sábado, 29 de agosto de 2009

"La izquierda debería estar haciendo su tarea"

Entrevista con Alejandro Nadal, economista, profesor investigador del Centro de Estudios Económicos y colaborador de La Jornada

Salvador López Arnal
El Viejo Topo


Alejandro Nadal es economista doctorado en París. Profesor investigador del Centro de Estudios Económicos y de “El Colegio de México”, colabora semanalmente en el cotidiano mexicano de izquierda La Jornada. Los temas que cubre desde hace años abarcan un amplio arco: economía del cambio técnico, con intervenciones sobre tecnología industrial, nuclear (militar y civil), tecnología pesquera, agrícola; teoría económica pura (equilibrio general, Marx, Ricardo-Sraffa, etc) y teoría y práctica macroeconómica. Muchos de sus artículos han sido reproducidos en páginas electrónicas como www.rebelion.org o sinpermiso.info. Además, Nadal es miembro del consejo editorial de Investigación Económica, una excelente revista de ciencias sociales dirigida por el economista mexicano Ignacio Perrotini. Nadal dirige actualmente un proyecto multinacional sobre política macroeconómica y medio ambiente en Argentina, Brasil, Ecuador, Costa Rica y México

¿De qué crisis hablamos cuando hablamos de la crisis? ¿De una abisal crisis financiera, de una enorme crisis político-cultural del neoliberalismo, de una usual crisis de sobreproducción, de una crisis del sistema de producción mercantil mundial sin bridas limitadoras, de una crisis del capitalismo como sistema civilizatorio?

Estamos hablando de un cambio de época. El capitalismo probablemente no se va a acabar con esta crisis, pero los esquemas de crecimiento basados en la expansión del sector financiero no pueden continuar siendo su plataforma de acumulación.

Usted ha escrito: “Después de la tormenta, cuando el polvo se asiente, veremos que la economía y el sistema financiero globales habrán sufrido transformaciones profundas. Y la secuela pavorosa de quiebras, desempleo y desigualdad marcará el adiós definitivo a la retórica feliz sobre las virtudes de la globalización”. ¿Está en contra, pues, de la globalización de la economía, piensa que esa es una de las principales causas que explican la situación?

La globalización neoliberal es una quimera y una máquina ideológica. Se le ha utilizado para justificar la idea de que el Estado no debe intervenir en la economía. La globalización es la palabra que utiliza el capital para hacer creer que la expansión de los mercados y la ley de la mercancía son fenómenos naturales. Lo que hoy llamamos “globalización” es el engendro del colapso del sistema de Bretton Woods y es un sistema económico internacional enfermo. La base de este sistema es la idea de que lo único que pueden hacer los Estados nacionales para promover el pleno empleo es fomentar las exportaciones y eso implica imponer a los demás países la carga del desempleo.

Se ha señalado en ocasiones no infrecuentes que la idea de que la crisis financiera que atraviesa Estados Unidos sea debida a una anomalía en un segmento del sistema de préstamos hipotecarios está equivocada, que los créditos hipotecarios irresponsables y de mala calidad no hubieran sido capaces de generar por sí mismos una crisis de estas dimensiones. ¿Por qué?

Es correcto afirmar que la crisis no sólo se generó en el mercado de hipotecas de segunda clase por dos razones. Primero, las hipotecas de segunda fueron objeto de un proceso de comercialización financiera muy amplia, a través de la bursatilización y de su proyección en lo mercados de derivados. Debido al fuerte apalancamiento en estas actividades, eso hace que el peso de las hipotecas sea mucho mayor al que hubieran tenido de permanecer en el mercado hipotecario. Además, la crisis se origina en un proceso de muy largo aliento de endeudamiento que se refleja no solo en las hipotecas, sino en tarjetas de crédito, préstamos para automóviles, para estudiantes, etc. El endeudamiento en Estados Unidos es lo que está detrás de la crisis.

Sin olvidar otras aristas, ¿estamos presenciando el estallido y desarrollo de la peor catástrofe financiera desde 1930? ¿La peor crisis financiera en siete décadas extendida por todo el planeta?

Afirmativo. Esta es la peor crisis financiera y económica desde la Gran Depresión. No sólo es la más profunda, también es una crisis global.

Paradójicamente usted ha apuntado también que los mecanismos supuestamente diseñados para reducir el riesgo de una crisis sistémica son precisamente los que hoy constituyen la peor amenaza para la integridad del sistema financiero, bancario y no bancario. ¿A qué mecanismos se estaba refiriendo?

La expansión del sector financiero estuvo asociada a la llamada innovación financiera, es decir, a la generación de instrumentos que no existían con anterioridad. Entre ellos destacan los vehículos de inversión estructurada (los SIVs) y las deudas garantizadas por activos (los CDOs). En teoría, estos productos financieros debían servir para canalizar el ahorro hacia empleos eficientes y, además, para diversificar el riesgo. En realidad, lo que hicieron fue difundir y amplificar el riesgo a escalas astronómicas. Otra forma de decirlo es que la expansión del sector financiero adjudicó la tarea de evaluar el riesgo financiero inherente a actividades de alto apalancamiento a instituciones (las corredurías y calificadoras) que no estaban preparadas para hacerlo. Por esta razón, el riesgo se difundió de manera más intensa de lo que había pasado en otras épocas.

También usted ha señalado que la destrucción de capital que trae aparejada la crisis apuntaba una lección importante, demostraba, son sus propias palabras, “que detrás de los amables rituales y sofisticados gadgets con los que disfrazamos la realidad social, yacen fuerzas destructivas que algún día terminarán con todo”. ¿Con todo, dice usted? ¿No exagera? Por lo demás, ¿a qué fuerzas hacía usted referencia?

La crisis que estamos observando no se reduce a la problemática financiera y económica. No estamos amenazados sólo por la deflación y el desempleo, o en el futuro cercano, por la hiperinflación. También estamos sufriendo una crisis ambiental de primera magnitud. Estamos igualmente amenazados por la deforestación, la erosión de suelos, la sobre-explotación de acuíferos, el cambio climático, y la extinción masiva de especies que hemos provocado.

¿Dónde está afectando y dónde golpeará más las crisis en su opinión?

La crisis está afectando a todo el mundo. Claro, los pobres de todo el mundo, esa mitad de la población que vive con menos de 2.5 dólares diarios, van a seguir en lo mismo, en la lucha por la supervivencia. Las clases medias van a ver su base patrimonial seriamente afectada.

Usted defiende que lejos de ser enviado a un segundo plano, el tema de la destrucción ambiental debería estar al frente de la discusión sobre la salida de la crisis. Sin embargo, las cosas no parecen apuntar en esa dirección. Lo que importa, se dice, es salir de la crisis, sea como sea, y, además, de forma rápida. Usted ha citado el Programa de Naciones Unidas sobre medio ambiente (PNUMA), que se dio a conocer en octubre de 2008, pero no parece que ese programa esté en el puesto de mando de las decisiones gubernamentales ni en las agendas no propagandísticas de las grandes corporaciones.

Además he citado esa iniciativa del PNUMA para criticarlo. Esa iniciativa (la “Green Economy Initiative”) está basada en una premisa falsa. Supone que lo único que tenemos que hacer es cambiar nuestra tecnología y las cosas se arreglarán casi como por magia. Hay que tener edificios inteligentes, automóviles eficientes en energía, hay que invertir en fuentes renovables de energía, etc. El sector privado encontrará en esto oportunidades rentables muy favorables. La iniciativa descansa en esta idea de que si arreglamos nuestra tecnología, todo mejorará.

Pero si bien es cierto que una mejor tecnología puede reducir el impacto ecológico (o la huella ecológica), también es cierto que esto no es suficiente. No basta con cambiar la tecnología. Se necesita cambiar las relaciones económicas que existen hoy en día en el seno de esta etapa en la acumulación capitalista. No basta con tener autos eficientes y una mejor infraestructura si no modificamos las pautas de distribución del ingreso que existen a nivel nacional e internacional. No podemos dejar sin cambio los patrones de flujos de inversión y de comercio mundial. Todo eso, y otras cosas que sería largo enumerar, son la razón por la que existe la terrible desigualdad social que observamos en el planeta. Es obvio que si no cambiamos este marco macroeconómico, no nos vamos a acercar a la sustentabilidad.

¿Qué horizontes vislumbra usted ante la actual situación? ¿Qué salidas son esperables, no me atrevo a decir deseables?

Los pueblos deberán descifrar con precisión los contornos de esta crisis y de este cambio de época. En función de ese análisis, deberán fijar el rumbo a seguir. Esta es una época peligrosa. Pero una cosa ya saben los pueblos. El capital reprime cuando se siente amenazado. Y utilizará la violencia para defenderse, como lo ha hecho en el pasado.

Por su parte, me parece que muchos economistas no tienen una idea clara de lo que viene (muchos usan esquemas teóricos según los cuales esta crisis ni siquiera debería estar sucediendo).

Los principales rasgos de las salidas deseables pueden describirse sin demasiada dificultad en un esquema reformista. Por el momento se puede pensar en un esquema de mayor democratización y control social sobre los procesos productivos y sobre los circuitos financieros. Esto debe acompañarse de una serie de esquemas redistributivos de ingreso y riqueza. Además, es importante regular la actividad productiva para evitar el deterioro ambiental que está amenazando la biosfera.

En esta época de crisis, dada la correlación de fuerzas existentes, ¿en qué puntos deberían poner énfasis la izquierda política? ¿En las nacionalizaciones? ¿En el control del sistema financiero? ¿En el desarrollo sostenible del sector industrial? ¿En una agricultura menos extensiva?

En todos esos renglones. Pero no hay que olvidar: lo fundamental está en la macroeconomía. Y la izquierda siempre parece tenerle miedo a la macroeconomía. El único renglón que se relaciona con la macroeconomía en esta pregunta es el del sector financiero. Por supuesto que ese sector es fundamental. También lo es la redefinición de la política monetaria y cambiaria, y de la política fiscal. También hay que apuntar en la dirección de reformas profundas en el sistema financiero internacional.

¿La izquierda, en su opinión, debería hablar de socialismo en estos momentos? Si fuera así, ¿a qué sistema económico social se estaría apuntando, cuáles serían sus ejes esenciales? Lo que se necesita, ha afirmado usted, es descartar el modelo neoliberal para proceder con un diseño nuevo que realmente coloque a la justicia, la responsabilidad social y la integridad ambiental en el centro de las prioridades. Explíquenos algo de ese modelo que usted defiende.

La izquierda debería estar haciendo su tarea, analizando lo que está pasando y preparando un proyecto político viable. Hoy mucha gente cita a Keynes y lo adereza con citas de Marx. Es cierto que Keynes es un autor relevante para nuestro tiempo. Pero no hay que olvidar que este autor no hizo una crítica completa de la teoría económica de su tiempo. Y por eso fue recuperado y distorsionado en los años sesenta y setenta. Esto también nos dice que si hay algo que debemos evitar es leer a Marx sin cuestionarlo. El proyecto analítico de Marx es un trabajo trunco que adolece de múltiples errores. A pesar de que sus intuiciones y buena parte de su trabajo son sumamente relevantes y valiosos, Marx no pudo llevar a buen término su proyecto científico. Desde el problema de la transformación de valores en precios de producción, hasta los problemas en los esquemas de reproducción, el discurso de Marx presenta graves dificultades analíticas. Los marxistas se han encargado de empobrecer el análisis de Marx al leerlo como si fuera una especie de texto religioso. Sería bueno que dejaran de recitarlo como catecismo.

¿Cree usted que el capitalismo carga en sus entrañas con la semilla de su propia destrucción? ¿Qué semilla benefactora es esa? ¿Estamos entrando, pues, en el postcapitalismo?

La dinámica de la historia es incontenible y ningún sistema económico dura para siempre. En esto Marx tiene razón. La especificidad histórica del capitalismo es al mismo tiempo la fórmula de su destrucción. Ahora bien, no creo que esta crisis sea terminal y constituya el anuncio de que estamos entrando en una época post-capitalista. Lo que sí puede ser es que la redefinición del papel del estado en la conducción de la vida económica podría permitir la transición a un régimen más democrático y menos inhumano. Esto no está garantizado y sólo será el resultado de un largo proceso de lucha política.

Desde un punto de vista teórico, de ciencia económica, si queremos decirlo así, ¿puede afirmarse que la crisis actual ha significado la bancarrota científica del paradigma neoliberal, de su, digamos, programa de investigación teórico-político?

No, la bancarrota científica del paradigma neoliberal se produce mucho antes de esta crisis y se ubica en el callejón sin salida de la teoría económica, lo que Marx llamaba el discurso del capital. La idea de que los mercados son un dispositivo social que conduce a un equilibrio y que ese equilibrio es una asignación óptima de recursos es absurda, pero es lo que animó a la teoría económica del capital durante doscientos cincuenta años. Desde hace mucho se sabe que esa teoría es un discurso vacío. Los economistas que hemos estado criticando el discurso dominante en las universidades (sobre todo de la teoría de equilibrio general) sabíamos desde hace años que esa teoría tiene carencias fundamentales.

Los economistas han estado tratando de construir una teoría que pudiera demostrar que los mercados conducen a posiciones de equilibrio desde 1776, año en que Smith publicó la Riqueza de las naciones. Y todos los intentos fracasaron. El más importante y “sofisticado” es la teoría de equilibrio general. Y con ese edificio teórico no sólo no se pudo demostrar que las fuerzas de la competencia en el mercado conducían al equilibrio, sino que al final se pudo demostrar (en 1974, para ser precisos) que para alcanzar ese resultado sería necesario introducir supuestos súper restrictivos en el modelo. Y eso ya es algo serio, porque ya se sabía que el modelo de equilibrio general tenía otros defectos serios (una figura centralizadora de información, no toleraban la introducción de la moneda, etc.). Entonces, la bancarrota científica del discurso y modelo neoclásico es mucho anterior a la crisis, pero se pudo imponer en el plano ideológico, impulsado por el poder político, los medios y una vida académica cada vez más sometida al establishment.

La crisis actual es la prueba de que el modelo neoliberal en el plano de la política económica tampoco es consistente. Esto también es algo que el análisis de las crisis financieras de la última década nos había revelado.

¿Observa país en donde se esté trabajando a favor de una salida de la crisis que a usted le parezca razonable y justa?

Es posible que algunos países estén buscando enfrentar este problema de manera eficiente y justa. No sé cuáles. Veo muchos países con paquetes de estímulos fiscales que simplemente buscan regresar al punto en que se encontraban las economías antes de la crisis. Y los rescates a bancos tampoco son el anuncio de una transición a algo mejor.

También usted ha señalado que el astronómico estímulo fiscal planeado por la administración Obama no sólo será desperdiciado, sino que será el detonador de una debacle económica sin paralelo dentro de unos pocos años. ¿Por qué? ¿Es contrario a ese programa de ayuda pública?

Lo único que está haciendo el programa de Obama es inyectarle más liquidez a una economía enferma. En el mejor de los casos, eso simplemente va a posponer la debacle de esa economía y de su moneda, el dólar.

Usted ha criticado en alguna ocasión los comportamientos de lo que ha llamado la “la burocracia sindical”. Así, en el caso de Chrysler que cerró 28 plantas en Estados Unidos, despidió a 48.000 obreros y otros 20.000 empleados también perdieron su empleo, los trabajadoras más jóvenes y militantes fueron los primeros en ser despedidos, mientras la burocracia sindical era recompensada.¿Teme que la situación pueda volver a repetirse? ¿Cómo podemos combatirla?

Sí, la situación puede volver a repetirse. El ajuste va a pasar primero por sacrificar puestos de trabajo y por flexibilizar todavía más el mercado laboral. La democratización de los puestos de trabajo es una forma de evitar que suceda esto. Pero es algo que debió producirse en el pasado. Hoy lo que queda es una gran movilización política, de escala masiva y permanente, que impida que el costo de la crisis le sea endosado a los trabajadores.

Se ha afirmado, usted mismo lo ha hecho, que la pérdida de poder adquisitivo del salario es parte importante de los orígenes de la crisis actual, porque esa pérdida tuvo que ser compensada con endeudamiento privado para mantener los niveles de demanda efectiva. Una generación no tuvo más remedio que endeudarse para mantener sus niveles de consumo. ¿Cómo salir del círculo entonces si los salarios, como parece ser el caso, no paran de descender en muchos lugres de mundo, y no sólo en países emergentes o en países orillados, sino también en los centros del Imperio?

Es necesario revertir los efectos de la globalización neoliberal. Keynes vio con claridad que no es posible tener una economía mundial que esté basada en que cada economía nacional aviente a sus vecinos (cercanos y lejanos) su problema de desempleo y de falta de demanda efectiva. Eso hace daño a todos los países. Tarde o temprano explota la crisis.

Para usted la siguiente explicación es un cuento conciso y claro pero superficial: la codicia y la desregulación financiera generaron una burbuja especulativa, y cuando cayeron los precios de los bienes raíces, la burbuja reventó. En este proceso, los consumidores se tiraron una tremenda borrachera de consumo y la codicia de los bancos estadounidenses llevó a otorgar hipotecas a personas que no eran sujetos de crédito. Los activos tóxicos contaminaron bancos, corporativos y fondos de inversión en todo el mundo, lo que congeló el crédito interbancario, colapsó la demanda y vino la recesión. ¿Qué añadiría usted para que el relato no sea superficial?

Habría que explicar por qué se tiene un sistema económico que para crecer tiene que descansar en burbujas especulativas. Este es un tema delicado y quizás no tenemos espacio para aclararlo en esta entrevista. Lo cierto es que en un plano reformista, podemos decir que Keynes advirtió muy bien sobre este peligro y su solución consiste en mantener una política macroeconómica activa que permita contrarrestar la deficiente demanda efectiva en los ciclos de las economías capitalistas. Pero en la medida en que se consideró que la política macroeconómica distorsionaba el buen funcionamiento del mercado, esa visión fue abandonada. Hoy la crisis vuelve a recordar al capital que su forma de vida es una amenaza para la sociedad y la biósfera del planeta.

Por lo demás, ¿por qué los mercados no corrigieron los desequilibrios?

Los mercados no son dispositivos que “corrigen” desequilibrios. Si un equilibrio puede ser “corregido” por las fuerzas del mercado, se dice que ese equilibrio es “estable”. Pero hoy lo que sabemos es que ni siquiera es viable razonar en términos de posiciones de equilibrio. El capitalismo vive en la inestabilidad, en el desequilibrio, en la crisis. Es su forma natural de operar. Y Marx tenía razón al señalar que eso implica un enorme desperdicio de recursos.

Parafraseando a Marx, usted ha señalado que los pueblos no pueden regresar a ser niños, a menos que caigan en el infantilismo. Hay niños mal educados y otros, los obedientes, que se convirtieron en adultos prematuramente. Quizá sean preferibles las preguntas de los niños mal educados. ¿Qué preguntas deberíamos hacer entonces si somos niños maleducados?

Los pueblos hacen sus propias preguntas. Pero una cosa sí es clara. Hay que cuestionarlo todo. Hay que ir a las causas últimas de los procesos históricos. Hay que cuestionar al propio Marx. Insisto, hay que dejar de leerlo como catecismo religioso, eso ha empobrecido el análisis marxista.

viernes, 28 de agosto de 2009

Para una historia del pensar de los latinoamericanos

28-08-2009Portada :: Opinión


Ponencia presentada en el Coloquio Internacional "Con todos y para el bien de todos"

Guillermo Castro H.
Rebelión


Para Atilio Borón

El quehacer cultural latinoamericano, incluso restringido a las formas en que nuestras sociedades han reflexionado y reflexionan sobre lo que son y lo que desean llegar a ser, constituye un objeto de estudio de extraordinaria complejidad. Al respecto, basta el ejemplo de la intimidad de los vínculos – nunca meras correspondencias reflejas – entre las obras de José Carlos Mariátegui y César Vallejo; de Paulo Freire y Jorge Amado; de Ernesto Guevara y Alejo Carpentier, o de Aníbal Quijano y José Arguedas. No es de extrañar, así, que el sociólogo comunista Agustín Cueva, uno de los hombres más cultos de su generación, llegara a soñar con el proyecto de construir una bibliografía literaria que - desde el Facundo, de Sarmiento, hasta los Cien Años de Soledad, de García Márquez y La Casa Verde (pero no más allá), de Mario Vargas Llosa - , ayudara a conocer y comprender el desarrollo del capitalismo en América Latina en su socialidad.

Esta complejidad aconseja abordar la formación y las trasformaciones del pensamiento latinoamericano de nuestro tiempo en su doble carácter de estructura y de proceso, como nos enseñara a hacerlo el maestro Sergio Bagú. En esta tarea, la cultura, entendida – con Gramsci – como una visión del mundo dotada de una ética acorde a su estructura, resulta una categoría indispensable para encontrar organización y sentido en nuestro quehacer intelectual. Así, la cultura se presenta a un tiempo como una estructura de valores que se expresan en objetos y conductas característicos, y como un proceso cuyo desarrollo en el tiempo esa estructura contribuye a organizar.

En esa perspectiva, el tiempo pasa a ser una categoría fundamental para la organización de nuestro entendimiento. Por lo mismo, hay que tratarlo con especial cuidado, para evitar sobre todo la confusión entre el tiempo cronológico, vacío de significado social, y el histórico, que sólo encuentra en lo social su significado. Para el primero, el registro es lo fundamental. Un siglo empieza al iniciarse su primer año, y concluye cuando su año cien termina. Para el tiempo histórico, en cambio, lo esencial es la valoración – un hecho de cultura. De ese modo, Fernand Braudel podía referirse a un siglo XVI “largo”, que iba de 1450 a 1650, para designar el período de transición desde las viejas economías – mundo de la Europa medieval a la economía mundial organizada en centros, semiperiferias y periferias a la vez cambiantes y constantes, que aquella Europa creó para el desarrollo del capitalismo y de su propia modernidad.

Este conflicto de tiempos opera entre nosotros a partir de una singular combinación de circunstancias. Somos en efecto un pequeño género humano, como lo advirtiera en 1815 Simón Bolívar, constituido de modo original en el marco del proceso, más amplio, de la formación del sistema mundial, y expresamos como ninguna otra región del mundo las contradicciones y las promesas en que ese sistema involucró a la Humanidad entera.

En ese proceso de formación, destacan algunos hechos de especial influencia en la definición de nuestra modernidad. Uno, por ejemplo, es el de habernos constituido al interior del primer gran sistema colonial establecido por Europa en otro continente. Y esto incluye que seamos, también, producto de la forja de la colonialidad - tan ricamente analizada por Aníbal Quijano - que vino a servir de garantía cultural y política a ese sistema, operando como una mentalidad y como un criterio de relacionamiento social cuyo espíritu, diría Martí, sobrevivió a la caída de su orden de origen para seguir operando en las Repúblicas que lo sustituyeron.

Ese hecho colonial incluyó el mestizaje masivo al que concurrieron indígenas sobrevivientes a la catástrofe demográfica provocada por la Conquista europea; grandes masas de esclavos de origen africano, y trabajadores provenientes entre los grupos más pobres de múltiples sociedades de Europa y Asia. Y como consecuencia de ese orden, también, operaron aquí otros dos procesos de extraordinario significado histórico. Uno, la crisis y liquidación de aquel primer sistema colonial; el otro, la formación, en el territorio que hoy han llegado a ocupar los Estados Unidos, de la primera economía capitalista forjada sin las trabas ni los rezagos de ninguna sociedad anterior.

En esta perspectiva, cabe preguntarse por los puntos de contacto y de conflicto entre el tiempo cronológico y el histórico en lo que hace a la formación y las transformaciones de la cultura y el pensamiento social de la América Latina. Si por ejemplo fuera - como queremos aquí -, el siglo XX el de nuestra contemporaneidad y el XXI el de nuestro por venir, ¿cuándo concluyó, y cuándo se inició el XIX? Y el XVIII, ¿desde dónde venía, y hasta dónde llegó?

Para Francois – Xavier Guerra [1] , por ejemplo, el siglo XVIII se inicia en Hispanoamérica hacia 1750, con la Reforma Borbónica, y concluye con la disolución del imperio español en América entre 1810 y 1825. Se trata, pues, de un siglo “corto”, más vinculado a la Ilustración que al liberalismo europeo, y más cercano por tanto a Humboldt que al propio Adam Smith. Aún más breve podría ser el XIX, delimitado por lo que va de las guerras de independencia - en sus dimensiones civil y patriótica -, a las de Reforma, que definieron los términos en que vino a constituirse el sistema de Estados nacionales que harían viable una inserción nueva de Iberoamérica en el sistema mundial por entonces aúnen formación. En el plano de las ideas, este ciclo se inicia con la Carta de Jamaica, escrita por Simón Bolívar en 1815 para afirmar la legitimidad de la independencia de las colonias españolas de América, y encuentra su momento más alto en el ensayo Facundo Quiroga. Civilización o barbarie, de 1845, en el que Domingo Faustino Sarmiento estableció de una vez y para siempre el programa cultural que legitimó a esos Estados como agentes de aquella inserción.

El XIX hispanoamericano culmina de este modo hacia la década de 1880, con la creación y consolidación del Estado liberal oligárquico. Y esto no es poca cosa si se considera que, hasta mediados del siglo XX, la comunidad de Estados nacionales creados por reformas o revoluciones liberales permanecerá reducida a los existentes en Europa Occidental, Norteamérica, y la América nuestra – aquella de la que podía decir Martí que “De factores tan descompuestos, jamás, en tan breve tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas”. [2] De este modo, entre el XVIII y el XIX no hubo solo una diferencia de duraciones, sino también de énfasis, que en es te último se concentró en la construcción de realidades nuevas, antes que en la destrucción de estructuras del pasado. Y esa labor de construcción será el punto de partida de nuestra contemporaneidad.

Aquí, sin embargo, hay que hacer una importante salvedad. Como lo señalara el historiador panameño Ricaurte Soler, en la transición del siglo XIX al XX en nuestra América opera un factor externo de trascendencia aún mayor que la Reforma Borbónica en nuestro ingreso al XVIII. Ese factor consiste en el surgimiento del imperialismo como fase superior del capitalismo. Dicho proceso, que ya se hiciera sentir en la Conferencia de Berlín de 1884 para el reparto de los territorios africanos entre las potencias coloniales europeas, madurará con extrema rapidez en las primeras guerras imperialistas de fines del XIX y principios del XX – la hispano – cubana – norteamericana de 1898, y la de Inglaterra contra los Boers sudafricanos. Después, desembocará en la larga cadena de conflictos armados que va de la Primera a la Segunda Guerra Mundiales, hasta culminar con la conquista de la hegemonía de los Estados Unidos sobre el sistema mundial a partir de 1945.

El surgimiento del imperialismo, diría Soler, contribuyó a frustrar el contenido progresista de la Reforma Liberal , favoreciendo en cambio la formación de un sistema de Estados de corte autoritario, que promovían el libre comercio mediante la oferta, como ventaja mayor de las economías de la región, de recursos naturales y mano de obra baratas, a cambio de capital de inversión y de vías de acceso para la comercialización de esos recursos como materias primas en el mercado mundial. Esa frustración del componente más radical y democrático de las revoluciones de independencia constituyó un importante elementos formativo en una nueva generación de jóvenes intelectuales de la región, que se percibían a sí mismos como modernos en la medida en que se ejercían como liberales en lo ideológico, demócratas en lo político, y patriotas en lo cultural, y aspiraban desde allí a representar con voz propia a sus sociedades en lo que entonces era llamado “el concierto de las naciones”.

Para esa generación, en efecto, la formación del Estado Liberal Oligárquico opera una circunstancia de crisis cultural que, hacia 1881, Martí captó en los siguientes términos:

No hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en ellas. Ni habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya – Hispanoamérica. Estamos en tiempos de ebullición, no de condensación; de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos. Están luchando las especies por el dominio en la unidad del género.[...] Las instituciones que nacen de los propios elementos del país, únicas durables, van asentándose, trabajosa pero seguramente, sobre las instituciones importadas, caíbles al menor soplo del viento. Siglos tarda en crearse lo que ha de durar siglos. Las obras magnas de las letras han sido siempre expresión de épocas magnas. Al pueblo indeterminado, ¡literatura indeterminada! Mas apenas se acercan los elementos del pueblo a la unión, acércanse y condénsanse en una gran obra profética los elementos de su Literatura. Lamentámonos ahora, de que la gran obra nos falte, no porque nos falte ella, sino porque esa es señal de que de que nos falta aún el pueblo magno de que ha de ser reflejo [...] ¿Se unirán, en consorcio urgente, esencial y bendito, los pueblos conexos y antiguos de América? ¿Se dividirán, por ambiciones de vientre y celos de villorrio, en nacioncillas desmeduladas, extraviadas, laterales, dialécticas...? [3]

Con reflexiones como ésas empieza a tomar forma la transición a nuestro siglo XX, que encontrará su acta de nacimiento en el ensayo Nuestra América, publicado por José Martí simultáneamente en periódicos liberales de Nueva York y México en enero de 1891. A partir de aquí empiezan a conformarse las líneas de fuerza en torno a las cuales irán cristalizando los momentos fundamentales del nuestro pensamiento social y nuestra cultura contemporáneos, como lo señalara Armando Hart en el discurso que ofreció al ser distinguido con el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Córdoba, Argentina.

Una de esas líneas estará constituida por el pensamiento democrático de orientación popular y antioligárquica, radical en su afán de ir a la raíz de nuestros problemas, y centrado en la construcción de nuestras identidades a partir de la demanda martiana de injertar en nuestras repúblicas el mundo, siempre que el tronco en que ese injerto se haga sea “el de nuestras repúblicas”. En diálogo con ese pensamiento democrático, por momentos como su expresión y en ocasiones como su contradicción, florecerá desde temprano entre nosotros un pensamiento revolucionario de orientación socialista, que alcanzará su primera plenitud en la década de 1920, a través de la obra de José Carlos Mariátegui, y se prolongará hasta nuestros días en la de Ernesto Guevara, y en la de la Revolución Cubana.

El liberalismo latinoamericano, por su parte, aún daría de sí un aporte de trascendencia mundial – otra vez, en sus afirmaciones como en sus contradicciones – en la Teoría del Desarrollo, que dio forma a la que fue la metáfora más poderosa del imaginario político regional antes del envilecimiento de nuestra gran tradición de pensamiento económico por el neoliberalismo triunfante, de 1980 en adelante. De este modo, en el momento de más espléndida madurez de aquella teoría, Osvaldo Sunkel pudo definir así el objetivo al que aspiraba:

Se entiende por desarrollo un proceso de transformación de la sociedad caracterizado por una expansión de su capacidad productiva, la elevación de los promedios de productividad por trabajador y de ingresos por persona, cambios en la estructura de clases y grupos y en la organización social, transformaciones culturales y de valores, y cambios en las estructuras políticas y de poder, todo lo cual conduce a una elevación de los niveles medios de vida. [4]

Resulta notable que esa definición, tan acabada, fuera producida precisamente en las vísperas del derrumbe de la teoría que la sustentaba. Y aun así, la Teoría del Desarrollo tendría un enorme poder de fecundación en el conjunto del pensamiento y la cultura latinoamericanos. La crítica de que fue objeto desde el terreno de las ideas económicas y políticas tuvo por ejemplo sus expresiones más radicales en la Teoría de la Dependencia, y en el estímulo que ésta ofreció a la renovación del pensamiento socialista y revolucionario en la región. Y su crítica en el terreno de la cultura se encuentran otros aportes de gran riqueza: la educación popular, como la entendiera y promoviera el brasileño Paulo Freire; la Teología de la Liberación que, a partir de la obra pionera del peruano Gustavo Gutiérrez, vino a iluminar y transformar para siempre el papel de la religiosidad – en sus expresiones más concretas de fe, esperanza y solidaridad - en la vida y las luchas de nuestros pueblos, y nuestra gran tradición artística, en lo que va de Gabriel García Márquez a Osvaldo Guayasamín.

La enorme vitalidad de la cultura construida por los latinoamericanos a lo largo del período ascendente de su siglo XX histórico se expresa, hoy, en la riqueza con que se despliega la (re)construcción de nuestras identidades en el inicio de la transición a lo que haya de ser nuestro siglo XXI. La prueba inicial de esa vitalidad se expresó en la capacidad de esa cultura para sobrevivir a la brutal ofensiva política, ideológica y cultural con que se produjo el asalto al poder en nuestras repúblicas por parte de lo más conservador y reaccionario de dentro y de fuera de nuestras sociedades, de 1970 en adelante.

No cabe olvidar, en efecto, que el consenso neoliberal de la década de 1990 no fue el mero resultado de la confrontación de ideas, sino el producto de las condiciones creadas por la política de represión de las organizaciones populares y de trabajadores de la región entre aquella década y la siguiente, que incluyó de manera destacada el acoso sistemático contra la intelectualidad que encontraba en esas organizaciones a su interlocutor natural. Entonces fue segada en flor lo mejor de nuestra juventud, como fueron dispersados nuestros mejores maestros y asediados los espacios de encuentro que permitían una reflexión sobre los problemas de la realidad desde la perspectiva de los trabajadores, los oprimidos y los excluidos. De allá data el prolongado período de crisis y oscuridad en el pensamiento latinoamericano, del que finalmente hemos empezado a emerger, en medio de un coro de voces nuevas que resuenan, otra vez, del Bravo a la Patagonia.

Hoy, empezamos a entender que aquel período de sombras no tuvo su origen ni en el agotamiento del marxismo, ni mucho menos en el de nuestras mejores tradiciones políticas y culturales. La crisis intelectual y moral de nuestra América provino, sobre todo, de la desintegración de la teoría del desarrollo en su versión liberal tardía, bajo el acoso de la Teoría de la Dependencia desde la izquierda, primero, y del neoliberalismo desde la derecha, después.

Ambos coincidían en que la promesa de un crecimiento económico sostenido, capaz de traducirse en movilidad social ascendente y una ampliación de la participación política para todos, no podría lograrse en el marco del modelo de desarrollo protegido que imperó en nuestros países entre 1950 y 1980. Para la Teoría de la Dependencia , faltaba ir mucho más allá. Para los conservadores que llegarían a presentarse como neoliberales, en cambio, se había avanzado en exceso, y era necesaria una reconstrucción integral de la capacidad de los grupos más tradicionales de poder económico para negociar en sus propios términos nuestras relaciones de dependencia con el capital financiero que emergía como nueva fuerza dominante en el sistema mundial.

La recomposición, en esos nuevos términos, del Estado (neo)liberal oligárquico reeditó, como una farsa cruel, lo que una vez fue la tragedia de la imposición del llamado “modelo de crecimiento hacia fuera” por las dictaduras de todo pelaje que organizaron la inserción de nuestras sociedades en el mercado mundial entre 1880 y 1930. Hoy, el modelo que pareció encarnar la modernidad posible en 1990, bajo la hegemonía del gran capital especulativo, no ofrece ya siquiera la ilusión de un progreso material creciente que eventualmente pudiera contribuir a llevar a nuestras sociedades de la barbarie a la civilización.

Está a la vista, en cambio, el desenlace: sociedades devastadas por el deterioro social, la degradación ambiental y el despilfarro de la riqueza pública, regidas por minorías incapaces de ofrecer salidas viables al laberinto en que hoy desemboca el estilo de gestión del que ayer decían que sólo podía ser cuestionado por ignorantes, incompetentes o deshonestos. Ante esta situación, los vientos de cambio que empiezan de nuevo a recorrer nuestra región comprueban la sabiduría del viejo refrán campesino: en política no hay sorpresas, sino sorprendidos.

Tres elementos han tenido una importancia decisiva aquí. Uno ha sido la disposición al trabajo organizado frente a una persistente política estatal de des – organización de las estructuras de trabajo intelectual que no estuvieran directamente subordinadas al capital privado o a instituciones financieras internacionales. Otro, la disposición a renovar, ampliar y hacer más complejos los vínculos entre el trabajo intelectual y los nuevos movimientos sociales que emergen en la región. Y otro, finalmente, la permanente defensa de la autenticidad de nuestro pensamiento, como garantía mejor de su universalidad. La labor realizada en cada uno de estos planos por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, para citar un solo ejemplo, ha significado una contribución de primer orden a este renacer.

En ese marco, la crítica a la Teoría del Desarrollo en su formulación liberal se expresa hoy, ya, en la construcción de campos enteramente nuevos en nuestro pensar. Una vez más, nos constituimos en un factor de fecundación de Occidente, planteando en nuevos términos las preguntas que buscan respuesta en su cultura, y abriendo a esas respuestas horizontes inéditos de renovación en terrenos a veces conocidos, como los de la economía y la ciencia política, y a veces inéditos hasta hace poco entre nosotros, como el del debate sobre los problemas de la crisis ambiental.

En este plano, el ambientalismo latinoamericano viene haciendo aportes de singular importancia al movimiento ambientalista contemporáneo, en general, y al de las sociedades más desarrolladas, en particular. De entre ellos, ninguno es quizás a un tiempo tan sutil y decisivo como el de nuestra capacidad para trascender la metáfora del desarrollo y relevar su contenido más sustantivo y contradictorio, resaltando que el desarrollo de cuya sostenibilidad se trata es el de nuestra especie, en la enorme diversidad de sus expresiones, y no el de alguna forma histórica particular del mismo.

Esto, a su vez, ha permitido al ambientalismo latinoamericano afirmar la politicidad inherente al problema de la sostenibilidad. Entre nosotros, en efecto, la sostenibilidad no es entendida ya desde una perspectiva meramente tecnológica, sino y sobre todo desde la necesidad política de crear las condiciones sociales indispensables para hacer posible el uso de los inmensos recursos financieros, tecnológicos y de conocimiento con que ya cuenta nuestra especie para encarar el desafío de establecer, en sus relaciones con el mundo natural, un modelo de desarrollo que sea sostenible por lo humano que llegue a ser.

Y esta politicidad de lo ambiental se expresa, a su vez, en la demostración del carácter fundamental de la crisis que enfrentamos – global, general, de intensidad creciente, y en vías de transformarse en ecológica -, a partir de capacidades para el pensamiento sistémico, el análisis dialéctico y la comprensión de los hechos del presente en perspectiva histórica, cuyas raíces encuentran suelo fecundo en lo más contemporáneo de nuestra cultura, de Martí y Mariátegui a nuestros días. ¡Y cómo contrasta esta disposición al estudio de los factores reales de nuestra circunstancia – atendiendo a la advertencia martiana de no poner de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, para no caer a la larga por la verdad que faltó, “ que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella” – con el pragmatismo vulgar y la tendencia constante a la fragmentación que han venido a ser dominantes en los grandes y pequeños centros de cultura del moderno sistema mundial!

Hemos compartido y compartimos con nuestros colegas de Europa y Norte América el análisis crítico del deterioro de las relaciones de nuestra especie con el mundo natural del que formamos parte, sin temor ni al debate ni al aprendizaje. Y en el balance de esa labor compartida, como en los resultados que emergen en los nuevos campos del saber que ella ha creado – como la ecología política, la economía ecológica y la historia ambiental -, se expresa en nuestros logros la fecundidad del imperativo ético que nos lleva, siempre, a conocer para resolver, a pensar para servir, a explicar para contribuir a la creación de un mundo surgido de hacer causa común con los oprimidos, “ para afianzar” – precisamente- “el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”.

La definición acabada de ese sistema, desde la experiencia de su construcción, constituye sin duda el mayor desafío de nuestro tiempo. La bancarrota ideológica, moral y política del neoliberalismo constituye un hecho indudable. Pero al mismo tiempo, la labor de destrucción cumplida por el neoliberalismo en las estructuras productivas y las capacidades de gestión de nuestros Estados y nuestras sociedades ha sido de tal amplitud, que a primera vista no parece haber alternativas inmediatamente viables a las políticas económicas que padecemos.

Se equivocan, en estas circunstancias, quienes afirman que nuestros pueblos han terminado por oponerse al desarrollo de las fuerzas productivas en nuestros países. A lo que se resisten los trabajadores es a que ese desarrollo se lleve a cabo sin transformar al mismo tiempo las relaciones de producción que hoy imperan en nuestras sociedades, que dan lugar a que haya venido a ser la nuestra la región más inicua del Planeta en lo que hace a la distribución del ingreso, y al acceso a los frutos del progreso técnico y la riqueza social. Y la incapacidad para atender a esa demanda elemental es la prueba mejor del carácter terminal en que ha ingresado la crisis del Estado neoliberal oligárquico.

De este modo, nuestra contemporaneidad, que nació marcada por las contradicciones y conflictos que caracterizaron al Estado liberal oligárquico, culmina en la caricatura de aquel Estado creada por el neoliberalismo de fuera y de dentro de nuestros países. En lo que va del uno al otro – y con la sola excepción de Cuba, y más recientemente de Venezuela -, han sido ensayadas y agotadas todas las opciones de organización del poder y del desarrollo que ese Estado podía asumir y ejercer.

Aun así, no será con la desintegración del Estado neoliberal que cesará de operar el siglo XX entre nosotros. Por esa vía podría incluso prolongarse, en una reedición de las atrocidades que precedieron e hicieron posible la creación de ese Estado. Este siglo solo concluirá con la única gran novedad pendiente entre nosotros: la creación de la República nueva, creada con todos y para el bien de todos los trabajadores, que así ejerzan finalmente su inmensa capacidad para abrir a sus pueblos el camino que los lleve del reino de la necesidad a aquel reino de la libertad cuya imagen plasmó Martí al incitarnos a llegar, “por métodos e instituciones nacidos del país mismo”,

a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas.

El tiempo de resistir, así, abre paso otra vez entre nosotros al tiempo de construir. Y en esa construcción, otra vez también, tocará un papel de primer orden a la cultura de los latinoamericanos. Aquí, ahora, el problema principal para nuestras comunidades de cultura consiste en crecer con nuestra gente, para ayudarla a crecer. Una vez más, no hay entre nosotros batalla entre la civilización y la barbarie, como lo quieren los neoliberales, sino entre la falsa erudición y la naturaleza, como lo advertía en 1891 José Martí.

La circunstancia que hace a un tiempo posible y necesario conocer nuestra naturaleza se encuentra marcada, hoy, por el hecho de que el pensamiento social y la cultura latinoamericanos se encuentran otra vez en aquel punto de ebullición en el que los encontrara Martí al llegar a su primera madurez. No es de extrañar el paralelismo, considerando que la región emerge hoy de los años del neoliberalismo como emergía entonces del primer impacto del triunfo del liberalismo oligárquico.

Para nuestra América, ciertamente, no hay un pasado al cual regresar. En cambio, tiene diversos futuros entre los cuales optar. Es en ese sentido que cabe entender el hecho de que entre nosotros estén luchando nuevamente hoy las especies – pobres de la ciudad y el campo, trabajadores manuales e intelectuales de la economía formal y la informal, indígenas y campesinos – por el dominio en la unidad del género. O, si se quiere, por constituirse en el bloque histórico capaz de crear finalmente el mundo nuevo de mañana en el Nuevo Mundo de ayer.

Ese mundo, en todo caso, será nuevo en la medida en que nuestras repúblicas no vuelvan a purgar ”en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos”. Para eso están, precisamente, las reservas más profundas de nuestra cultura y nuestra eticidad, sintetizadas en la convicción de la utilidad de la virtud y la posibilidad del mejoramiento humano que nace del conocimiento de nuestro proceso de formación, y se expresa día con día en la labor de constituirnos.

Coloquio Internacional “Con todos y para el bien de todos”.

La Habana , Palacio de las Convenciones, 25 de octubre de 2005.

[1] Así, por ejemplo: Guerra, Francois-Xavier, 2003a: “Introducción”; “El ocaso de la monarquía hispanica: revolución y desintegración” y “Las mutaciones de la identidad en la América hispánica”, en Guerra, Francois - Xavier y Annino, Antonio (Coordinadores), 2003: Inventando la Nación. Iberoamérica. Siglo XIX . Fondo de Cultura Económica, México. Guerra, Francois – Xavier, 1993: Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Editorial MAPFRE, Fondo de Cultura Económica, México, y 1988: México: del Antiguo Régimen a la Revolución. Fondo de Cultura Económica, México (2a. ed.), 2 t.

[2] “Nuestra América” (1891), en Política de Nuestra América, Siglo XXI, México, p. 38.

[3] Cuaderno de Apuntes 5.[1881] En Martí, José, 1975: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana. Tomo 21, p. 164.

[4] “Introducción. La interacción entre los estilos de desarrollo y el medio ambiente en América Latina”, en Gligo, Nicolo y Sunkel, Osvaldo (editores), 1980: Estilos de Desarrollo y Medio Ambiente en la América Latina. Fondo de Cultura Económica / El Trimestre Económico, No. 36, 2 tomos. Tomo 1, p.10.


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jueves, 27 de agosto de 2009

El discurso fúnebre de Pericles (Tucídides)

Introducción y traducción de uno de los textos más importantes de teoría política.


Antonio Arbea
http://ddooss.org/articulos/textos/Tucidides.htm


Tucídides nació aproximadamente 460 a .C. y murió 400 a .C. Participó en la guerra que su obra clásica relata. La guerra del Peloponeso. Este célebre discurso aparece en el Libro II de dicha obra.

El Discurso Fúnebre de Pericles, pronunciado el año 431 a .C. en el Cementerio del Cerámico, en Atenas, es uno de los más altos testimonios de cultura y civismo que nos haya legado la Antigüedad. Por de pronto, es mucho más que un mero discurso fúnebre. Las exequias de las víctimas del primer año de la guerra contra Esparta le brindan a Pericles la oportunidad de definir el espíritu profundo de la democracia ateniense, explayándose sobre los valores que presiden la vida de sus conciudadanos y que explican la grandeza alcanzada por su ciudad. El discurso no es, por cierto, trascripción fiel de lo efectivamente dicho por el político y orador ateniense, sino la verosímil recreación de su contemporáneo, el historiador Tucídides, que lo incorporó al relato de sus Historias (II, 35-46), donde se narran las guerras entre Atenas y los peloponesios. También es claro, por otra parte, que en esta pieza no hay una cabal exactitud histórica en la descripción de Atenas, cuya realidad aparece idealizada. Pero todo esto, en última instancia, es irrelevante para la historia. Al menos, para la historia espiritual. Lo que a ésta le importa, en rigor, no es tanto saber lo que de hecho Atenas fue, sino más bien lo que ella creía ser.

Es preciso que el lector sepa que este discurso fue escrito por Tucídides bastantes años después de que fuera pronunciado y cuando ya Atenas había sido derrotada. Así, más que el discurso fúnebre de Pericles a los caídos durante el primer año de la guerra, éste es el discurso fúnebre de Tucídides a la Atenas vencida que, aunque humillada en su derrota, se levantaba ya como un paradigma universal su cultura cívica. El panegírico a los muertos en combate, pues, aparece casi como un pretexto para abordar el elogio de la gloriosa Atenas antigua y hacer la defensa de la eternidad de su patrimonio.

El Discurso Fúnebre de Pericles es un texto fundacional. Enclavado en los orígenes mismos de nuestra historia, constituye un originalísimo ejemplo de conciencia ciudadana y un modelo de reflexión política alentada por una optimista confianza en las posibilidades del hombre y en el progreso de la cultura humana.

Conservando el tono retórico del original, la traducción que aquí ofrecemos ha procurado resolver con prudencia la oscuridad de ciertos pasajes de cuestionada interpretación. Notas mínimas, en fin, intentan enriquecer la comprensión del texto y satisfacer la curiosidad del lector. Antonio Arbea


El discurso fúnebre de Pericles (Tucídides)

I. La mayor parte de quienes en el pasado han hecho uso de la palabra en esta tribuna, han tenido por costumbre elogiar a aquel que introdujo este discurso en el rito tradicional, pues pensaban que su proferimiento con ocasión del entierro de los caídos en combate era algo hermoso. A mí, en cambio, me habría parecido suficiente que quienes con obras probaron su valor, también con obras recibieran su homenaje –como este que veis dispuesto para ellos en sus exequias por el Estado–, y no aventurar en un solo individuo, que tanto puede ser un buen orador como no serlo, la fe en los méritos de muchos.

Es difícil, en efecto, hablar adecuadamente sobre un asunto respecto del cual no es segura la apreciación de la verdad, ya que quien escucha, si está bien informado acerca del homenajeado y favorablemente dispuesto hacia él, es muy posible que encuentre que lo que se dice está por debajo de lo que él desea y de lo que él conoce; y si, por el contrario, está mal informado, lo más probable es que, por envidia, cuando oiga hablar de algo que esté por encima de sus propias posibilidades, piense que se está cayendo en una exageración. Porque los elogios que se formulan a los demás se toleran sólo en tanto quien los oye se considera a sí mismo capaz también, en alguna medida, de realizar los actos elogiados; cuando, en cambio, los que escuchan comienzan a sentir envidia de las excelencias de que está siendo alabado, al punto prende en ellos también la incredulidad. Pero, puesto que a los antiguos les pareció que sí estaba bien, debo ahora yo, siguiendo la costumbre establecida, intentar ganarme la voluntad y la aprobación de cada uno de vosotros tanto como me sea posible.

II. Comenzaré, ante todo, por nuestros antepasados, pues es justo y, al mismo tiempo, apropiado a una ocasión como la presente, que se les rinda este homenaje de recordación. Habitando siempre ellos mismos esta tierra a través de sucesivas generaciones, es mérito suyo el habérnosla legado libre hasta nuestros días. Y si ellos son dignos de alabanza, más aún lo son nuestros padres, quienes, además de lo que recibieron como herencia, ganaron para sí, no sin fatigas, todo el imperio que tenemos, y nos lo entregaron a los hombres de hoy.

En cuanto a lo que a ese imperio le faltaba, hemos sido nosotros mismos, los que estamos aquí presentes, en particular los que nos encontramos aún en la plenitud de la edad (1), quienes lo hemos incrementado, al paso que también le hemos dado completa autarquía a la ciudad, tanto para la guerra como para la paz. Pasaré por alto las hazañas bélicas de nuestros antepasados, gracias a las cuales las diversas partes de nuestro imperio fueron conquistadas, como asimismo las ocasiones en que nosotros mismos o nuestros padres repelimos ardorosamente las incursiones hostiles de extranjeros o de griegos, ya que no quiero extenderme tediosamente entre conocedores de tales asuntos. Antes, empero, de abocarme al elogio de estos muertos, quiero señalar en virtud en qué normas hemos llegado a la situación actual, y con qué sistema político y gracias a qué costumbres hemos alcanzado nuestra grandeza. No considero inadecuado referirme a asuntos tales en una ocasión como la actual, y creo que será provechoso que toda esta multitud de ciudadanos y extranjeros lo pueda escuchar.

III. Disfrutamos de un régimen político que no imita las leyes de los vecinos (2); más que imitadores de otros, en efecto, nosotros mismos servimos de modelo para algunos (3). En cuanto al nombre, puesto que la administración se ejerce en favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia (4); respecto a las leyes, todos gozan de iguales derechos en la defensa de sus intereses particulares; en lo relativo a los honores, cualquiera que se distinga en algún aspecto puede acceder a los cargos públicos, pues se lo elige más por sus méritos que por su categoría social; y tampoco al que es pobre, por su parte, su oscura posición le impide prestar sus servicios a la patria, si es que tiene la posibilidad de hacerlo.

Tenemos por norma respetar la libertad, tanto en los asuntos públicos como en las rivalidades diarias de unos con otros, sin enojarnos con nuestro vecino cuando él actúa espontáneamente, ni exteriorizar nuestra molestia, pues ésta, aunque innocua, es ingrata de presenciar. Si bien en los asuntos privados somos indulgentes, en los públicos, en cambio, ante todo por un respetuoso temor, jamás obramos ilegalmente, sino que obedecemos a quienes les toca el turno de mandar, y acatamos las leyes, en particular las dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y las que, aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir.

IV. Por otra parte, como descanso de nuestros trabajos, le hemos procurado a nuestro espíritu una serie de recreaciones. No sólo tenemos, en efecto, certámenes públicos y celebraciones religiosas repartidos a lo largo de todo el año, sino que también gozamos individualmente de un digno y satisfactorio bienestar material, cuyo continuo disfrute ahuyenta a la melancolía.

Y gracias al elevado número de sus habitantes, nuestra ciudad importa desde todo el mundo toda clase de bienes, de manera que los que ella produce para nuestro provecho no son, en rigor, más nuestros que los foráneos (5).

V. A nuestros enemigos les llevamos ventaja también en cuanto al adiestramiento en las artes de la guerra, ya que mantenemos siempre abiertas las puertas de nuestra ciudad y jamás recurrimos a la expulsión de los extranjeros para impedir que se conozca o se presencie algo que, por no hallarse oculto, bien podría a un enemigo resultarle de provecho observarlo (6).

Y es que, más que en los armamentos y estratagemas, confiamos en la fortaleza de alma con que naturalmente acometemos nuestras empresas. Y en cuanto a la educación, mientras ellos procuran adquirir coraje realizando desde muy jóvenes una ardua ejercitación, nosotros, aunque vivimos más regaladamente, podemos afrontar peligros no menores que ellos (7).

Prueba de esto es que los espartanos no realizan sin la compañía de otros sus expediciones militares contra nuestro territorio, sino junto a todos sus aliados; nosotros, en cambio, aun invadiendo solos tierra enemiga y combatiendo en suelo extraño contra quienes defienden lo suyo, la mayor parte de las veces nos llevamos la victoria sin dificultad. Además, ninguno de nuestros enemigos se ha topado jamás en el campo de batalla con todas nuestras fuerzas reunidas, pues simultáneamente debemos atender la manutención de nuestra flota y, en tierra, el envío de nuestra gente a diversos lugares. Sin embargo, cada vez que en algún lugar ellos se trenzan en lucha con una facción de los nuestros y resultan vencedores, se ufanan de habernos rechazado a todos, aunque sólo han vencido a algunos, y si salen derrotados, alegan que lo fueron ante todos nosotros juntos. Pero lo cierto es que, ya que preferimos afrontar los peligros de la guerra con serenidad antes que habiéndonos preparado con arduos ejercicios, ayudados más por la valentía de los caracteres que por la prescrita en ordenanzas, les llevamos la ventaja de que no nos angustiamos de antemano por las penurias futuras, y, cuando nos toca enfrentarlas, no demostramos menos valor que ellos viven en permanente fatiga.

Pero no sólo por éstas, sino también por otras cualidades nuestra ciudad merece ser admirada.

VI. En efecto, amamos el arte y la belleza sin desmedirnos, y cultivamos el saber sin ablandarnos. La riqueza representa para nosotros la oportunidad de realizar algo, y no un motivo para hablar con soberbia; y en cuanto a la pobreza, para nadie constituye una vergüenza el reconocerla, sino el no esforzarse por evitarla. Los individuos pueden ellos mismos ocuparse simultáneamente de sus asuntos privados y de los públicos; no por el hecho de que cada uno esté entregado a lo suyo, su conocimiento de las materias políticas es insuficiente. Somos los únicos que tenemos más por inútil que por tranquila a la persona que no participa en las tareas de la comunidad.

Somos nosotros mismos los que deliberamos y decidimos conforme a derecho sobre la cosa pública, pues no creemos que lo que perjudica a la acción sea el debate, sino precisamente el no dejarse instruir por la discusión antes de llevar a cabo lo que hay que hacer. Y esto porque también nos diferenciamos de los demás en que podemos ser muy osados y, al mismo tiempo, examinar cuidadosamente las acciones que estamos por emprender; en este aspecto, en cambio, para los otros la audacia es producto de su ignorancia, y la reflexión los vuelve temerosos. Con justicia pueden ser reputados como los de mayor fortaleza espiritual aquellos que, conociendo tanto los padecimientos como los placeres, no por ello retroceden ante los peligros.

También por nuestra liberalidad somos muy distintos de la mayoría de los hombres, ya que no es recibiendo beneficios, sino prestándolos, que nos granjeamos amigos. El que hace un beneficio establece lazos de amistad más sólidos, puesto que con sus servicios al beneficiado alimenta la deuda de gratitud de éste. El que debe favores, en cambio, es más desafecto, pues sabe que al retribuir la generosidad de que ha sido objeto, no se hará merecedor de la gratitud, sino que tan sólo estará pagando una deuda. Somos los únicos que, movidos, no por un cálculo de conveniencia, sino por nuestra fe en la liberalidad, no vacilamos en prestar nuestra ayuda a cualquiera (8).

VII. Para abreviar, diré que nuestra ciudad, tomada en su conjunto, es norma para toda Grecia, y que, individualmente, un mismo hombre de los nuestros se basta para enfrentar las más diversas situaciones, y lo hace con gracia y con la mayor destreza. Y que estas palabras no son un ocasional alarde retórico, sino la verdad de los hechos, lo demuestra el poderío mismo que nuestra ciudad ha alcanzado gracias a estas cualidades. Ella, en efecto, es la única de las actuales que, puesta a prueba, supera su propia reputación; es la única cuya victoria, el agresor vencido, dada la superioridad de los causantes de su desgracia, acepta con resignación; es la única, en fin, que no les da motivo a sus súbditos para alegar que están inmerecidamente bajo su yugo.

Nuestro poderío, pues, es manifiesto para todos, y está ciertamente más que probado. No sólo somos motivo de admiración para nuestros contemporáneos, sino que lo seremos también para los que han de venir después.

No necesitamos ni a un Homero que haga nuestro panegírico, ni a ningún otro que venga a darnos momentáneamente en el gusto con sus versos, y cuyas ficciones resulten luego desbaratadas por la verdad de los hechos. Por todos los mares y por todas las tierras se ha abierto camino nuestro coraje, dejando aquí y allá, para bien o para mal, imperecederos recuerdos.

Combatiendo por tal ciudad y resistiéndose a perderla es que estos hombres entregamos notablemente sus vidas; justo es, por tanto, que cada uno de quienes les hemos sobrevivido anhele también bregar por ella.

VIII. La razón por la que me he referido con tanto detalle a asuntos concernientes a la ciudad, no ha sido otra que para haceros ver que no estamos luchando por algo equivalente a aquello por lo que luchan quienes en modo alguno gozan de bienes semejantes a los nuestros y, asimismo, para darle un claro fundamento al elogio de los muertos en cuyo honor hablo en esta ocasión.

La mayor parte de este elogio ya está hecha, pues las excelencias por las que he celebrado a nuestra ciudad no son sino fruto del valor de estos hombres y de otros que se les asemejan en virtud. No de muchos griegos podría afirmarse, como sí en el caso de éstos, que su fama está en conformidad con sus obras. Su muerte, en mi opinión, ya fuera ella el primer testimonio de su valentía, ya su confirmación postrera, demuestra un coraje genuinamente varonil. Aun aquellos que puedan haber obrado mal en su vida pasada, es justo que sean recordados ante todo por el valor que mostraron combatiendo por su patria, pues al anular lo malo con lo bueno resultaron más beneficiosos por su servicio público que perjudiciales por su conducta privada.

A ninguno de estos hombres lo ablandó el deseo de seguir gozando de su riqueza; a ninguno lo hizo aplazar el peligro la posibilidad de huir de su pobreza y enriquecerse algún día. Tuvieron por más deseable vengarse de sus enemigos, al tiempo que les pareció que ese era el más hermoso de los riesgos. Optaron por correrlo, y, sin renunciar a sus deseos y expectativas más personales, las condicionaron, sí, al éxito de su venganza. Encomendaron a la esperanza lo incierto de su victoria final, y, en cuanto al desafío inmediato que tenían por delante, se confiaron a sus propias fuerzas.

En ese trance, también más resueltos a resistir y padecer que a salvarse huyendo, evitaron la deshonra e hicieron frente a la situación con sus personas.

Al morir, en ese brevísimo instante arbitrado por la fortuna, se hallaban más en la cumbre de la determinación que del temor.

IX. Estos hombres, al actuar como actuaron, estuvieron a la altura de su ciudad. Deber de quienes les han sobrevivido, pues, es hacer preces por una mejor suerte en los designios bélicos, y llevarlos a cabo con no menor resolución. No sólo oyendo las palabras que alguien pueda deciros debéis reflexionar sobre el servicio que prestáis –servicio que cualquiera podría detenerse a considerarse ante vosotros, que muy bien lo conocéis por propia experiencia, señalándoos cuántos bienes están comprometidos en el acto de defenderse de los enemigos–; antes bien, debéis pensar en él contemplando en los hechos, cada día, el poderío de nuestra ciudad, y prendándoos de ella. Entonces, cuando la ciudad se os manifieste en todo su esplendor, parad mientes en que éste es el logro de hombres bizarros, conscientes de su deber y pundonorosos en su obrar; de hombres que, si alguna vez fracasaron al intentar algo, jamás pensaron en privar a la ciudad del coraje que los animaba, sino que se lo ofrendaron como el más hermoso de sus tributos. Al entregar cada uno de ellos la vida por su comunidad, se hicieron merecedores de un elogio imperecedero y de la sepultura más ilustre.

Esta, más que el lugar en que yacen sus cuerpos, es donde su fama reposa, para ser una y otra vez recordada, de palabra y de obra, en cada ocasión que se presente.

La tumba de los grandes hombres es la tierra entera: de ellos nos habla no sólo una inscripción sobre sus lápidas sepulcrales; también en suelo extranjero pervive su recuerdo, grabado no en un monumento, sino, sin palabras, en el espíritu de cada hombre.

Imitad a éstos ahora vosotros, cifrando la felicidad en la libertad, y la libertad en la valentía, sin inquietaros por los peligros de la guerra. Quienes con más razón pueden ofrendar su vida no son aquellos infortunados que ya nada bueno esperan, sino, por el contrario, quienes corren el riesgo de sufrir un revés de fortuna en lo que les queda por vivir, y para los que, en caso de experimentar una derrota, el cambio sería particularmente grande.

Para un hombre que se precia a sí mismo, en efecto, padecer cobardemente la dominación es más penoso que, casi sin darse cuenta, morir animosamente y compartiendo una esperanza.

X. Por tal razón es que a vosotros, padres de estos muertos, que estáis aquí presentes, más que compadeceros, intentaré consolaros. Puesto que habéis ya pasado por las variadas vicisitudes de la vida, debéis de saber que la buena fortuna consiste en estar destinado al más alto grado de nobleza –ya sea en la muerte, como éstos; ya en el dolor, como vosotros–, y en que el fin de la felicidad que nos ha sido asignada coincida con el fin de nuestra vida. Sé que es difícil que aceptéis esto tratándose de vuestros hijos, de quienes muchas veces os acordaréis al ver a otros gozando de la felicidad de que vosotros mismos una vez gozasteis. El hombre no experimenta tristeza cuando se lo priva de bienes que aún no ha probado, sino cuando se le arrebata uno al que ya se había acostumbrado. Pero es preciso que sepáis sobrellevar vuestra situación, incluso con la esperanza de tener otros hijos, si es que estáis aún en edad de procrearlos. En lo personal, los hijos que nazcan representarán para algunos la posibilidad de apartar el recuerdo de los que perdieron; para la ciudad, entretanto, su nacimiento será doblemente provechoso, pues no sólo impedirá que ella se despueble, sino que la hará más segura, ya que nadie puede participar en igualdad de condiciones y equitativamente en las deliberaciones políticas de la comunidad, a menos que, tal como los demás, también él exponga su prole a las consecuencias de sus resoluciones.

Y aquellos de vosotros que habéis llegado ya a la ancianidad, tened por ganancia el haber vivido felizmente la mayor parte de vuestra vida, considerad que la que os queda ha de ser breve, y consolaos con la fama alcanzada por éstos vuestros hijos. Lo único que no envejece, en efecto, es el amor a la gloria; y cuando la edad ya declina, no es atesorar bienes lo que más deleita, como algunos dicen, sino recibir honores.

XI. Y en cuanto a vosotros, hijos o hermanos, aquí presentes, de estas víctimas de la guerra, veo grande el desafío que tenéis por delante, porque solamente aquel que ya no existe suele concertar el elogio de todos; a duras penas podréis conseguir, por sobresalientes que sean vuestros méritos, ser considerados no ya sus iguales, sino incluso sus cercanos émulos. La envidia de los rivales la sufren quienes están vivos; el que, en cambio, ya no representa un obstáculo para nadie, es honrado con generosa benignidad.

Y si, para aquellas esposas que ahora quedan viudas, debo también decir algo acerca de las virtudes propias de la mujer, lo resumiré todo en un breve consejo: grande será vuestra gloria si no desmerecéis vuestra condición natural de mujeres y si conseguís que vuestro nombre ande lo menos posible en boca de los hombres, ni para bien ni para mal.

XII. En conformidad con nuestras leyes y costumbres, pues, queda dicho en mi discurso lo que me parecía pertinente. Ahora, en cuanto a los hechos, los hombres a quienes estamos sepultando han recibido ya nuestro homenaje.

De la educación de sus hijos, desde este momento hasta su juventud, se hará cargo la ciudad. Tal es la provechosa corona que ella impone a estas víctimas, y a los que ellas dejan, como premio de tan valerosas hazañas. Cuando los más preciados galardones que una ciudad otorga son los que recompensan la valentía, entonces también posee ella los ciudadanos más valientes.

Y ahora, después de haber llorado cada uno a sus deudos, podéis marcharos.

Notas:

1 Por entonces, Pericles tenía aproximadamente 64 años.

2 Alusión a Esparta, cuya constitución –se decía– era imitación de la de Creta. El tema de la oposición entre el espíritu espartano y el ateniense reaparecerá, implícita o explícitamente, en muchos pasajes de este retrato ideal de Atenas que aquí comienza y que ocupa los cinco capítulos centrales del discurso, desde el III al VII.

3 Probablemente alude a Roma, que algunos años antes había enviado emisarios a Atenas con el propósito de aprender de su desenvolvimiento cívico.

4 Desde antiguo, al parecer, llamó la atención esta definición de democracia, y ya un par de manuscritos medievales corrigieron el texto griego tradicionalmente transmitido, cambiando oikeîn por hékein, de modo de hacerlo decir: “...puesto que la administración está en manos de (en vez de: se ejerce en favor de ) la mayoría y no de unos pocos...”. La corrección satisface también, ciertamente, las expectativas del lector de hoy, y muchos traductores modernos la han acogido. Me parece claro, sin embargo, que no se trata sino de una fácil y hasta anacrónica acomodación del original, desautorizada por la lectura de los principales manuscritos. Al caracterizar el régimen democrático como aquel en que se gobierna en el interés de la mayoría y no de unos pocos, Pericles (o Tucídides) no hace sino –con cierta ingenuidad, es cierto– afirmar que los gobiernos favorecen básicamente a quienes lo ejercen. Y en esto, la propia historia de Atenas lo respaldaba. No debemos olvidar, además, que estamos ante un texto constituyente, instaurador, donde la reflexión política está recién dando sus primeros pasos. ¡Si hasta la palabra misma democracia no tenía entonces medio siglo de vida todavía!

5 En Esparta, por el contrario, la posesión de riquezas estaba oficialmente prohibida.

6 Alusión a Esparta, que no tenía metecos, esto es, colonos o extranjeros naturalizados. En Esparta, tradicionalmente xenófoba, los extranjeros permanecían como tales, y podían ser desterrados al arbitrio de los éforos.

7 La disciplina espartana en la educación de los jóvenes era proverbial. nos rechazado a todos, aunque sólo han vencido a algunos; y si salen derrotados, alegan que lo fueron ante todos nosotros juntos. Pero lo cierto es que, ya que preferimos afrontar los peligros de la guerra con serenidad antes que habiéndonos preparado con arduos ejercicios, ayudados más por la valentía de los caracteres que por la prescrita en ordenanzas, les llevamos la ventaja de que no nos angustiamos de antemano por las penurias futuras, y, cuando nos toca enfrentarlas, no demostramos menos valor que ellos viven en permanente fatiga.

Pero no sólo por éstas, sino también por otras cualidades nuestra ciudad merece ser admirada.

8 Un bello capítulo sobre esta materia nos ofrece Aristóteles en su Ética a Nicómaco, IX, 7.


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miércoles, 26 de agosto de 2009

Reflexiones acerca del “hombre nuevo” del socialismo

Sobre el humanismo

Marcelo Colussi
Rebelión


El "hombre nuevo" de la izquierda hace ya tiempo que entró en crisis. En su antípoda, en la concepción "occidental" moderna, hoy ya globalizada y en versión post moderna incluso, la antropología subyacente descuella por su creciente desinterés por lo humano. Que el mundo no es un paraíso es algo por demás de evidente. De todos modos, ¿estaremos en condiciones de aspirar a algo mejor con los medios técnicos con que contamos actualmente? Todo indicaría que sí. ¿Pero por qué resulta tan difícil alcanzar ese ideal? ¿Cómo es posible que pese a una acumulación de riquezas nunca vista antes en la historia asistamos a una creciente cantidad de desesperados? ¿Cómo entender que entre los sectores más dinámicos de la Humanidad estén la producción de armas y de drogas, por delante de otros aspectos evidentemente más importantes en cuanto a la satisfacción de necesidades y dadores de una mejor calidad de vida?

Todo esto lleva a pensar en razones de fondo: el destino del ser humano está en dependencia de la idea que de él se tiene, de lo que de él se espera, de su proyecto. Sin visiones apocalípticas, el momento actual nos confronta con una situación preocupante, por decir lo menos; el futuro, como decía Einstein, seguramente puede asustar (sin querer caer en la remanida frase que "nuestra época está en una crisis sin parangón"). Para graficarlo de algún modo: de activarse todo el arsenal termonuclear existente en nuestro planeta la onda expansiva liberada llegaría hasta la órbita de Plutón. Proeza técnica, seguramente; pero ello no impide que muera de hambre mucha gente diariamente a escala global. ¿Qué mundo se ha construido? ¿Cuál es la idea de ser humano que posibilita construir esto?

"Después de Auschwitz, de Hiroshima, del apartheid en Sudáfrica, no tenemos ya derecho de abrigar ilusión alguna sobre la fiera que duerme en el hombre... La asoladora propagación de los medios electrónicos alimenta generosamente esa fiera", se lamentaba Álvaro Mutis.

Con el ser humano que está en la base del mundo hasta hoy conocido, ése que somos cada uno de nosotros, cabe preguntarse en qué medida se podrá hacer algo superador, y cómo. Luego de todo lo dicho anteriormente sobre la violencia en tanto fenómeno humano, podemos acompañar a Voltaire, uno de los principales ideólogos de uno de los grandes cambios en la historia humana, quien reflexionaba en su "Cándido": "¿Creéis que en todo tiempo los hombres se han matado unos a otros como lo hacen actualmente? ¿Que siempre han sido mentirosos, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?" Decididamente no podría acusárselo de pesimista. El Iluminismo dieciochesco confiaba casi ciegamente en las potencialidades del ser humano en tanto racional, en el progreso, en la industria naciente. El marxismo clásico no deja de ser heredero de esa cosmovisión, y por tanto mantiene similares esperanzas: "el triunfo histórico del proletariado redimirá a la Humanidad". ¿Pero qué posibilita que se instaure tan fácilmente un Rambo en la cultura dominante como imagen ganadora, o que un Ceaucescu, un Stalin o un Pol Pot, supuestamente revolucionarios, se hagan del poder y se mantengan sin mayores diferencias que un Idi Amín? ¿Cómo entender que, ni bien se dan las posibilidades, tanto en la Rusia post soviética como en la China con apertura capitalista se disparen las peores explotaciones hacia los trabajadores por parte de los "nuevos ricos" con niveles de expoliación que sorprenden incluso a los empresarios occidentales?

La pregunta que interroga por el sentido de lo humano, por sus posibilidades y por sus límites, no es pesimista. Es realista. Sólo si tenemos claro qué somos, qué podemos esperar de nosotros mismos, y qué no, sólo así podemos atrevernos a plantear cambios genuinos. Queda por demás claro que la situación humana actual necesita de profundas mejoras: se llega a Marte al mismo tiempo que hay desnutridos y analfabetos. En el siglo XXI todavía hay gente que vive como el en XIX. La pregunta en juego es: ¿pero cómo logramos esos cambios? ¿Cómo los hacemos sostenibles, sin retorno, efectivos?

Desde hace unos dos siglos el "hombre moderno" –racional y científico, y surgido en Europa, no olvidar– se ha venido imponiendo como centro de la cosmovisión dominante. Es él quien ha construido la sociedad moderna: industrial, de masas, consumista. Hoy ya prácticamente ha desplazado en el mundo entero otras perspectivas culturales, relegándolas a un segundo plano (como "primitivas") o simplemente desapareciéndolas. Claro está también que la desigualdad social no es invención suya, sino que ella se remonta a los albores de la historia (exclúyase del análisis un primer momento de presunto comunismo primitivo, etapa de homogeneidad sin diferenciaciones sociales). Los primeros atisbos de organización medianamente compleja, superado el estadio del cazador primitivo sin producción excedente, ya evidencian estratificaciones; la lectura hegeliana de la historia no podrá entonces menos que inferir una dialéctica del amo y del esclavo como estructura de lo real. Pero si bien la historia nos confirma esto, el desarrollo contemporáneo nos descubre una situación nueva: estamos ante una Humanidad "viable" y otra "sobrante". ¿Viable para quién? Seguramente para un modelo de ser humano donde, curiosamente, el ser humano mismo puede ser prescindible.

Aunque el ser humano es la razón de ser de la producción humana, de la producción industrial masiva destinada a mercados cada vez más extendidos, el hombre post moderno termina sobrando merced a la misma modalidad de esa producción: la forma en que se instauran el robot y la cibernética lo relegan. Una idea de desarrollo que no tome al ser humano concreto como su eje es, como mínimo, dudosa; la noción de "progreso" que ha dominado nuestra cultura estos dos últimos siglos da como resultado lo que tenemos a la vista. Es innegable que la industria moderna ha resuelto problemas ancestrales, que la ciencia en que descansa abrió un mundo espectacular que revolucionó la historia; pero no es menos cierto también que ha habido un olvido del para quién del desarrollo.

Nunca hasta ahora se había llegado a concebir, desde quienes detentan y ejercen el poder, la idea de "poblaciones sobrantes". Los marginales actuales no son el enfermo mental o el inválido que no entran en el circuito productivo y, harapientos, mendigan suplicantes; son barrios completos, masas enormes, ¿quizá países? La caridad cristiana ya no alcanza para atenderlos. Ni tampoco la cooperación internacional. ¿Quién y en nombre de qué puede decir que hay gente "de más"?

Continuamente ha habido llamados a la "humanización" en un desarrollo que pareciera llevarse por delante y olvidar al ser humano: leyes de protección a los indígenas, buen trato a los esclavos, el socialismo utópico en los albores de la industria (Owen, Fourier, Saïnt-Simon), actualmente "ajuste estructural pero con rostro humano", talo como piden las agencias "buenas" del sistema de Naciones Unidas (UNICEF o la OMS al lado del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional). ¿Qué pasa que siempre se recae a un "salvajismo" contra el que deben levantarse voces para suavizarlo?

Si en las varias décadas de socialismo real transcurridas, en contextos culturales e históricos distintos, puede constatarse que muchas veces se agranda la distancia entre pueblo y cúpula política, que el fervor revolucionario de los inicios deja paso a un discurso oficial anquilosado, que la seguridad del Estado termina siendo el eje de la dinámica social, esto hace pensar en qué es y cómo se construye el "hombre nuevo".

Tal vez sea necesario replantear la noción de humanismo de la que hemos estado hablando desde el surgimiento del mundo moderno; seguramente la noción de un "un hombre bueno por naturaleza pero corrompido por la sociedad" (Rousseau) sea algo simplista. Quizá el "hombre nuevo" que levantó la llegada del socialismo no escapa a un planteamiento romántico principista, desconocedor en última instancia de las reales posibilidades humanas (Marx, por lo pronto, fue un hijo del romanticismo de su época). Es imposible que la gente común y corriente sea como el Che Guevara; "los pueblos no son espontáneamente revolucionarios sino que, a veces, se ponen revolucionarios" –decía un anónimo de la Guerra Civil Española–. ¿Por qué no hacer entrar en las cosmovisiones, o en los proyectos transformadores, a la violencia como un elemento normal, tan humano como la solidaridad o el amor? Porque lo humano es todo eso. (En un naufragio se salva quien puede, a los codazos, pisoteándose uno con otro, pero también hay solidaridad y actos de arrojo por salvar al otro. Todo eso son posibilidades humanas).

Lo humano es toda esa compleja, confusa, increíblemente complicada mezcla de posibilidades. Al menos hasta ahora el racismo y el machismo acompañan a toda cultura. Y también el discurso progresista que vino a inaugurar el socialismo científico, el marxismo, no está exento de estas características. Por lo tanto, cambiar la situación mundial, las injustas relaciones humanas con que hoy día nos encontramos, implica una transformación de diversos ámbitos. Las relaciones económicas siguen siendo, sin duda, la roca viva que decide la suerte de nuestra historia como especie; junto a ella, o más bien: entrecruzándose con ella, se articulan otras desigualdades, otras injusticas que también deben ser abordadas en función de una mayor equidad. Pero, como dice Atilio Borón: "Si de algo estamos seguros es de que la sociedad capitalista no habrá de desvanecerse por la radicalidad de las demandas de las fuerzas sociales empeñadas en lograr una reivindicación particular, ya sea que se trate de la lucha contra el sexismo, el racismo o la depredación ecológica. La sociedad capitalista puede absorber estas pretensiones sin que por eso se disuelva en el aire su estructura básica asentada sobre la perpetuación del trabajo asalariado. Y la mera yuxtaposición de estas reivindicaciones, por enérgicas que sean, no será suficiente para dar paso a una nueva sociedad " .

En definitiva: trabajar por cuotas de mayor equidad entre los seres humanos implica forzosamente una nueva repartición de las riquezas materiales (léase: nuevo orden económico, abolición de las clases). Pero junto a ello es imprescindible también cambiar nuestras cabezas, nuestras relaciones con el poder, nuestro proyecto cultural. Es decir: un nuevo proyecto de ser humano. O si se prefiere: ¿un nuevo humanismo?


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domingo, 23 de agosto de 2009

La voz metálica de Trotski

Higinio Polo
El viejo Topo


Tenemos muchas imágenes de Trotski en nuestra memoria colectiva. La mayoría, confusas; incluso, imaginarias. Algunas, están envueltas en la bruma de la revolución bolchevique, y nos han llegado pese a Stalin, y, aún, recordamos sus últimas escenas, las del exilio final, en México, cuando, justificadamente, está ocultándose de la larga mano del georgiano.

Se conserva una fotografía en la que Trotski tiene once años: está vestido con casaca y pantalón largo, y se le ve apoyado en una silla, en los años en que aún se llamaba, para todos, León Davídovich Bronstein, y nadie podía imaginar que aquel niño se convertiría en un revolucionario perseguido por las policías de media Europa. Lo imaginamos, también, en su escuela de Odesa, interesado por la ópera italiana; después, organizando los núcleos obreros, recorriendo las cárceles, prisionero; viviendo en el exilio, hablando a los trabajadores en los días luminosos de la revolución de octubre, recorriendo el frente en un tren blindado para defender la revolución proletaria del ataque militar combinado de veinte potencias capitalistas. Trotski es un hombre íntegro, capaz de escribir, en los primeros días de la revolución bolchevique, frases así: 'La revolución no será tal si, con todas sus fuerzas y medios, no permite que la mujer, doble y triplemente alienada, se desarrolle social y personalmente.' O 'la lucha contra la grosería forma parte de la lucha por la pureza, la claridad y la belleza del lenguaje.' Hoy, sin embargo, pese a su celebridad, es un autor poco leído, que merece ser estudiado por todos.

Tomado de http://www.argenpress.info/2009/08/la-voz-metalica-de-trotski.html

Se recuerda, menos, la voz metálica de Trotski. La recoge, entre otros, Isaac Deutscher. También, nuestro Andreu Nin. Sabemos que Nin recordaba la voz metálica de Trotski y el talento y la sencillez de Lenin. Y lo poco que le gustaba Stalin. En Moscú, coincide pocos años la mirada rusa, y oriental, de Lenin, con el empeño de Trotski, porque la revolución no podrá descansar un solo día. Después, el tren blindado, la guerra civil y la agresión extranjera, la amargura de la represión en Cronstadt, las disputas con Stalin, la deportación a Sibera, el exilio. Y la muerte, a manos de Mercader. Y de Stalin. Antes, había estado en España, forzado por la policía y por los mapas. Siempre me ha intrigado saber qué hizo Trotski en Barcelona, cuando, en 1916, recorrió las calles de la ciudad, conocer con precisión hacia dónde se dirigía, con quién hablaba, qué tiendas miraba, dónde comía: manías de habitante de esa ciudad. Es probable que pasease sin más, aunque, creo, alguien le hablaría de la Semana Trágica, de Ferrer i Guàrdia, del boxeador Cravan que encontraría después, de los padecimientos de los miles de obreros que fueron desalojados de sus casas a la fuerza para construir la Via Laietana, del hartazgo popular hacia la monarquía, que Trotski detecta, y le hablarían de los dignos anarquistas catalanes, claro, contra quienes la burguesía de la ciudad ya estaba preparando los piquetes de pistoleros que llenarían de sangre las calles. Pero no lo sabemos, con precisión. Aquel hombre que, menos de un año después, se convertiría en un dirigente célebre en todo el mundo que protagonizaría el asalto al Palacio de Invierno, y, después, la firma del tratado de paz con la Alemania guillermina, en Brest-Litovsk, y la salida de Rusia de la gran guerra, como deseaban todos sus habitantes, con fervor, era un hombre discreto y no conocía a nadie en España.

* * *

Trotski recuerda en sus memorias -Mi vida, ay, las tituló- la figura de su padre, que aprendió a leer, mal, cuando ya era un anciano, para entender los títulos de los libros que su hijo escribía: habitante de tiempos duros, el viejo David Leóntievich Bronstein, se vio perseguido por los revolucionarios, por terrateniente, y por los blancos, que no perdían de vista que era el padre de Trotski. En ese libro, relata su trayectoria personal, los debates y los enfrentamientos entre los núcleos revolucionarios, los congresos, la vieja Internacional que quedó destruida por la traición de sus dirigentes en el inicio de la I Guerra Mundial. Habla, también, de la represión estalinista, como sabemos. Que se escribirá, de forma terrible, en Kolymá, por ejemplo. Trotski, había conocido tempranamente las persecuciones: con apenas 19 años, cuando lleva esos lentes de pinza, apenas enganchados a la nariz, ya había estado en la cárcel, en Jersón, y en Odesa. Después, recorrerá veinte prisiones distintas. En Jersón, cuando todavía no tenía ni diecinueve años, las condiciones eran tan duras que apenas disponía de pan para alimentarse, y tuvo que permanecer tres meses con la misma ropa, sin cambiarse, devorado por los parásitos y por la mugre carcelaria. Ahí se templó el acero. Dos años después, se casa con Alexandra Sokolovskaia, siguiendo las ceremonias judías: tienen que hacerlo en la cárcel de Moscú, mientras es conducido al este, al frío, al destierro. Huye. Ya tiene dos hijos, y, tras un accidentado viaje, consigue salir de Rusia. En Viena, Víctor Adler le ayuda. Después, Zurich, París. Y Londres, para encontrarse con Lenin, a quien no conocía: llega a la capital del imperio británico en octubre de 1902, en horas muy tempranas, y va a despertar a Vladimir Ilich, con quien después dará un largo paseo por la ciudad y le mostrará la abadía de Westminster desde un puente sobre el Támesis. Lenin le ayuda a entrar en la biblioteca del Museo Británico, deseo largamente acariciado por Trotski. Sólo tiene 23 años.

En 1903, en París, conoce a Natalia Sedova, que se convertirá en su compañera, hasta el final. Y oye hablar a Jean Jaurès, el gran dirigente del socialismo francés: años después, tras su asesinato, Trotski visita el Café du Croissant, en un particular homenaje al viejo socialista, aunque las posiciones políticas de ambos no coincidían. Trotski lleva una vida dura, y tiene ideas propias: se enfrenta a Lenin en 1904. Sabe que Rusia está en ebullición. En enero de 1905, durante el domingo sangriento de Petrogrado, las descargas de fusilería de las tropas zaristas causan miles de muertos entre los trabajadores de la ciudad: la autocracia estaba dispuesta a todo. Surgen ya los soviets, y Trotski se convierte en el presidente del primer soviet de Petrogrado. Tiene 26 años. Después, es detenido por la policía zarista.

Con 27, es deportado a Siberia, otra vez, y, en febrero de 1907, huye de la Rusia zarista, en una espectacular evasión que recogería en un opúsculo que tituló Ida y vuelta. Cuando, ya a salvo, sube a un barco que se dirige a Alemania, inicia un exilio que iba a durar diez años. Se relaciona entonces con Adler, Rosa Luxemburgo, Lenin, Parvus, Martov, Karl Liebknecht, Kautsky, Gorki, y vive con extrema modestia, escribiendo artículos por los que cobra pequeñas cantidades, y redactando de forma militante muchos otros textos para la prensa revolucionaria, como Pravda. Vive al día, casi con lo puesto, y no sabe qué será de su vida. Vive para la revolución. Es un hombre elocuente, cuando habla en ruso, y aunque conoce varias lenguas europeas, no llega a dominarlas perfectamente, según nos cuenta él mismo: es simple modestia, puesto que hablaba muy bien en alemán, y, más que correctamente, en francés. En esa época, de entre los muchos congresos, discusiones y viajes que realiza, hay uno que me llama la atención: el que realiza, andando, en el verano de 1907, por parte de Suiza, hasta Checoslovaquia, que, entonces, era aún parte del imperio austrohúngaro: había vuelto de Londres, de un congreso del partido, y es rechazado en tierras alemanas, por lo que, antes de quedarse en Viena, camina, durante días, con el enigmático Parvus y con Natalia Sedova.

Peleado durante años con Lenin, recibe el calificativo de revisionista que le dedica Vladimir Ilich, y vive a caballo de las necesidades del movimiento obrerista y de las esperanzas revolucionarias. En Berlín o en Viena, trabajando como corresponsal de guerra en los inciertos Balcanes, que se han sumergido en una nueva guerra, vive con dificultades. Después, se reconcilia con Lenin, en París, y, antes, ha paseado con Stalin por Viena. Trotski y Stalin, en Viena. En 1914, lo encontramos en la capital francesa, y, a finales del año siguiente, en Zimmerwald, cerca de Berna, donde va a celebrarse una trascendental conferencia en un momento difícil para el movimiento obrero europeo, casi destruido por la guerra imperialista, cuando, según las palabras de Trotski, 'todos los internacionalistas del mundo cabíamos en cuatro coches'. Karl Liebknecht ya estaba prisionero en Alemania. Así que, ahora, a inicios del siglo XXI, no parece que podamos quejarnos. De momento. Trotski escribe el Manifiesto de Zimmerwald; en él, apela a que los socialistas y revolucionarios desarrollen la oposición a la guerra. Será inútil, aunque sus palabras indicarán con precisión lo que ocurre: 'La guerra dura ya más de un año. Millones de cadáveres cubren los campos de batalla. […] una cosa es segura: que la guerra que ha provocado este caos es consecuencia del imperialismo, del afán de las clases capitalistas de todas las naciones por saciar su ansia de lucro mediante la explotación del trabajo humano y de los tesoros naturales de todo el mundo'. Mientras el mundo asiste aterrorizado a la matanza, Trotski intenta que la sensatez de las propuestas de Zimmerwald se abra paso. En vano. En sus memorias, nos dice: 'Nunca pensé que los directivos oficiales de la Internacional fuesen capaces de tomar una iniciativa revolucionaria ante la guerra. Pero tampoco pude creer que la socialdemocracia se arrastrase de ese modo a los pies del militarismo patriotero.'

Pero la gran guerra sigue. Trotski trabaja como corresponsal de guerra, y escribe en un pequeño periódico, Nasche Slovo, con brillantez: en sus páginas analiza los acontecimientos europeos y da cuenta, en los primeros meses de trincheras, de que el conflicto será largo y agotará al continente, y que, después, llegará 'la dictadura mundial de los Estados Unidos'. Y lo anota cuando es imposible predecir el resultado de la guerra. En septiembre de 1916, escribe: 'El imperialismo […] apuesta en esta guerra por el más fuerte, y éste se hará dueño del mundo.' Tenía razón: los Estados Unidos emergen fortalecidos de la guerra, victoriosos, mientras Europa se lame sus heridas. Al mismo tiempo, Trotski sigue tejiendo los hilos de la revolución, y aprende estrategia militar, leyendo en bibliotecas y conversando con veteranos del frente.

Cuando, tras la revolución bolchevique, tenga que dirigir el Ejército Rojo para hacer frente al ataque y a la invasión de la joven república sovietista de más de veinte países capitalistas, esas lecturas se revelarán decisivas para que venzan los soviets. Aunque no podrá impedir el sufrimiento: si la revolución de octubre apenas produce víctimas, el ataque combinado de las potencias capitalistas contra la Rusia revolucionaria, a partir de 1918, causará más de tres millones de muertos, hasta la definitiva derrota de los rusos blancos y de los invasores, en 1921. El hambre, que la intervención extranjera y la guerra habían desatado, causará más de cuatro millones de víctimas. Ahora, en nuestros días, la desvergonzada propaganda de la derecha carga esa terrible mortandad a las espaldas de Lenin y Trotski, de los bolcheviques, por el procedimiento de hacerlos responsables de los acontecimientos posteriores al estallido revolucionario de octubre de 1917: argumentan que sin la revolución no se habría producido la intervención estranjera.

En ese 1916, mientras Trotski está en Francia, es expulsado por el gobierno de París. Al mismo tiempo, le hacen saber que no puede dirigirse ni a Italia ni a Gran Bretaña: ni tan siquiera puede viajar a un tercer país atravesando territorio inglés o italiano. Y el gobierno de Berna se niega a darle entrada en Suiza. Así, acosado por la policía francesa, no le dejan más opción que dirigirse a España, pese a que Trotski se niega. Pero no tiene otra alternativa. El 30 de octubre de 1916, la policía francesa lo lleva hasta la frontera española, en Irún. Trotski permanecerá en España durante dos meses, y, aquí, podrá reunirse con Natalia Sedova y con sus dos hijos, con quienes seguirá después viaje a Nueva York.

Desde Irún, va a San Sebastián, y, después, a Madrid. No conoce a nadie, y está absolutamente solo. Visita, movido por su pasión por el arte, el Museo del Prado. Pero los espías siguen sus pasos. La policía española lo detiene y lo interroga durante siete horas, con intérprete. Cuando acaban, le indican que debe abandonar España inmediatamente debido a que sus ideas 'son demasiado avanzadas'. Es la policía que manda el gobierno liberal del conde Romanones. El mismo día de su detención, 9 de noviembre, un policía donduce a Trotski a la cárcel de Madrid. En taxi. Permanece prisionero durante tres días en la cárcel Modelo -¡y tiene que pagar el alojamiento en ella!-. Trotski anota su asombro, por estar encarcelado en Madrid, una circunstancia que jamás pudo imaginar. Tras la estancia en la Modelo, es trasladado a Cádiz. En la ciudad andaluza, informan a Trotski de que, al día siguiente, será embarcado en un vapor que sale hacia La Habana. La negativa de Trotski, las protestas, incluso algunas interpelaciones en las Cortes y las peticiones internacionales de ayuda y solidaridad que hace por telegrama, consiguen que le sea permitido esperar, en Cádiz, el primer barco que se dirija a Nueva York.

El barco no llega, y Trotski pasa varias semanas en la ciudad, controlado por la policía. Finalmente, es informado de que el barco saldrá desde Barcelona, y viaja allí, donde se encuentra con su familia. Trotski en Barcelona. Casi nada. Seguidos por espías y por los guardias, Trotski y los suyos se lanzan a conocer Barcelona, la rosa de fuego. Nada nos cuenta de sus paseos. Apenas, que sus hijos quedaron maravillados por la visión del mar y por la abundancia de fruta. De cualquier forma, sorprende que Trotski no haga en sus memorias ninguna referencia a la primera a huelga general de la historia de España, que tiene lugar el día 18 de diciembre de 1916: forzosamente tuvo que enterarse, pese a su limitado dominio del castellano. Para convocarla, las dos confederaciones obreras de la época, CNT y UGT, habían llegado a un acuerdo en Zaragoza, a mediados de año. La protesta obrera, por el alza de los precios y la guerra de Marruecos, obtiene del gobierno del liberal Romanones una respuesta inmediata: suspende los derechos constitucionales, ya muy limitados, y ordena detener a los dirigentes obreros. La policía trabaja, ocupándose de los obreros españoles y del revolucionario ruso. Finalmente, el día 25 de diciembre, Trotski sube a un destartalado vapor español, el Montserrat, que, tras diecisiete días de navegación amarra en Nueva York.

Trotski abandona Barcelona en un momento en que, en el frente de Rumania, los alemanes y los búlgaros avanzan en Valaquia y en la Dobrudja, según admiten los cables de los periódicos rusos. En el frente francés, hay duros bombardeos en Vaudaumont, en la orilla derecha del río Mosa. Y, según afirma el alto mando alemán, los ataques británicos al sudoeste de Iprés han sido rechazados. En los Vosgos, hay escaramuzas entre alemanes y franceses. Y en Inglaterra, el nuevo gobierno de Lloyd George había anunciado, el 10 de diciembre de 1916, que presentaría a la Cámara el programa siguiente: combatir el peligro de los submarinos alemanes con buques mercantes armados; preparar una ofensiva para la próxima primavera; movilizar a la población civil de 16 a 60 años; hacer efectivo el bloqueo; racionar con vales a la población civil; prohibir todo tipo de trabajo que no se relacione directamente con la guerra; establecer días en que no se coma carne. Lloyd George anuncia un nuevo gobierno, el 12 de diciembre, con cinco miembros: le llamará el gabinete del consejo de guerra. Como habían dicho Lenin y Trotski, quienes pagan la guerra son los trabajadores.

Mientras tanto, en Francia, Poincaré, presidente de la república, y Aristide Briand, presidente del Consejo, están preocupados por las operaciones militares. Lloyd George telegrafia a Briand el mismo día 12 y le asegura que el nuevo gobierno británico luchará con vigor contra el enemigo alemán. Por su parte, en Berlín, el canciller Bethman Hollweg anuncia en el Reichstag que Alemania y sus aliados han propuesto a las potencias enemigas negociaciones de paz. Los ministerios de Asuntos Exteriores, los cancilleres, los periódicos y los círculos de los hombres de negocios, discuten sobre una nota del presidente norteamericano Wilson en la que éste llamaba a la paz en Europa. Se cree que la iniciativa de Wilson favorece a Berlín, y tanto Londres, como París y Moscú, critican la nota de Washington a finales del mes de diciembre.

Parece que la vida sigue, pero es un espejismo: en las trincheras, se pudren decenas de miles de cadáveres. En París, Bergson ha dejado de dar sus conferencias metafísicas, y ya no se ven los escándalos y los tumultos que provocaban sus seguidores, tras escucharlo. Jean Jaurès es una leve sombra, como los créditos de guerra votados por los dirigentes de la socialdemocracia. A las seis de la tarde, las tiendas tienen que apagar las luces, y la mayoría de los negocios cierra. Es la guerra, aunque la navidad parezca anunciar engañosamente que de nuevo vuelven los días de paz. Ese es el estado de la guerra y del mundo, en el momento preciso en que Trotski se embarca en Barcelona. Las noticias que le llegan son contradictorias, y algunas, confusas: el 17 de diciembre, habían asesinado, en Rusia, a Rasputín.

Así, el 25 de diciembre de 1916, Trotski sube al buque Montserrat, un desvencijado barco que era muy solicitado: al navegar bajo bandera de un país neutral en la guerra, como España, los peligros de sufrir un ataque en el océano Atlántico se reducían. Los pasajeros distraen a Trotski durante los diecisiete días que dura la travesía. Entre ellos, viaja Arthur Cravan, que llama la atención del revolucionario ruso, y a quien toma por primo de Oscar Wilde. Cravan, en realidad, es sobrino de Wilde. También, afirma, poeta, boxeador, pintor, trabaja en circos y se dice cuidador de canguros, rata de hotel, ladrón. Cravan había protagonizado un célebre combate de boxeo, amañado, en la plaza de toros Monumental, de Barcelona, y desaparecería dos años después, en 1918, mientras navegaba por el golfo de México.

Cuando Trotski llega a Nueva York, el 13 de enero de 1917, la historia ha empezado a desbocarse. Permanece en Manhattan durante dos meses, donde se encuentra con Bujarin, y sigue los acontecimientos, trabajando, escribiendo. El 27 de marzo, se embarca en un buque noruego, el Christianiafjord, para volver a Rusia, y sufre nuevos problemas y persecuciones de distintos gobiernos. En Canadá, son detenidos por la policía británica y Trotski es conducido a un campo de prisioneros alemanes, donde permanece prisionero durante un mes: allí habla a los centenares de presos, habla de la revolución, de Lenin, Liebknecht, de la Internacional. El 29 de abril, consigue ser liberado, y los prisioneros alemanes, en un emocionado ambiente de fraternidad proletaria que Trotski nunca olvidará, le despiden con canciones revolucionarias. Emprende, optimista, otra vez, el camino de regreso a Rusia, en un vapor danés. Llega, finalmente, a la estación de Finlandia, en Petrogrado, el 17 de mayo de 1917. Lenin había llegado también, un mes antes, y, allí mismo, ante la muchedumbre, en esa legendaria estación de Finlandia, se oye, de nuevo, la voz metálica de Trotski: la revolución iba a comenzar.


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