la “vieja” –por olvidada- utopía robespierriana de la fraternidad, como lo demuestra nuestra otra gran institución, la Seguridad Social. Por eso estoy también convencido que el iuslaboralismo es “el derecho de la izquierda”.

Todo ello me ayuda a sobreponerme a las crisis que causan mis enfermedades mentales de origen profesional derivadas de mi ideología: “en definitiva –dice mi yo marxista- soy una especie de infiltrado que práctica el entrismo ”. Con mis limitados saberes y mi práctica profesional, aún aplicando normas impuestas por una clase (por un jugador que no deseo que gane), intento –en términos generales, no por supuesto “ad causam ” pues, en definitiva, soy juez- que la partida se decante por el más débil. Y, además, matiza mi yo jurista, estoy coadyuvando, aunque sea con una mínima aportación, al progreso de un concepto de democracia integral, en los viejos términos de Platón y Aristóteles, depurados y desarrollados por el humanismo renacentista, la Ilustración, las revoluciones burguesas y la lucha del movimiento obrero. Una democracia integral como fin último que, en sus tiempos, se llamaba socialismo.

Esas excusas, sin embargo, no amagan que cada vez deba consumir más dosis de bicarbonato: mis distintas personalidades se enfrentan todos los días a una realidad que cada vez les es más hostil. Y ello desde hace ya un montón de años (más o menos, los últimos veinticinco, desde el avance de lo que se conoce como neo-liberalismo) La abstracción de los valores del derecho en clave democrática choca cada día más con una realidad –impuesta por la clase dominante- que niega aspectos sustantivos como la igualdad y la fraternidad. Y todo ello significa que cada vez más el Derecho se vaya convirtiendo en una especie de amanuense de doña Economía. Es cierto –así empezaba mis reflexiones- que mi disciplina está sometida a esta última por definición marxista. Sin embargo, uno es hijo de su tiempo. Y verán, yo viví mi etapa formativa inicial (como jurista y como marxista) en un momento en el que el jugador más débil era menos débil. En la que la correlación de fuerzas era otra. En la que el “peligro rojo” había obligado al tahúr ventajista a firmar unas determinadas reglas de juego menos ominosas y más igualitarias. O, desde la visión como jurista, un tiempo en que la noción de democracia integral y de Estado social y democrático de Derecho basado en la ciudadanía social era un lugar común de la ciudadanía, conformándose como un modelo tendencial .

Pero hace ya muchas –muchísimas- lunas que con el llamado neoliberalismo esos buenos tiempos han pasado. Mientras el capital va ganando competencias al trabajo y se incrementa la distribución negativa de rentas, la democracia se equipara y se constriñe a la libertad, obviándose que es mucho más que eso. Atónito he asistido a conversaciones con jóvenes altermundistas que niegan la democracia como sistema, equiparándola con los actuales modelos liberales y cayendo ingenuamente en la trapa del discurso hegemónico, al que se oponen. En mi mundo perfecto de jurista, la democracia es un desiderátum , consistente en una sociedad conformada por una ciudadanía libre, pero también igual y solidaria (o fraternal o que tiene reconocido el derecho a la felicidad de los padres constituyentes norteamericanos) de tal manera que cada persona puede desarrollar todos sus potenciales humanos. Y, por supuesto, que ese desiderátum coincide, también, con el de mi “alter ego” marxista. Al fin y al cabo, la diferencia histórica sustancial entre la derecha liberal (no estoy hablando ahora, por supuesto, de la derecha neo- cons , absolutista, meapilas y palurda , aunque en la mayor parte de países ambas hayan coincidido en una única organización, cada vez más peligrosamente dominada por esta última) y las diversas izquierdas es que aquélla equipara democracia con libertad individual, mientras que éstas hablan de democracia integral y colectiva (aunque es cierto que, más allá de concretas estrategias, un sector ha negando la libertad en etapas más o menos largas de transición al socialismo y el otro, ha situado el fin de democracia absoluta en el baúl de los recuerdos, enfrascado en la simple gestión del día a día…).

Uno –con la doble esquizofrenia a cuestas- sigue soñando con su mundo perfecto. Y no como simple utopía ideológica –que también-, sino por la necesidad de dar orden y sentido a mi condición de jurista. Sin embargo, el pensamiento y la práctica neoliberal quiere limitar mi disciplina al estricto marco de la gestión de la mano de obra en la empresa, de tal manera que nos acabemos convirtiendo en una especie de mamporreros de la productividad y la competitividad. Y ése es un futuro que aborrezco.

Pero ocurre –como señala en forma repetitiva el maestro ROMAGNOLI, constatando una evidencia aunque predicando en el desierto- que el derecho es algo más que ese modelo “sin memoria” que se nos pretende imponer. Quizás no está de más recodar que la economía, como supuesta “ciencia”, cuenta con apenas dos siglos de vida, mientras que el derecho se remonta, al menos tal y como hoy lo conocemos en su acepción contractual, a la antigua Roma. En efecto, el derecho (sin que toque ahora abordar el interminable debate sobre si es una ciencia) no es nada más que la aplicación del simple sentido común la conflicto individual y colectivo a efectos de composición. Es decir, la proposición que se asemeja más prudente y ponderada para la mayoría de ciudadanos, en función de las reglas de la inteligencia humana y de la experiencia que se deriva del acerbo histórico como especie. Uno puede creer que hoy la “ley del Talión” es una barbaridad –y sin duda lo es en los países occidentales-, pero ocurre que en su momento, fue una lógica distributiva evidente: si te sacan un ojo, tú sólo puedes castigar al causante con idéntico daño, no tienes porqué matarlo. Y contra lo que se acostumbra a creer la reminiscencia de la medida no está sólo en el Levítico, ya consta en el anterior Código de Hammurabi . Y luego, la sabia Roma empezó a patrimonializar el daño, evitando que los ciudadanos se fueran vaciando las órbitas los ojos los unos a los otros (y también lo hizo mucho siglos antes de que el gran Mahatma afirmara aquello de “ojo por ojo y el mundo acabará ciego”).

Yo, como juez de lo social, no soy un simple “corre ve y dile” de la economía. En mi pluma –virtual- y en mis razonamientos discurre la lógica del derecho romano, los valores del humanismo, la Ilustración y de los movimientos emancipatorios de la “ povertà laboriosa” (y no hablo en primera persona, sino como iuslaboralista anónimo, como ocurre con cualquier otro jurista). Cuando me enfrento a un conflicto, para solucionarlo, no me invento nada, lo hago a partir de los previos razonamientos de miríadas de juristas que han demostrado que determinadas reglas y formas de pensar son indudablemente efectivas para la paz social. Nosotros los juristas no hablamos de dineros. Nosotros hablamos de derechos y de civilidad.

Sin embargo, mi disciplina jurídica y sus valores democráticos integrales se ven públicamente negados en múltiples foros y por pensadores bien pagados: se nos dice que somos antiguos, que con nuestras absurdas tutelas estamos disgregando al colectivo asalariado, que somos una rémora para la competitividad, que no hacemos más que regular intervencionismos, que nuestro modelo de Seguridad Social se ha privatizar porque es insostenible y adocena a los beneficiarios incapacitándoles para los retos de la sociedad del riesgo… Llevamos mucho años oyendo esas cantinelas, que a fuerza de ser constante y masivamente repetidas –ya se sabe, la teoría de Goebbels - acaban convirtiéndose en verdades rebeladas, que se metabolizan incluso por una buena parte de las personas asalariadas. Y no sólo eso: cada día me veo presionado por la Ley –y también en determinados casos, por la interpretación de la misma por el Tribunal Supremo- para que aplique conceptos que no entiendo –porque son ajenos al derecho- y otros que no comparto por simple lógica democrática integral. Así, entre los muchos ejemplos que podría poner aquí, debo decidir si una determinada modificación de las condiciones de trabajo o un despido objetivo por causas no directamente económicas es eficaz para “mejorar la situación de la empresa a través de una más adecuada organización de sus recursos, que favorezca su posición de competitiva en el mercado o una mejor respuesta a las exigencias de la demanda” ( arts . 44 y 52 ET), lo que ciertamente me aboca a pensar en una lógica que no es la del derecho. O debo tragar sapos y culebras no declarando, como me pide mi alter ego jurista, nulo un despido que no tiene causa justificativa o el de un trabajador de baja por enfermedad porque ésa es la jurisprudencia.

Y es aquí donde mi alma de jurista se colapsa. Mientras mi alma marxista la regaña (“¿lo ves?, si te lo vengo diciendo toda la vida”), aquella otra no entiende porqué elementos como la productividad o la competitividad deben prevalecer sobre los valores iuslaboralistas . Repito lo antes dicho: los juristas no hablamos de dineros, sino de derechos.

Creo que no es anecdótico que uno de los múltiples dogmas neoliberales pase por la afirmación (respecto a la política o a la Administración pública) de que “hay demasiados juristas” –lo que no pasa de ser una conclusión accesoria de otros dogmas principales, como la necesidad de desregular las relaciones contractuales o la exigencia de menores intervencionismos del Estado-. Y ese dogma ha comportado que buena parte de las reformas de las leyes laborales de este país –como en tantos otros- se hayan basado no tanto en las inquietudes de los iuslaboralistas , sino en deducciones y análisis economicistas (generalmente, erróneos). En 1984 a alguien se le ocurrió –pongo la mano en el fuego que tras asistir a no sé que foro de economistas- que la temporalidad creaba empleo: las consecuencias de ese monstruoso experimento con gaseosa aún las estamos pagando. Diez años después, se trataba de flexibilizar el contenido de la prestación laboral y para ello se impuso con mano de hierro –y contra la posición de los sindicatos- una reforma laboral que simplificaba y abarataba la salida y dotaba a los empleadores de mayores competencias para novar y modificar las condiciones de la prestación laboral, desde una perspectiva ajena al sinalagma contractual laboral, lo que determinó una evidente descompensación de fuerza entre empresarios y trabajadores y que la necesaria regulación de la flexibilidad como nuevo modelo productivo derivara en precarización . Y qué decir de las reformas de este milenio (que esta vez tienen el sustento de la lógica comunitaria tras el llamado Proceso de Lisboa, que nada tiene que ver con el tratado de la misma localidad), basadas en el apriorismo de “la-prestación-de-desempleo-afecta-negativamente-a-la-ocupación” –cuya máxima expresión es ese absurdo, ominoso y formalista “compromiso de empleo” recogido en la Ley General de la Seguridad Social- y el dogma “despedir-es-muy-caro-y-también-afecta-al-empleo”, aún vigente y que, de momento, ha comportado la supresión práctica de los salarios de tramitación y la rebaja de indemnizaciones en determinados supuestos de despidos para concretos contratos. Tampoco ninguna de esas medidas ha servido para crear empleo de calidad –todo lo contrario-. Y no podemos olvidar a la pobre Seguridad Social, con regulaciones prácticamente anuales siempre a la baja porque “está-económica-y-actuarialmente-demostrado-que-el-modelo-actual-es-insostenible”, según serios estudios, generalmente financiados desinteresadamente por entidades financieras, que anuncian el colapso del sistema para fechas concretas que luego –al devenir esas datas, cual Testigos de Jehová anunciado el fin del mundo- son postergadas. No deja de llamar la atención que esos estudios –que aparecen cada tres o cuatro meses- tengan un impacto mediático significativo, mientras que los medias prácticamente nada han dicho de la quiebra o minusvaloración de un montón de fondos privados de pensiones a raíz de la actual crisis económica.

Esta tendencia normativa ha tenido efectos devastadores sobre el Derecho del Trabajo: ha roto la solidaridad de los trabajadores, disgregando el colectivo asalariado (aunque ahora, al parecer, la culpa de esa disgregación es de la propia disciplina por sus tutelas), ha modificado el estatus quo del poder en el contrato de trabajo, dotando al empresario de mayores competencias y ha limitado la capacidad contractual del sindicato, lo que ha afectado seriamente su legitimación social como agente constitucional. Y lo que es peor: ninguna de esas medidas ha servido para adaptar el mercado de trabajo a la nueva realidad productiva y de prestación de servicios, ni para crear empleo de calidad.

Las sucesivas reformas laborales sólo han servido –y ruego disculpas por la radicalidad de la afirmación que, sin duda, matizaría si no me embargara el ardor expositivo- para vaciar de contenido el modelo de Estado social y democrático de Derecho. Esas mutaciones reguladoras han invertido el mandato constitucional de avanzar hacia la igualdad sustantiva entre los ciudadanos, han situado el derecho a la libre empresa por encima de otros derechos fundamentales más protegidos –como el de libertad sindical o huelga en relación con los de negociación colectiva y conflicto colectivo- (y no sólo en España, también en el ámbito europeo), han vaciado de contenido el derecho al trabajo limitándolo al acceso genérico e indeterminado al empleo, han obviado que la propiedad no es un derecho inmediato al estar condicionada por su uso social y han eliminado el principio de suficiencia de las prestaciones de Seguridad Social. A lo que añado, como juez, que también de alguna manera han afectado al derecho a la tutela judicial efectiva, al impedirse o limitarse en la práctica gran parte de las posibilidades de control judicial de determinadas prácticas empresariales, singularmente en materia de control de causalidad de los despidos.

Esa constante labor de zapa del Estado social y democrático de derecho se ha venido efectuando continuadamente por parte del legislador desde hace dos decenios y medio. Y, según algunos autores como Baylos y Pérez Rey, también la doctrina judicial –especialmente, la Sala de lo Social del TS- ha coadyuvado a ello. Con todo hay algo que me parece más grave: tampoco la negociación colectiva ha sido capaz de dar respuesta a esos envites en la línea de flotación constitucional. Me atrevería a afirmar, incluso, que ni tan siquiera ha servido para poner parches. En determinadas materias como el retroceso de la igualdad substantiva por la disgregación del colectivo de personas trabajadoras, los convenios colectivos y otras prácticas de negociación se han convertido en uno de los instrumentos más activos para crear desigualdad.

Si esta tendencia se sitúa en perspectiva histórica, la conclusión me parece evidente: al neoliberalismo rampante le “sobra” (porque ya no lo precisa, cautivo y desarmado el ejército rojo) la propia noción de Estado social y democrático de Derecho. ¿Para qué debe distribuir poderes, rentas y derechos ante un adversario notoriamente capitidismuido ? (Debo advertir al lector que a estas alturas de mis reflexiones, mi alter ego marxista quiere hacer múltiples precisiones y matizaciones… sin embargo, como podrá comprobarse, estoy ya plenamente poseído por mi personalidad de jurista)

Y ese ataque al modelo constitucional sobre el que se erigió el gran pacto social del welfare (que la derecha considera vencido) ha tenido indudables consecuencias sociales, especialmente por lo que hace a la centralidad del trabajo como eje sobre el que se incardina la propia noción de ciudadanía. El trabajo, en efecto, ha pasado a ser algo “secundario” en nuestra sociedad, de tal manera que parece que el estatus de ciudadano vuelva a centrarse sobre la propiedad (lo que, por tanto, coadyuva a la negación del Estado social y democrático). Y todo ello aunque no exista históricamente ningún modelo de sociedad que no se halla articulado como tal a partir del valor “trabajo” (en su sentido amplio y no de dependencia capitalista, en matización que acepto, por la estridencia con que la formula, de mi personalidad marxista). La tendencia a negar la ciudadanía social articulada sobre ese valor deriva del famoso “capitalismo popular” tatcheriano . Lo curioso es cómo ese individualismo propietarista se ha acabado implementado en la propia mentalidad de los trabajadores. No es necesario acudir a estudios demoscópicos, basta –o mejor dicho, bastaba hasta la actual crisis- prestar oídos a cualquier conversación de currantes en un bar: muchas versaban sobre Euribor , créditos a bajo interés, nuevos modelos de vehículos, inversiones… La asunción acrítica del fetichismo de los bienes, como afirma, de nuevo gritando, mi alter ego marxista. Una buena prueba, por otra parte, de cómo la clase dominante impone su hegemonía social e ideológica –en una lógica gramsciana en la que suelen coincidir mis dos personalidades-.

Y ello va íntimamente unido desde mi punto de vista al sometimiento del capitalismo productivo al especulativo, de tal manera que el fin de la sociedad parece ser la simple especulación, en lugar de la creación de riqueza a través de las empresas y el trabajo. No me resisto a poner por escrito una anécdota que he contado verbalmente en múltiples ocasiones. Una dependienta de una tienda de electrodomésticos comenta con su compañera que ella está aquí “de momento”, porque el piso y el apartamento de sus padres “valen una pasta” que, en su día –se supone, a la muerte de sus mayores-, le proporcionarán suficientes rentas para vivir. Mientras tanto, tres clientes estamos intentando que la susodicha nos atienda –a la postre, con desgana-, una vez deje la cháchara con su colega.

No deja de ser llamativo que la llamada cultura del esfuerzo haya pasado a ser una reivindicación de la derecha. Sin duda que esa reclamación de clase debe ser traducida como: “trabajen ustedes más para que haya más productividad y seamos más competitivos… por tanto, nosotros ganemos más”. Sin embargo, no está de más recordar que el trabajo –es decir, la autoemancipación personal a través del mismo- ha formado parte del alma de la izquierda durante muchos años. Alguna reflexión cabrá hacer en relación al nuevo paradigma social postfordista y los valores sociales de las generaciones tecnológicas…

Y aquí toca, que lo valiente no quita lo cortés, volver sobre esa crítica a la negociación colectiva y su papel, antes efectuada, para matizarla. Crítica que, lógicamente, apuntaba sin miramientos al sindicato. Ciertamente no es fácil ejercer como organización de clase, cuando una buena parte de tus representados no tienen ya consciencia de clase. Quizás no es un disparate afirmar que el neoliberalismo ha sido capaz de engendrar el mayor aparato de alienación colectiva de las personas asalariadas nunca antes conocido bajo el capitalismo, en unos tiempos y en unas sociedades en los que paradójicamente el nivel de cultura general se ha incrementado exponencialmente y en el que la influencia de las religiones es cada vez menor. Y todo ello ante el silencio de la izquierda, incapaz durante todos estos años de crear una cultura alternativa sobre la que construir otra hegemonía social.

En ese triste panorama he venido ejerciendo como jurista durante un cuarto de siglo. En ese lapso temporal he visto cómo la fosa entre mi “deber ser” y el “ser” real se iba ampliando día tras día, cómo el desiderátum de los valores democráticos se ha ido pervirtiendo (cuando no se negaban esos propios valores democráticos integrales), cómo mi disciplina era acusada de ahistórica , cómo el trabajo dejaba de ser un elemento de centralidad social y cómo la consciencia social iba abandonando poco a poco los valores de civilidad colectivos para centrarse en el simple egoísmo del neodarwinismo social. Y todo ello ante la jocosa y socarrona mirada de mi alma marxista que, cuando estaba de buenas, me consolaba con la cínica frase: “tranquilo, ya llegará el ciclo de crisis”

Y, efectivamente, la crisis llegó.

Sin embargo, con la crisis mi desorientación se ha incrementado. Efectivamente, el modelo de crecimiento del neoliberalismo se ha estrellado, en lo que parece ser el mayor costalazo que conoce el capitalismo en cuatro generaciones.
Aunque los indicios del crack son muy anteriores, mediáticamente se ha concretado artificiosamente como fecha de salida de la misma el 15 de septiembre de 2008, con la famosa quiebra de Lehman Brothers (de la misma manera, que la “gran depresión” se concretó con el llamado “jueves negro” o la “crisis del petróleo” con la decisión de los países Árabes de la OPEP de no vender crudo a los países que apoyaron al Estado de Israel en la Guerra del Yom Kippur ). Demos por buena, a efectos simplemente expositivos, esa fecha. Pues bien, ¿qué ha ocurrido a lo largo de este año? Podríamos considerar que, en parte, el discurso de la derecha se ha fragmentado: mientras un sector se ha enrocado en la lógica neoliberal (imputando la situación actual al mantenimiento de excesivos intervencionismos y negando cualquier responsabilidad –aún siendo obvia- de su ideología y práctica en este cuarto de siglo), otros se apuntan a tímidos intentos de poner orden en el sistema estableciendo determinadas limitaciones y regulaciones a la actuación del capital financiero, introduciéndose, además, aspectos relativos a la adaptación al cambio climático. A esta última tendencia parecen haberse apuntado Sarkozy , Merkel o el propio Obama (con matizaciones respecto a éste, porque ciertamente lo que dice es diferente). Y aunque en una primera etapa parecía que era éste último el sector triunfante –recuérdese las sucesivas cumbres de Londres y Nueva York -, en los últimos meses los fundamentalistas neoliberales están dando una dura batalla mediática y social (valgan como ejemplo, los argumentos salvajes relativos a la batalla actual en USA sobre la asistencia sanitaria) Eso sí: tirios y troyanos parecen coincidir en la necesidad de cambiar las reglas del mercado de trabajo, profundizando aún más en el rebaje de tutelas de las personas asalariadas, aunque es evidente que la actual situación de crisis no tiene ahí su origen. Pero, ya se sabe que el Pisuerga pasa por Paparanda …

Pero, ¿qué dicen las izquierdas? La respuesta es obvia: prácticamente nada.

La socialdemocracia, allí donde gobierna, como en España, se ajusta a la política de dar bandazos, generalmente aceptando la lógica del sector menos ortodoxo del neoliberalismo, pero sin una propuesta global más o menos articulada. Y, por su parte, la izquierda alternativa –en sus múltiples y lamentablemente enfrentadas visiones- se limita a culpar al capitalismo y al sistema de la crisis –lo que es obvio- y a reclamar que los efectos de ésta no caigan sobre las espaldas de los trabajadores –lo que es una evidente ingenuidad en el actual panorama de hegemonías de clase-, pero sin articular tampoco una propuesta global de futuro.

Y ello por no hablar del sindicalismo, aún prisionero de la cultura fordista y empeñado en reivindicar el cumplimiento del ya extinto pacto welfariano . Cada vez más a punto de que se le pase el arroz.

En todo caso, si uno mira las propuestas desestructuradas de las izquierdas y del sindicalismo ante el actual panorama lo llamativo es que todas ellas insisten en dos parámetros: por un lado, se meten a decirle al capitalismo cómo regular el funcionamiento del capital financiero (un ejemplo lo hallaremos en el documento de Die Linke –probablemente la organización europea con mayor capacidad de decir cosas nuevas- en sus propuestas frente a la crisis, que puede descargarse en inglés en: http://die-linke.de/politik/aktuell/nachrichten/detail/zurueck/selected-news/artikel/on the - financial -crisis/ ); por otro, se propugnan por todos parches puntuales en los mecanismos de cobertura social ante el desempleo.

Y es aquí donde surge el estupor del jurista que da título a estas disgregadas y desarticuladas reflexiones. En efecto, si la actual crisis es fruto de las políticas neoliberales que nos han llevado a la desvirtuación del concepto de Estado social y democrático de derecho, con obvios retrocesos en conquistas anteriores, parece obvio que, más allá de modificar el sistema financiero o ampliar desagregadamente tutelas, habrá que repensar desde la izquierda por dónde habrá que caminar en el futuro para desandar el camino trazado hacia atrás y seguir avanzando. Lo que ocurre es que ese camino ya no puede transitar por la vereda anterior, pues la orografía ha cambiado sensiblemente, de tal manera que donde antaño había un puente, ahora hay un abismo. En otras palabras, habrá que pensar cuál es el modelo alternativo de sociedad que la izquierda propone –la concreción del futuro Estado democrático y social de derecho-, situado de nuevo ante los cambios que se han producido en los últimos veinticinco años. Un modelo que se adapte al cambio del modelo productivo y al postfordismo , a los nuevos valores sociales de las gentes y que supere el régimen de tutelas anteriores.
Y mi yo-jurista –no así, el marxista- cree llegado el momento de reivindicar los valores integrales del derecho como orden alternativo. Un orden alternativo que desarrolle el concepto de fraternidad entre los ciudadanos y que, en consecuencia, suponga el reconocimiento por la sociedad del derecho de cada uno de ellos de desarrollar todas sus potencialidades humanas, con la dotación de medios suficientes. Y que, por tanto, supere el concepto de previsión social –o, incluso, de Seguridad Social- reconociendo en modo articulado todas las tutelas públicas o privadas como derecho de ciudadanía. Un orden alternativo que reivindique como eje de civilidad la igualdad, tanto en las relaciones de dependencia en el trabajo y de contenido del contrato –superando la ominosa subalternidad fordista -, desarrollando el ejercicio de los derechos fundamentales en las relaciones laborales, como entre el propio colectivo de personas asalariadas y dependientes del trabajo. Y, por supuesto, que tenga claro un concepto moderno de igualdad, que vaya más allá de la tradicional tabla rasa uniformizante y que sea eficaz en la lucha contra la discriminación.

Y también, un nuevo orden que supere los límites impuestos por el pacto welfariano al iuslaboralismo . Así, en relación con la articulación de mecanismos de tutela a escala internacional, de tal manera que las relaciones laborales sean tales y no simple paraesclavitud –superando el marco del Derecho del Trabajo en cada país, que el pacto comportó-, como respecto al fin del modelo de empresa autista, sin control societario de qué se produce y cómo se produce (rompiendo la lógica del ghetto del centro de trabajo que se incluyó implícitamente en el acuerdo de postguerras) Y todo ello ha de pasar por una revalorización del factor trabajo, como elemento individual para alcanzar mayores cotas de libertad y autoemancipación .

Por supuesto ese panorama debe comportar una nueva relación entre derecho y economía, de tal manera que aquél recobre su capacidad propositiva y reguladora, más allá de los intereses puntuales de ésta. Es obvio que el reconocimiento de derechos cuesta dineros –no soy tan ingenuo a mi edad como para pensar lo contrario-. Ocurre, sin embargo, que el método discursivo correcto pasa, primero, por la propuesta de derechos y luego, en función de los dineros que haya en caja, ver hasta dónde se puede llegar. Hemos vivido unos tiempos –y los seguimos viviendo en la actualidad- en que la lógica es la inversa: en función de los dineros se reconocen o no derechos.

De nada de eso se ha hablado en las cumbres de G-20 y G-8. Pero tampoco se habla –y eso es lo más grave- en el debate social.

Eso dice mi alma jurista. Y, por supuesto que esos apuntes son incompletos y probablemente erróneos. Pero lo que de verdad me aturde es que ese debate sobre el desarrollo democrático es hoy inexistente en las izquierdas, en el sindicalismo y en el mundo del iuslaboralismo .

Si la izquierda es incapaz de diseñar un modelo de sociedad alternativo, el resultado está servido: se limitará a ser el Pepito grillo de un orden injusto que seguirá centrando sobre la simple libertad individual y se irá apartando de los otros elementos –igualdad y fraternidad- que configuran la democracia. Y los juristas dedicados al Derecho del Trabajo nos convertiremos en unos simples componedores de las relaciones laborales en orden a la productividad y la competitividad.

Y acabo aquí en forma abrupta mis atolondradas reflexiones. No por nada: es que mis dos personalidades vuelven a estar a la greña.

Fuente: http://www.moviments.net/espaimarx/?lang=cat&query=89f03f7d02720160f1b04cf5b27f5ccb&view=section


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jueves, 24 de septiembre de 2009

¿Defender la Universidad?

Entre imposiciones mercantiles y utopía académica


Daniel Bensaid
Viento Sur


Después de la aprobación en el verano de 2007 de la ley LRU, llamada de "autonomía de las universidades", muchos universitarios, prefiriendo ignorar el carácter orwelliano de la retórica sarkozysta, han confundido amablemente la palabra y la cosa: en el mundo de Sarkozy, la autonomía es heteronomía; y la ley Pécresse, la autonomía contra la autonomía: menos poder pedagógico para los enseñantes, más poder burocrático y administrativo, mayor dependencia de la financiación privada y de los dictados del mercado. Hace más de diez años, el Areser denunciaba la confusión entre autonomía concurrencial y libertad académica: “Invocar la autonomía de las universidades se ha vuelto hoy un arma administrativa para justificar la ruptura del compromiso global del Estado y para dividir a los establecimientos concurrentes entre sí desde el punto de vista de la distribución de los medios financieros”. 1

Autonomía con salsa boloñesa

Pasado Mayo 68, los ministerios Farre y Guichard manipularon la aspiración del movimiento contestatario en beneficio de una “adaptación de la universidad a las necesidades de la economía capitalista” : “Las palabras clave de esta reconversión son la autonomía y la autogestión. Se trata de reducir el ‘cuerpo dentro del Estado’, que era la Universidad tradicional con sus prerrogativas, a una serie de unidades asociadas a las economías regionales, y de reconducir el movimiento estudiantil a un corporativismo provincializado”. La autonomía proclamada por los renovadores era un pretexto para “poner fin a la autonomía caduca de la universidad liberal y para abrir la universidad a sus usos patronales” 2. Este era el significado, dicho en claro, de la seductora fórmula de “apertura a las fuerzas vivas de la nación”. De reforma abortada en reforma abolida, han tenido que pasar cuarenta años para conseguirlo. En ello estamos, con la ayuda de la Europa liberal y el proceso de Bolonia

La Magna Carta adoptada en 1998 por los rectores de la universidades europeas, con ocasión del noveno centenario de la Universidad de Bolonia, recordaba todavía el principio fundador de una universidad que “de manera crítica, produce y transmite la cultura por medio de la investigación y la enseñanza”. Ironía o cinismo, fue en Bolonia donde un año más tarde se inició el proceso de reformas, inspirado en el informe3 que abandonaba las universidades a las lógicas mercantiles: ¡Bolonia contra Bolonia!

El gran saqueo de las universidades procede directamente de este proceso que pretende crear “la economía del conocimiento más dinámica y competitiva del mundo” , iniciado hace diez años de acuerdo con la “estrategia de Lisboa” de la Unión Europea. En otoño de 2007, una mezcolanza de presidentes reformadores exultaba: “la puesta en marcha del conjunto de nuevas disposiciones provoca un nuevo impulso en nuestros establecimientos y la comunidad universitaria se ha movilizado rápidamente para traducirlos en perspectiva de progresos decisivos, para nuestros estudiantes y para nuestros equipos de investigación” 4. Después, ¡la movilización cambió de campo! Aún suponiendo que estos presidentes hubieran sido tan ingenuos de creer conseguir, gracias a su gran poder personal, un equilibrio entre el servicio público y las exigencias del mercado, las reformas del estatuto de los enseñantes investigadores, del contrato doctoral y la masterización han puesto las cosas en claro. El jurista Olivier Beaud ha resumido bien el sentido del texto ministerial: contribuye a “una muerte lenta de la universidad francesa, porque aspira a transformar a los universitarios en empleados de la universidad, sujetos a los administradores profesionales” 5. Bajo cobertura de autonomía se instituye, como en el caso de la reforma hospitalaria, una doble heteronomía autoritaria de la universidad, ante el encuadramiento administrativo y ante el imperio de los mercados.

De la nueva miseria en el medio estudiantil

El folleto situacionista De la miseria en medio estudiantil , expresión de un profundo malestar del medio estudiantil, prefiguraba en 1966 el levantamiento del 68. Mostraba el rechazo de una parte de los estudiantes, beneficiarios de esta primera secuencia de masificación de la enseñanza superior, a convertirse en los nuevos perros guardianes de la burguesía o en los ideólogos de un Occidente atascado en sus guerras coloniales. Guy Debord era categórico: “de acuerdo: no nos interesan los estudiantes en cuanto estudiantes; su presente y su futuro planificado son igual de despreciables” 6.

Las cosas han cambiado mucho. La mayor parte de los estudiantes no se sienten hoy día como “intelectuales en devenir”, acumulando en la universidad capital simbólico. Esta puede ser una de las razones de que la movilización estudiantil fuera mucho más masiva en 2005 contra el contrato de primer empleo (CPE) que en la primavera de 2009 contra las medidas de aplicación de la LRU. Según un colectivo de estudiantes italianos, la evaluación de los estudios según una unidad de medida de tiempo (el crédito europeo ECTS) configurara un prototipo ideal de estudiante 7. La aceleración e intensificación de los ritmos de estudio, la introducción de clases obligatorias y la multiplicación de cursos, seminarios y exámenes, pretende “la sujección disciplinaria al mercado de trabajo y la reducción de la condición estudiantil al estatus de precario en formación” 8. Un número creciente de estudiantes, obligados a ganarse la vida, son ciertamente estudiantes a tiempo parcial o intermitentes de la universidad, cada vez más numerosos en apuntarse en los comedores para pobres, mientras la prostitución estudiantil alcanza proporciones preocupantes.

El proceso de sujección de los estudios y de los estudiantes a las órdenes del mercado de trabajo empezó desde los años 1960 con la primera masificación de la Universidad. La lógica de las metamorfosis universitarias era ya claramente perceptible: “El ritmo de innovación tecnológica, el crecimiento constante de las necesidades de mano de obra cualificada ponen de relieve el papel de la Universidad y de la Escuela en el desarrollo de las fuerzas productivas. Pero esta función está indisociable y contradictoriamente ligada a la perpetuación de las relaciones capitalistas de producción por medio de la difusión de la ideología burguesa que las disimula a los ojos de los futuros explotados” 9. Se intensifica entonces la tensión “entre el nivel de formación requerido por el desarrollo de las fuerzas productivas y el nivel de formación que exige el mantenimiento y la reproducción de las relaciones jerárquicas en la empresa y de las relaciones de explotación en la sociedad en general; de ahí, la selección, la especialización temprana, la orientación forzada, la formación por migajas”. La resonancia del libro de Bourdieu y Passeron, Les Héritiers , así como los tumultuosos debates en el seno de un sindicalismo estudiantil en busca de legitimidad tras su gran período de radicalización contra la guerra de Argelia, sobre la posibilidad o no de suprimir división técnica y división social del trabajo, muestran esta gran mutación estudiantil.

La Unversidad estaba confrontada a las contradicciones explosivas resultantes de un trabajo altamente socializado y de la integración masiva del trabajo intelectual en el proceso de producción, tal como las vislumbraba Marx en los Manuscritos de 1857-1858: “A medida que se desarrolla la gran industria, la creación de la riqueza real depende menos del tiempo de trabajo empleado que de la potencia de los agentes puestos en movimiento durante el tiempo de trabajo, lo cual no guarda ninguna relación con el tiempo de trabajo inmediatamente gastado para producirla, sino que depende sobre todo del nivel general de la ciencia y del progreso de la tecnología, o dicho de otra manera, de la aplicación de la ciencia a la producción” 10. La cuantificación mercantil y monetaria del trabajo intelectual proletarizado se vuelve cada vez más problemática y cargada de contradicciones, a las que se esfuerzan en responder con procedimientos de evalución al cual más grotesco, aplicados al trabajo universitario y a la investigación así como al trabajo médico y hospitalario. Pretenden cuantificar lo incuantificable y medir lo inconmensurable atribuyendo un valor mercantil individual a un conocimiento que es resultado de un trabajo social altamente cooperativo11.

La contradicción inherente a la doble función de la Universidad –por una parte, contribuir al desarrollo de las fuerzas productivas por la producción y transmisión de conocimientos; por otra, a la reproducción de las relaciones de producción por su adaptación a la división del trabajo y por la difusión de la ideología dominante- ha producido grandes movilizaciones, en 1968, en 1986 (contra la ley Devaquet), y después, de forma acelerada, en 2005 (contra la CPE), 2007 (contra la LRU), 2009 (contra las reformas Darcos/Pécresse). Las reformas en curso se inscriben en el marco del proceso mundializado de privatización generalizada del mundo y de bulimia capitalista que hace mercancía de todo, de los servicios, del saber, de la vida. Desde 1998, la OCDE estimaba que “el sistema de enseñanza debe esforzarse en acortar su tiempo de respuesta, utilizado fórmulas más flexibles que las de la función pública”. En 2002, el Forum Estados Unidos/OCDE sobre el "mercado de servicios de enseñanza" (¡sic!) concluía que "el comercio de servicios educativos no es una excrecencia accidental a la hora de enriquecer la educación por medio del intercambio internacional, sino que se ha convertido en una parte significativa del comercio mundial de servicios". En fin, en 2004, el informe "Educación y formación" de la UNICE (Unión de confederaciones industriales y de empresas europeas) dictaba las exigencias patronales en materia de enseñanza: "Los empleadores creen que habría que conceder más importancia a la necesidad de desarrollar el espíritu de empresa a todos los niveles en los sistemas de educación y de formación. Es la condición previa para que los sistemas de educación y de formación contribuyan a hacer de la economía europea del conocimiento la más competitiva del mundo" . La cuestión, ni más ni menos, es saber si el conocimiento y la educación son bienes comunes de la humanidad o si deben convertirse en mercancías como las demás12. Si la Universidad es una componente inalienable del espacio público, o una empresa de producción sometida a la "economía del conocimiento".

Heteronomía deseada

Las reformas gubernamentales han intentado hábilmente presentar la ley sobre la autonomía como la emancipación de una enseñanza superior tradicionalmente sometida a la tutela de un Estado jacobino centralizador. Esta es la interpretación -ingenua o perversa- que ha querido dar Bruno Latour, nuevo converso al darwinismo universitario: "Se pueden encontrar todo tipo de defectos en la actual reforma, pero tiene la ventaja de que por fin se da el gusto a las universidades de pasar de su tutela y de comenzar a resolver sus asuntos por sí mismas, recuperando las capacidades de investigación que se habían tenido que crear fuera de ellas mismas debido a su pesadez y su pasividad [...] Al final, las malas universidades desaparecerán, liberando recursos para las otras; no corresponde a la izquierda defender los privilegios de la nobleza de Estado" 13.

Pero a libertad académica, tanto de quienes enseñan como de quienes son enseñados, no se confunde con la autonomía. Puede haber autonomía sin libertad, y libertad sin autonomía. Contra el "partido universitario" y su corporativismo, Péguy sostenía que la Universidad "recibe mucho más verdadero apoyo de su exterior que de su interior", mal que les pese al "poder burocrático de la calle Grenelle, a los burócratas que pierden las letras (¡la princesa de Clèves!) sin alcanzar para nada la ciencia" 14. Al hilo de sus metamorfosis, la dependencia material, administrativa e ideológica de la Universidad respecto a su exterior no ha dejado de reforzarse, sin que por ello su interior gane en vitalidad.

Frente a esta sumisión a la heteronomía mercantil, aparece la tentación de una utopía universitaria, cuya "comunidad" se consagraría a la cultura del saber de manera totalmente gratuita y desinteresada15. Este ideal de desinterés, esta exigencia de una enseñanza tan "fundamental" como la investigación del mismo nombre, son ciertamente necesarias en sociedades en que la evolución de las capacidades de cada cual ante la evolución acelerada de los saberes y de las técnicas exige una base sólida de conocimientos fundamentales más que especializaciones precoces con rendimientos efímeros. ¿No se inventó la bombilla eléctrica, se dice, como consecuencia de las investigaciones sobre la bujía? Habrá que declarar por tanto "la esencia" exclusiva de la Universidad y atribuirle el exorbitante privilegio de definir "la vida que valga". ¿Dónde termina la autonomía y comienza el ghetto, el encierro, la torre de marfil?

La Declaración de Independencia de las Universidades, iniciada por el departamento de Filosofía de París-8, muestra esta ambigüedad16. Partiendo del principio de que "no hay obligaciones superiores en fuerza a las que el espíritu humano ejerce sobre sí mismo en forma de pensamiento" , afirma que el ejercicio de la independencia del pensamiento "no tiene otros límites que los que aseguren a los demás la posibilidad de probar, contrastar, evaluar la validez". Proclama que "la Universidad define un espacio que rompe la continuidad con los espacios en que el orden está asegurado por las fuerzas públicas" , y concluye que "cualquier sociedad, cualquier Estado que contravenga estos principios, sería reputado de no tener universidad".

La defensa intransigente de la independencia universitaria parece seguir el camino contrario al de la contestación estudiantil de los años 1960. Con las consignas de Universidad Crítica (de Berlín), de Universidad Negativa (de Trento), de Universidad Roja (París), se intentaba sacar a la Universidad de sus cuatro paredes para abrirla a la sociedad. Ese fue entonces nuestro ángulo de ataque contra la "línea universitaria" de un sindicalismo estudiantil que pretendía fundar una práctica sindical universitaria en base a la autonomía de la Universidad clásica. Si la defensa de los derechos universitarios, que forman parte de un espacio público crítico, es parte plena de la defensa de unas libertades democráticas cada vez más amenazadas, la "interrupción de la continuidad con los espacios en que el orden está asegurado por las fuerzas públicas" es muy relativa, desde el momento en que la Universidad es un servicio público bajo financiación pública.

La alternativa a esta dependencia consistiría en forzar hasta el límite la lógica de la autonomía financiera, lo que llevaría a cambiar una dependencia por otra. Se trata más bien de intentar establecer una especie de dualidad de poder y de legitimidad dentro mismo de la institución: rechazar que el Estado se meta en lo que no le concierne e invada la autonomía pedagógica; y abrirse en cambio a todos aquellos a quienes afecta, tanto a estudiantes y personal no docente como a los demás interlocutores posibles fuera del ámbito universitario. Al precio, desde luego, de provocar divisiones y oposiciones en el seno de la mítica "comunidad universitaria", cuya supuesta unidad escamotea todo tipo de divisiones sociales y de desacuerdos políticos que la atraviesan. Cuando cada vez más enseñantes e investigadores son llamados a vivirse como asalariados de la empresa universitaria, lo que escribían Bourdieu y Passeron a propósito de los estudiantes vale para el conjunto de esta "comunidad" imaginaria: "Más parecido al agregado sin consistencia que al grupo profesional, el medio estudiantil presentaría todos los síntomas de la anomia si los estudiantes no fuesen más que estudiantes y no estuvieran integrados en otros grupos (familia o partidos)" 17.

¿Para quién y ante quién compromete a la Universidad, como componente del espacio público (o como "espacio público opositor" 18), el principio de responsabilidad falazmente proclamado por la ley LRU? En los años 60, el proyecto de Universidad Crítica de Berlín, inspirado en la Escuela de Francfort, recordaba que la legitimidad del saber no reside en el saber mismo, sino en sus funciones sociales; y que "el trabajo científico es inconcebible sin una reflexión libre sobre las condiciones políticas de ese trabajo y sin una definición crítica y práctica del lugar de la Universidad en la sociedad". En el apogeo de sus luchas reivindicativas estudiantiles, el movimiento estudiantil se manifestaba en 1963 en París bajo la pancarta: "La universidad que queremos es la de todos los trabajadores".

Una universidad de más de dos millones de estudiantes (¡31 millones en el conjunto de países afectados por el proceso de Bolonia!) no puede concebirse como una universidad de élite, o como un santuario de gratuidad en un océano de competencia encarnizada y de cálculo egoísta. Con la segunda masificación de los años 90, el lugar de las disciplinas clásicas se ha reducido en beneficio de numerosas ramas técnicas o administrativas, especializadas y "profesionalizadoras"19. Sería más erróneo que nunca tomar la parte por el todo y confundir las únicas "humanidades" de antaño con la universidad en su conjunto, corriendo el riesgo de aislar a las "humanidades" de los otros saberes, y de introducir nuevas divisiones entre personales universitarios. Después de todo, la actividad de pensamiento es sólo una de las modalidades de la actividad humana y de la producción social de los saberes. No podemos imaginar el futuro de la Universidad según el modelo de una vasta UFR [Unité de Formation de Recherche, componente del sistema universitario francés que asocia departamentos de formación y laboratorios de investigación] de artes y filosofía, y los propios estudiantes de artes o de filosofía no pueden vivir sólo de belleza, de conceptos y de agua fresca.

Por el contrario, intentando considerar las cosas con realismo, el Areser asignaba a la Universidad la doble tarea de formar "ciudadanos instruidos" pero también "trabajadores competentes", con "verdadera formación y verdaderos diplomas”. Los autores reconocían haberse metido en "el terreno de la política, hasta el punto de sustituir, al menos sobre el papel, a las instancias ejecutivas y legislativas y haber actuado como legisladores". Pretendían hacerlo, desde luego, "estrictamente como intelectuales autónomos". Equivalía a reconocer la heteronomía del campo universitario, al tiempo que reivindicaba la autonomía del intelectual en nombre del cientifismo de su trabajo para sostener la propuesta de una "autogestión racional del sistema de enseñanza" 20. ¿Una ambición delirante? -se preguntaban los autores. El infierno liberal está empedrado de las mejores intenciones democráticas: cuando las relaciones de fuerzas juegan a favor del capital, la patronal dicta los criterios de competencia y determina el valor de los diplomas. La soñada autogestión racional se transforma entonces en pesadilla burocrática, bajo la doble tutela del Estado y de los mercados.

¿Universidad abierta o cerrada?

Péguy oponía el "fuera" de la Universidad, el viento de la altamar social, a su "dentro" confinado y polvoriento. En 68 nosotros queríamos la apertura a la sociedad, en nombre del necesario paso "de la crítica de la universidad burguesa a la crítica de la sociedad capitalista". Con la contra-reforma liberal y el deterioro de las relaciones de fuerzas, esta apertura a la vida se ha pervertido en apertura al mercado.

Geoffroy de Lagasnerie recuerda que "los grandes heréticos" (Deleuze, Foucault, Derrida, Bourdieu), favorecieron en los años 60 la insurrección de los saberes contra el conservadurismo institucional universitario o contra la máquina de reproducir herencia y herederos. Al cambiar los vientos de la reforma, a final de los años 70 defendieron la restauración de las prerrogativas de la fortaleza universitaria frente al asalto concurrencial de los medios de comunicación y de los doctrinarios21. Situando la fuente del pensamiento crítico y creador tan pronto fuera como dentro del espacio universitario, habrían contribuido a perpetuar el torniquete infernal "dentro/fuera" en lugar de cuestionarlo. Estas oposiciones entre el interior y el exterior, la ciencia y la opinión, el trabajo y la impostura, repiten hasta el infinito la escena original de la confrontación entre el filósofo y el sofista.

Enfrentando a Bourdieu con Bourdieu, Lagasnerie ve en su defensa tardía de la institución -ese "gesto crítico vuelto en su contrario" - una reacción corporativa ante la amenaza de decadencia y de desclasamiento del cuerpo enseñante. Se supone que el "derecho de entrada", inherente a la autonomización del campo universitario, garantizaría un espacio de discusión donde la verdad científica es capaz de emerger gracias al reconocimiento de los semejantes. Para Lagasnerie, esto sería subestimar el efecto de reproducción social ligada a criterios de evaluación que mezclan títulos y competencias, fetichizan el diploma, reconducen el círculo vicioso del reconocimiento mutuo (santificado hoy día por la bibliometría y la contabilidad de las citas). El juicio de los semejantes es más el de los "reproductores sobre los productores", que el de los productores sobre los productores; y el proceso de autonomización de la institución va acompañado de efectos de censura, de connivencia, de profesionalización y de cierre a una legitimidad bajo garantía estatal. Es el Estado quien, en última instancia, traza la frontera entre el dentro y el fuera del espacio universitario.

La crítica parece pertinente, pero no tiene lo suficiente en cuenta el contexto de la lucha y de la resistencia. De manera que la conclusión en forma de "elogio de la heteronomía" vuelve a caer en la oposición simplista que pretendía superar: cuando la Universidad "favorece los saberes conservadores", son "los excluídos, los rechazados a los márgenes" quienes estarían en las mejores condiciones para "introducir innovaciones heréticas". Como si los conservadurismos, los efectos ideológicos, las rutinas no operasen también "fuera", como si "la insurrección de los saberes sometidos", predicada por Michel Foucault sólo pudiera estallar fuera, y como si la producción social de saberes no tuviera múltiples fuentes y recursos, entre los que se incluye en especial los de la universidad, a condición de oponerse paso a paso a la lógica dominante, en materia de programas, de pedagogía, de división del trabajo.
Inspirado en una conferencia dada en 1998, el ensayo de Derrida sobre La universidad sin condiciones , parece orientarse en una dirección opuesta, declarando de entrada su "fe en la Universidad" y "en las Humanidades de mañana" 22. Debería reconocerse a la Universidad "una libertad incondicional de cuestionamiento y de propuesta, o más aún, el derecho a decir públicamente todo lo que exige un pensamiento de la verdad", porque "hace profesión de verdad" y "promete un compromiso sin límite con la verdad". Derrida sabe que esta idea de verdad se presta a muchas polémicas, pero eso se discute, lo dice él, justamente "de manera privilegiada" en la Universidad. Este privilegio de origen incierto es concedido específicamente dentro de la Universidad a los "departamentos que pertenecen a las Humanidades". Habría por tanto en la Universidad un sancta sanctorum donde residiría el alma de la verdadera institución, "un último lugar de resistencia crítica" , un santuario protector del "principio de resistencia incondicional" a todos los poderes estatales, económicos, religiosos, que "limitan la democracia por venir".

Derrida reconoce que esta "independencia incondicional", concebida como "una especie de soberanía, un especie muy original, una especie excepcional de soberanía", nunca ha existido. Como soberanía "por venir", sin embargo, constituiría una clase de horizonte regulador necesario para distinguir "la universidad stricto sensu" de todas las instituciones de enseñanza y de investigación "al servicio de intereses económicas de todo tipo". Esta universidad stricto sensu corre el gran riesgo de mostrarse muy restrictiva y de rechazar a su exterior muchas producciones, transmisiones y prácticas de los saberes.

Cuando el proceso de Bolonia apenas se iniciaba, la alerta lanzada por Derrida no dejaba de ser lúcida y pertinente. Ya que "algo" estaba "llegando a la universidad" clásica-moderna y a sus humanidades, algo que " trastorna sus definiciones", de igual manera que "algo grave" estaba también "llegando a lo que llamamos trabajo". Derrida se apresuraba a precisar que se trataba de defender la universidad, "no para encerrarse en ella", sino para "encontrar el mejor acceso a un nuevo espacio público transformado por las nuevas técnicas de comunicaciones, de información, de archivo y de producción del saber". Pues él dudaba de que "nunca se haya sabido identificar un dentro de la universidad, esto es, la esencia propia de la universidad soberana". La limitación de poder decir públicamente todo lo que se crea verdadero, pero "sólo en el interior de la universidad", en efecto, "nunca ha sido mantenida y respetada, ni de hecho ni de derecho". Y la transformación del ciberespacio público la hace aún más "arcaica e imaginaria que nunca".

No por ello, insistía sin embargo Derrida, este espacio académico debe dejar de subsistir "simbólicamente protegido por una especie de inmunidad absoluta, como si su interior fuese inviolable". La sutileza del "como si..." permite esquivar la contradicción sin superarla. La universidad ideal " por venir" "sería la que siempre habría debido ser o pretendido representar, esto es, desde su principio y en principio, una cosa y una causa autónoma, incondicionalmente libre en su institución, en su palabra, en su escritura y en su pensamiento" . Por lo que esta idea debe "ser profesada sin cesar, y sin que nos impeda dirigirnos al exterior de la universidad" . Dirigirnos para dar, ¿pero también para recibir?

Dentro/fuera, ¡no salimos de ahí! En su frontera incierta, "la universidad está en el mundo que ella intenta pensar". No es, por tanto, ni fuera ni dentro, sino "en esa frontera donde debe negociar y organizar su resistencia. Y asumir sus responsabilidades. No para encerrarse y para reconstruir el fantasma abstracto de soberanía, cuya herencia teológica o humanista tal vez deberá deconstruir, o al menos comenzar a hacerlo. Sino para resistir efectivamente aliándose con fuerzas extra-académicas"24. Porque "la universidad sin condiciones no se sitúa necesaria ni exclusivamente en el recinto de lo que hoy día se llama la unversidad: busca su lugar en cualquier parte donde esta incondicionalidad puede anunciarse".

¿A qué se da hoy día el nombre de Universidad?

Se plantea por tanto la cuestión de qué se entiende hoy por Universidad, y de su especificidad respecto a las escuelas, institutos, colegios y otras instituciones a cargo de la trasmisión de los saberes y de las técnicas. Para defender la universidad, existe la gran tentación de reducir su perímetro a las "humanidades", aunque se amplien a las "humanidades por venir" propuestas por Derrida, y "externalizar" todo tipo de ramas y de formación, con el riesgo de reforzar una división arbitraria entre "mundo del espíritu" y saberes prácticos.

"Lo que en Francia, por comodidad, por hábito y por imitación de los países vecinos, se denomina la universidad no existe realmente, si damos a esta palabra el sentido que tiene en la mayor parte de los países de Europa. Fuera de Francia, una universidad es en general una institución enciclopédica que dispone de un real margen de maniobra en materia de personal y de presupuesto" y "se sitúa en un entorno de concurrencia relativa" , recordaba el Areser 25, inquietándose de que , "por el hecho de su especialización relativa -que viene a remitir a aberraciones ligadas a los conflictos políticos posteriores a Mayo 68 en las antiguas facultades-, las universidades francesas, como establecimientos supuestamente autónomos, se presentan con armas desiguales en el mercado de las formaciones" (sic). Los autores concluían sin embargo con la necesidad de organizar la resistencia apoyándose en lo que podía sobrevivir de independencia académica: "Con el hundimiento de este lugar de concurrencia y de cuestionamiento de los saberes que sigue siendo todavía la enseñanza superior, desaparecerá una forma irremplazable de espíritu crítico y cívico, de espíritu cívico crítico, atrofiando cualquier reflexión general capaz de superar los límites de las especializaciones disciplinarias y de las competencias económicamente funcionales, y privando a una parte de la juventud de esta distancia crítica respecto a su destino social que es la condición de una vida cultural instruída y de una participación activa en la democracia".

Para defender esta distancia crítica, mejor que aislarse en la ciudad universitaria prohibida, sería necesario aliarse con las "fuerzas extra-académicas" de las que habla Derrida. ¿Pero cuáles? Contra los imperativos mercantiles y los controles burocráticos, las fuerzas críticas en el seno de la universidad deberían intentar ligarse con todos los núcleos de producción de conocimiento: movimientos sociales, sociedades, clubs, editores, librerías independientes, para cooperar a la reconfiguración de un espacio público laminado por el horror económico de la lógica neo-liberal25. O dicho de otra forma, oponer una heteronomía cooperativa libremente elegida a la heteronomía mercantil impuesta, asumir con la claridad las "ramificaciones exteriores" que, según Foucault, conectan la universidad, no sólo con los campos mediáticos, editoriales, militantes, sino también con el campo social y el campo político.
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Fuente: http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/?x=2565

Artículo publicado en el nº 3 (nueva serie) de ContreTemps , 3ª trimestre de 2009.

Traducción: Redacción de VIENTO SUR
Notas

1. Areser (Asociación de reflexión sobre las enseñanzas superiores y la investigación), Quelques diagnostics et remèdes urgents pour une Université en péril [Algunos diagnósticos y remedios urgentes para una Universidad en peligro], París, Liber-Raisons d’agir, 1997, p.21. Entre los universitarios consultados por este diagnóstico figuraba... Laurent Bastch, actual presidente de la Universidad de París Dauphine y celoso defensor de la ley LRU.
2. Daniel Bensaïd y Camille Scalabrino, Le deuxième souffle. Problèmes du mouvement étudiant [El segundo aliento. Problemas del movimiento estudiantil], París, Cahiers rouges Maspero, 1969, p.46-48.
3. “Por un modelo europeo de enseñanza superior”, encargado el año anterior a Jacques Attali por Claude Allègre.
4. Le Monde, 15 de noviembre de 2007. « Hay que decir una y otra vez, escribía dos días más tarde Alain Renaut, que una sociedad modernizada es una sociedad en la que el Estado sabe imponer ciertos límites a su potencia, a la potencia pública, y donde, de cada una de estas limitaciones, surge un sector más autogestionado” (Le Monde, 17 de noviembre de 2007). Los huelguistas obstinados, desde presidentes universitrios al personal Biatoss, tal vez aprecien las delicias de esta versión pécressiana [Pécresse nombre del ministro autor de la ley LRU] de la autogestión.
5. Le Monde, 3 de febrero de 2009.
6. Guy Debord, Œuvres [Obras], Quarto Gallimard. 2006, p.733.
7. Aringoli, Calella, Corradi, Giardulio, Gori, Montefusco, Monella, Studiare con lentezza. L’universita, la precarieta et il ritorno delle rivolte studentesche [Estudiar con lentitud. La universidad, la precariedad y el retorno de las revueltas estudiantiles], Edizioni Alegre, Roma. 2006.
8. Judith Carreras, Carlos Sevilla, Miguel Urban, €uro-Universidad, Mito y realidad del proceso de Bolonia, Icaria, Madrid, 2006.
9. Le deuxième souffle [El segundo aliento], op.cit.
10.K. Marx, Grundisse, II, Paris, Editions sociales, 1980. Ver a este respecto Ernest Mandel, Les étudiants, les intellectuels et la lutte de classes [Los estudiantes, los intelectuales y la lucha de clases], París, La Brèche, 1979.
11. Ver en este sentido en la web www.contretemps.eu los "Pequeños consejs a los enseñantes-investigadores que quieran superar su evaluación", por Grègoire Chamayou
12. Daniel Bensaïd, Les dépossédés [Los desposeídos], París, La Fabrique, 2006.
13. Le Monde, 26 de febrero de 2009.
14. Péguy, Oeuvres [Obras], París, Pleïade Gallimard, tomo III, p. 315.
15. Se hace eco de ello el texto de Plinio Pardo, Le principe d'Université [El principio de Universidad], consagrado a "defender el derecho incondicional a la libertad de investigar y de enseñar": "La autonomía del pensamiento crítico, la responsabilidad ante ésta, y la exigencia ética de la que es indisociable (la búsqueda de una vida que valga) requieren que se preserve absolutamente en la Universidad una zona de actividad, de experimientación, de investigación y de enseñanza no finalistas: gratuitas, desinteresadas, no utilitarias, no funcionales, no rentables. Es la esencia de lo que se llama Universidad”. Libro que aparecerá en otoño de 2009 en Éditions Lignes. Una primera versión está disponible en la web de este editor.
16. Ver web de París-8 filosofía: www.univ-paris8.fr.
17. P. Boudieu y J.. Passeron, Les Héritiers [Los herederos], París, Minuit, 1965, p.60.
18. Según la fórmula de Oskar Negt. Ver el dossier "Fuego en la universidad", en el nº 11 de la Revue internationale des lettres et des idées, mayo 2009.
19. Ver Christophe Charle y Charles Soulié (dir.), Les ravages de la modernisation universitaire en Europe [Los estragos de la modernización universitaria en Europa], París, Syllepse, 2007.
20. Areser, op.cit., p. 9 y 10.
21. Geoffroy de Lagasnerie, L'empire de l'université [El imperio de la universidad], París, Amsterdam, 2007. Lagasnerie recuerda también el contexto intelectual de este giro: el poderoso ascenso de un marketing filosófico que viene ilustrado por los "nuevos filósofos" (Deleuze), la proliferación de "obras de opinión" en detrimento del trabajo serio (Foucault), la promoción de "productores desclasados" sustraídos al juicio de sus semejantes (Bourdieu)
22. J. Derrida, L'université sans condition [La universidad sin ciondiciones], París, Galilée, 2001.
23. Ibid. p. 78
24. Areser, op.cit., p. 13.
25. Ver Wendy Brown, Les habits neufs de la politique mondiale [Los nuevos hábitos de la política mundial], París, Les Prairies ordinaires, 2007.


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La Revolución Bolivariana sólo puede triunfar expropiando a los capitalistas

Prólogo a la edición venezolana de El Programa de Transición de Trotsky

Alan Woods
El Militante


El pasado 22 de abril el Presidente Chávez dedicaba parte de su programa Aló Presidente a destacar la importancia del “Programa de Transición”, que hoy publicamos la Corriente Marxista Revolucionaria (CMR) y la Fundación Federico Engels de Venezuela.

Chávez llamaba a todos los revolucionarios al estudio del “Programa” y resaltaba la absoluta vigencia para el momento actual de la revolución bolivariana de este documento, escrito hace casi 70 años, en 1938, por León Trotsky . No es casualidad que el escrito de Trotsky haya despertado el interés de Hugo Chávez. El tema central del Programa de Transición, como el Presidente también destacó, es la contradicción entre la madurez de las condiciones objetivas (económicas, sociales, políticas) para la victoria de la revolución socialista y la ausencia de una dirección al frente de las masas, y particularmente de la única clase que puede construir el estado revolucionario y edificar el socialismo: la clase obrera, con un programa que haga a esta clase consciente de su enorme fuerza potencial y de las tareas que necesita llevar a cabo para acabar con el capitalismo.

A lo largo de las páginas del “Programa de Transición”, Trotsky demuestra que la división entre el llamado “programa mínimo” (conjunto de reivindicaciones inmediatas que, según el postulado clásico de la socialdemocracia, era posible alcanzar bajo el capitalismo) y el “programa máximo” (las reivindicaciones socialistas), carece de sentido en la actual fase imperialista del capitalismo, caracterizada precisamente por una decadencia senil del sistema que reduce de modo cada vez más dramático el margen para que las condiciones de vida de las masas puedan mejorar de forma significativa y duradera sin acabar con el modo de producción capitalista.
La revolución bolivariana sólo puede triunfar expropiando a los capitalistas

En la etapa de decadencia senil del capitalismo, y máxime en medio de un proceso revolucionario como el que hoy vivimos en Venezuela, la reivindicación más mínima: un salario digno, la defensa de un sistema de salud o educación público y de calidad, las pensiones, la propia lucha por objetivos proclamados por el Presidente Chávez como construir una genuina democracia participativa, o conquistar la soberanía alimentaria, un desarrollo endógeno y solidario, etc. chocan inevitablemente con los límites del capitalismo. Los capitalistas sólo pueden seguir acumulando beneficios a costa de incrementar hasta extremos intolerables la explotación de los trabajadores, y no sólo en los países coloniales y semi-coloniales, también en los países más avanzados.

El desarrollo de la propia revolución bolivariana hasta el momento es el mejor ejemplo de como en el marco del capitalismo es imposible avanzar un solo paso. La revolución, en sus primeros años, intentó desarrollar algunas de las tareas clásicas de la revolución democrático-nacional y conquistar mayores cotas de justicia social sin plantear el socialismo. El resultado fue el golpe de abril de 2002 y más tarde el paro patronal. El resultado sigue siendo actualmente el saboteo económico de los capitalistas y la desestabilización.

La vigencia de la idea planteada por León Trotsky hace 70 años de que, en una situación como la que hoy vivimos, resulta imposible separar las reivindicaciones mínimas e inmediatas de la lucha por construir un estado revolucionario y expropiar a los capitalistas la constatamos los trabajadores venezolanos cada día. Luchas que empiezan por los cesta-ticket; o, como en Sanitarios Maracay (empresa tomada y puesta a funcionar bajo control obrero por sus propios trabajadores), exigiendo ropa de trabajo adecuada, unas condiciones de seguridad mínimas y otros derechos elementales; obligan a los trabajadores a tener que tomar y poner a producir ellos mismos la empresa ante la amenaza de cierre o el abandono de la misma por parte del patrón. La lucha reivindicativa se transforma rápidamente en lucha por ver quien tiene el poder y el control de la empresa y esto, en última instancia, plantea la cuestión de quien manda en el estado y en la sociedad.

La revolución venezolana sólo podrá cumplir sus objetivos superando el capitalismo y construyendo el socialismo, como ha dicho el propio Chávez. A la hora de realizar esta tarea el “Programa de Transición” se torna arma imprescindible y referencia obligada. Algunos dirigentes y sectores del movimiento bolivariano plantean que la construcción del socialismo del siglo XXI es posible manteniendo la propiedad privada de la gran mayoría de los medios de producción en manos privadas, que la tarea de construir el socialismo abarcará varias generaciones antes de poder plantearse siquiera la estatización de los principales medios de producción. Muchos de los que defienden estas ideas utilizan como excusa para justificar su posición que la clase obrera venezolana, según ellos, no tiene madurez ni conciencia suficientes para construir un estado revolucionario y afrontar la gestión directa de los medios de producción.
La “madurez de las masas” y el Programa de Transición

El Programa de Transición responde también a estas ideas. Tal y como plantea Trotsky, el Programa representa un puente entre las necesidades inmediatas de las masas y la necesidad objetiva que tiene la sociedad de avanzar hacia el socialismo como único modo de dar genuina satisfacción a esas necesidades y al conjunto de las expectativas revolucionarias de los trabajadores y todos los demás oprimidos. Este puente parte de las necesidades de las masas y toma en cuenta su conciencia actual a la hora de cómo explicar de una manera más o menos pedagógica cuáles son las tareas pero no para decidir cuáles son esas tareas ni para adaptarse pasivamente a la conciencia. El objetivo del programa es precisamente hacer avanzar la conciencia y confianza en sí misma de la clase obrera, hacerla plenamente consciente de su fuerza y sus tareas históricas, movilizarla y ayudarle a ponerse a la altura de las mismas.

“El Programa debe explicar las tareas objetivas de los trabajadores y no reflejar su atraso político. El programa debe dar cuenta de la sociedad tal como es, porque el mismo es un instrumento para luchar contra el atraso en la conciencia y vencerlo (…) Nosotros no podemos fijar los plazos o modificar las circunstancias que no dependen de nosotros. No podemos garantizar que las masas resolverán la crisis, pero debemos reproducir la situación y mostrarles sus tareas tal como se presentan: esta es la tarea del Programa. Otra cuestión es saber como presentar el programa a los trabajadores. Es una cuestión de pedagogía y vocabulario, de elección de términos…” (Discusiones sobre el Programa de Transición, Discusión de los miembros del SWP con Trotsky sobre la “Agonía del capitalismo”)

La tarea de una organización revolucionaria armada con el Programa de Transición es transformar el proceso inconsciente e inacabado de toma de conciencia de las masas en un programa acabado y un plan consciente para tomar realmente el poder, sustituir el estado capitalista por un genuino estado revolucionario y expropiar a los capitalistas.
El Programa de Transición hoy para la revolución bolivariana

El Programa de Transición al Socialismo que defendemos hoy los jóvenes y trabajadores agrupados en la Corriente Marxista Revolucionaria dentro del PSUV, de la UNT, del Frente Revolucionario de Trabajadores de Empresas en Cogestión y Ocupadas (FRETECO) y del conjunto del movimiento revolucionario de nuestro país es muy similar al planteado por Trotsky. En primer lugar pensamos que el eje central para hacer avanzar la revolución y poner a la clase obrera al frente de la misma es que el proceso de tomas de empresas que llevó e 2005 a la expropiación por parte del Presidente Chávez de Venepal y CNV y la creación de Invepal e Inveval continúe.

El eje central de la actuación de la UNT debe ser organizar una Conferencia Nacional de Trabajadores con la participación de todas las corrientes de la misma cuyo fin sea organizar un plan para la toma de empresas y tierras abandonadas o infrautilizadas y demandar al gobierno su estatización bajo control obrero. Esto debe hacerse en unidad de acción con los trabajadores de las empresas recuperadas o tomadas actualmente ,organizados en el FRETECO, y a los campesinos del Frente Nacional Campesino “Ezequiel Zamora” , que están denunciando el cierre y abandono de mataderos, centrales azucareras, etc y el saboteo de muchos de los que permanecen abiertos y que se niegan a comprar la cosecha a los campesinos a precios dignos.

“Fábrica cerrada, fábrica ocupada y puesta a funcionar por los trabajadores”, como ha dicho el Presidente Chávez. Nosotros decimos, además, que para hacer esto posible cada fábrica tomada debe ser expropiada y estatizada bajo control de los trabajadores. La experiencia de Invepal e Inveval demuestra dos cosas:

a) lo que ha funcionado en la cogestión son las ganas de participar de los trabajadores b) lo que ha fallado es el saboteo de sectores importantes de la burocracia del estado y el hecho de que estas empresas, pioneras de un nuevo modelo productivo rumbo al socialismo (como planteó en su día el Presidente) no pueden desarrollarse de forma aislada y abandonadas a su suerte. Es imprescindible abordar de manera urgente la expropiación de todas las empresas abandonadas, infrautilizadas y ocupadas y establecer un Plan Nacional de Desarrollo Endógeno Rumbo al socialismo, con la participación de los Consejos de Trabajadores y comunales, que las englobe a todas y las vincule con las empresas del estado. Ese plan sólo puede funcionar si las palancas fundamentales de la economía (la banca, los grandes monopolios privados nacionales o extranjeros –SIDOR, Grupo Polar, etc- y las tierras) son nacionalizadas y estatizadas bajo controlo obrero y social.

Junto a esto, para luchar contra el desabastecimiento y especulación, el burocratismo y el saboteo, tanto en el sector público como en el privado, y para construir el estado revolucionario que necesitamos, es imprescindible desarrollar Consejos de Trabajadores, formados por delegados elegibles y revocables en todo momento, tanto en las empresas públicas como en las privadas. El objetivo de estos Consejos debe ser desarrollar el control obrero de la producción y empezar a avanzar hacia la gestión de las empresas por los trabajadores. En el sector alimentario es especialmente urgente desarrollar estos Consejos y que en colaboración con los Consejos Comunales implementen el control obrero y social como único modo de combatir efectivamente el acaparamiento, desabastecimiento y saboteo económico.

Los Consejos de Trabajadores tanto de las empresas públicas como privadas deberían vincularse entre sí y con los Consejos Comunales a escala local, estadal y nacional en una Asamblea Nacional de Consejos Obreros y Comunales. Esta es la única forma de poder generar la estructura de un estado revolucionario, basado en el poder obrero y popular (comunal) que, tal y como planteaba el Presidente Chávez en su discurso de toma de posesión, pueda sustituir al Estado actual que –como él dijo- sigue siendo “capitalista, burgués”.

Estas medidas deberían acompañarse con otras incluidas en el Programa de Transición como la escala móvil de salarios (por encima de la inflación) y horas de trabajo, la conformación de milicias obreras y populares para defender la revolución, etc.

El punto de partida del Programa de Transición escrito por Trotsky es precisamente que el factor fundamental que impedía a la clase obrera cumplir sus tareas históricas en los años 30, esto es, ponerse al frente de la revolución y abordar la construcción de un estado obrero revolucionario basado en los Consejos Obrero y la expropiación y estatización de los principales medios de producción (banca, monopolios y latifundios) bajo control obrero era la ausencia de una dirección al frente del movimiento obrero con un programa que plantease de forma clara, concreta y directa esas tareas y mostrase al conjunto de los trabajadores como llevarlas a cabo.
El papel de la dirección

Esta idea brillante de Trotsky ha llamado la atención de Chávez con razón. Ni siquiera la simple enunciación de las tareas revolucionarias resuelve el problema de tomar efectivamente el poder, llevar a cabo esas tareas y alcanzar la transformación de la sociedad. Más bien, plantea la cuestión en toda su crudeza. En todos los casos en que la vanguardia obrera, los trabajadores más avanzados y conscientes, no han sido capaces de arrancar la dirección del movimiento de masas de las manos de los reformistas mediante un método y un programa correctos la revolución ha sido derrotada. Chávez cita a Trotsky cuando -haciendo referencia a la situación en Europa en el momento de escribir el Programa de Transición- dice que si las condiciones objetivas para el socialismo están maduras, pero falta una dirección revolucionaria al frente del movimiento obrero que ofrezca el programa, las ideas y los métodos necesarios para aprovechar esa oportunidad histórica, esas condiciones pueden empezar a pasarse e incluso a pudrirse.

Esto fue lo que ocurrió en Italia, Alemania o España en los años 30. Las políticas reformistas de los socialdemócratas y estalinistas –y los errores ultra-izquierdistas- dejaron a la clase obrera sin dirección. Las situaciones revolucionarias, enormemente favorables, que existían en estos países fueron desaprovechadas y el resultado fue la victoria de la contrarrevolución bajo la forma del fascismo. El peligro de la contrarrevolución no ha sido superado ni derrotado aún por nuestra revolución. La burocracia, el reformismo, la desconfianza hacia las fuerza de la clase obrera para ponerse al frente de la revolución y cumplir su misión histórica representan hoy, junto con el peligro cada vez más presente del sectarismo y el ultra-izquierdismo, una brecha dentro del campo revolucionario por la que puede empezar a entrar el “caballo de Troya” de la contrarrevolución.

La correlación de fuerzas en Venezuela sigue siendo enormemente favorable a la clase obrera pero la revolución no será irreversible hasta que los jóvenes, trabajadores y luchadores populares más conscientes y avanzados no nos unamos entorno a las idas y métodos del marxismo y nos dotemos de un “Programa de Transición” capaz de ganar la mayoría dentro del PSUV, así como en el movimiento obrero organizado en la UNT y en el conjunto del movimiento revolucionario y llevemos a cabo la edificación de un estado revolucionario y la estatización de los principales medios de producción, como paso imprescindible hacia la planificación democrática de la economía y el inicio de la construcción del socialismo.

Fuente: http://www.colombia.elmilitante.org/teoria-marxista/historia/116-programa-de-transicion-de-leon-trostky.html


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