lunes, 31 de enero de 2011

Eric Hobsbawn habla de revoluciones


31-01-2011

Eric Hobsbawn habla de revoluciones

The Guardian

Reseña de How to Change the World: Tales of Marx and Marxism [Cómo cambiar el mundo: historias de Marx y marxismo] de Eric Hobsbawm

"Hasta ahora, los filósofos han tratado de comprender el mundo; de lo que se trata, sin embargo, es de cambiarlo". La célebre magnificación de Marx trataba de levantar lo que podría hoy llamarse una "exigencia de impacto" en la valoración del pensamiento abstracto: la prueba de la validez de las ideas debía encontrarse en su capacidad de transformar el mundo. Esta declaración desmesurada puede contemplarse retrospectivamente como expresión de una tensión que discurría a lo largo de toda la obra de Marx y se hallaba en la raíz de la recurrente crisis de identidad que asolaba ese corpus diverso del pensar y el obrar al que posteriormente dio en llamarse "marxismo".
Se desarrolló y aún se desarrolla un corpus de veras extraordinariamente rico con este marbete, pero tanto los adeptos como los críticos se han mostrado proclives a insistir en que la posición e importancia de estas ideas ha de evaluarse por referencia a su historial a la hora de transformar el mundo. A los adeptos les gusta decir a menudo que la cuestión aún está por decidir, pero no tienen más remedio que reconocer, lamentablemente, que la cosa no pinta bien; los críticos se regocijan apuntando a los millones de víctimas de Stalin y a la prosperidad sin paralelo (para algunos) del capitalismo, y dan entonces el caso por concluido.
Este carácter dual del marxismo impone un gravamen especial a cualquiera que intente trazar su historia. Las ideas mismas son complejas y exigentes: idealmente, el historiador debería moverse por los matorrales de la metafísica hegeliana, así como entre las complejidades de la teoría del valor trabajo. Pero, por añadidura, una historia apropiada ha de abarcar los logros de los movimientos sindicales y las tomas de postura de las facciones de partido, la construcción de las economías planificadas y la represión de la opinión disidente, además de muchas otras cosas. El historiador ideal del marxismo ha de ser en parte teórico, en parte erudito; en parte creyente, en parte escéptico; polilingüe, pero no Pollyanna.
A Eric Hobsbawm se le define a menudo como "historiador marxista", aunque se le podría considerar de modo más preciso como un historiador de notable registro y poder analítico que ha encontrado en Marx mayor inspiración que en ninguna otra fuente singular. Pero se le considera menos a menudo como historiador del marxismo. Al fin y al cabo, sus obras más importantes se han centrado en el análisis del desarrollo de la sociedad europea desde esas dos agitaciones paralelas de la Revolución Francesa y la Revolución Industrial a finales del siglo XVIII. Si a sus aportaciones a la historia del marxismo se les ha otorgado menos reconocimiento, puede que eso se deba en parte a que han adoptado la forma de ensayos y capítulos desperdigados, y en parte a que, fiel a sus inclinaciones cosmopolitas, con frecuencia se han publicado en lenguas distintas del inglés.
La publicación de How To Change the World puede contribuir a poner las cosas en su lugar y no prematuramente: se trata de su decimosexto libro y aparece, lo cual es impresionante, a sus 94 años de edad. Aunque el libro se compone en buena medida de materiales anteriormente publicados, gran parte de ellos no han aparecido nunca en inglés y algunos han sido revisados y puestos al día. Lo de "historias" del subtítulo puede corresponder al intento de un editor nervioso por conseguir que los contenidos les suenen más seductores a lectores que podrían verse disuadidos por "ensayos" o "estudios", pero afortunadamente el término no indica en este caso una colorida charla biográfica o narraciones excéntricas. Los ensayos son analíticos y sinópticos y no resultan en absoluto peores por ello: su nítida calidad intelectual los vuelve más absorbentes de lo que podría ser cualquier "historia" adornada.
La "Primera parte" contiene estudios bastante diversos de aspectos del pensamiento de Marx y Engels, que van desde una introducción relativamente ligera a Las condiciones de la clase obrera en Inglaterra, del segundo, a una densa explicación del pensamiento de Marx acerca de las formaciones precapitalistas en la obra inacabada conocida sencillamente como Grundrisse.
La "Segunda parte", que puede ser de mayor interés al lector contemporáneo, anda cerca de proporcionar una visión de conjunto de la suerte del marxismo en los (casi) 130 años transcurridos desde la muerte de Marx en 1883. Son estos capítulos los que exhiben de forma notabilísima la combinación característica de Hobsbawm de análisis lúcido e imponente alcance. Casi todos los historiadores parecen provincianos a su lado. ¿Quién, si no, podría, mientras le hace detalladamente justicia a la historia de los movimientos marxistas principales en países como Alemania y Francia, proporcionarnos una autorizada digresión sobre las diferencias entre el marxismo danés y el finlandés? ¿En qué otro confiaríamos para que, después de enumerar las traducciones de Das Kapital desde el azerbayaní al yiddish, concluya con seguridad: "La única extensión lingüística importante de El capital aparte de ésta tuvo lugar en la India ya independizada, con ediciones en marathí, hindi y bengalí en las décadas de 1950 y 1960.
En el curso del pasado siglo o más allá, el estatus de los escritos de Marx puede haber oscilado entre dos polos. Por un lado, existe la posición comunista otrora ortodoxa de que Marx era el guía casi infalible de la acción política y la creación, por vía revolucionaria, de la forma de sociedad que sucedería al capitalismo. Y por otro, está lo que podría llamarse la visión de la "civi[lización] occidental", en donde se aborda a Marx junto a figuras como Nietzsche y Freud, como autor de un corpus de escritos infinitamente fascinante, escritos que pueden estudiarse o disfrutarse, pero de los que no se desprende la acción más de lo que sería el caso en La montaña mágica de Mann o La tierra baldía de Eliot.
Hobsbawm, de forma característica, evita ambos extremos: su actitud es más distanciada que el primero, pero considerablemente más comprometido que el segundo. Recomienda a nuestra atención la historia del marxismo debido a que "durante los últimos 130 años ha constituido un tema de importancia en la música intelectual del mundo moderno y, mediante su capacidad de movilizar fuerzas sociales, una presencia crucial, en algunos periodos decisiva, en la historia del siglo XX".
Pero, ¿qué hay del siglo XXI? Desde sus comienzos a principios de la década de 1840, el marxismo se ha visto sujeto a accesos de especulación prematura. Marx y Engels se persuadieron repetidamente (y persuadieron a algunos otros) de que se acercaba el fin de la sociedad burguesa, y desde la muerte de Marx ha habido periódicos anuncios de la "crisis del capitalismo". Pero en cada ocasión, el paciente ha logrado recuperarse de algún modo y puede que incluso se haya fortalecido. Acaso ni siquiera Hobsbawm, el más frío y juicioso de los analistas, sea completamente inmune a esta fiebre cuando especula que el derrumbe financiero de 2008 puede señalar el comienzo del fin del capitalismo tal como lo hemos conocido. Ciertamente, cree que marca el final de ese período de 25 años (desde el centenario de la muerte de Marx) durante el que pareció que Marx había perdido su relevancia, y para muchos de la generación más joven, su interés. "Una vez más", anuncia de un modo absoluto nada propio de él, "ha llegado el momento de tomarse a Marx en serio".
Aun durante los años más triunfalistas del neoliberalismo había quienes seguían tomándose a Marx muy pero que muy en serio como fuente de conceptos y marcos de referencia con los que analizar el funcionamiento de sociedades en las que el capital está en manos de unos pocos y los más venden su fuerza de trabajo. Pero, más allá de esto, ¿piensa Hobsbawm que hoy deberíamos tomarnos a Marx en serio como guía para cambiar el mundo? Aquí se escucha una nota de cautela, a veces hasta equívoca. En una frase estupenda, refleja que, con la caída de la Unión Soviética, "el capitalismo había perdido su memento mori". Pero, al mismo tiempo, "quienes se atenían a la esperanza socialista original de una sociedad erigida en nombre de la cooperación, en lugar de la competencia, hubieron de replegarse a la especulación y la teoría".
Hoy la globalización y la retirada del Estado han privado, observa él, tanto a los partidos socialdemócratas como a los movimientos sindicales de su terreno natural: "estas entidades no han tenido hasta ahora mucho éxito a la hora de operar transnacionalmente". En otro autor uno podría sospechar sarcasmo en este deliberado eufemismo, pero "hasta ahora" y "no (...) mucho" pueden indicar que funciona la habitual prudencia literaria de Hobsbawm. Con todo, ¿qué tipo de oportunidad supone la actual turbulencia financiera? Algunos han comparado la situación con los años 30 del siglo XX, pero es difícil saber si, para quienes poseen inclinaciones radicales, eso debería considerarse un paralelo alentador. Hobsbawm se limita a la juiciosa observación de que, a diferencia de la década de 1930, "los socialistas" (de quienes parece extrañamente distante en este punto) "no pueden señalar ejemplo alguno de regímenes comunistas o socialdemócratas inmunes a la crisis ni tienen propuestas realistas de cambio socialista".
Acaso lo cierto sea que el marxismo, pese a la famosa proclamación de su fundador, ha contribuido siempre más a entender el mundo que a cambiarlo. Desde luego, Eric Hobsbawm ha hecho más que la mayoría por promover esa comprensión. Y si nos preguntamos cuál puede ser su visión final de las perspectivas de cambiar el mundo, en ese caso, felizmente, todavía estamos en situación de adoptar la respuesta de Chu En-Lai sobre la Revolución Francesa: es demasiado pronto aún para decirlo.
Stefan Collini es profesor de historia intelectual y literatura inglesa en la Universidad de Cambridge, colaborador del Times Literary Supplement y The London Review of Books y autor de Common Reading: Critics, Historians, Publics y Absent Minds, Intellectuals in Britain . Su último libro That's Offensive! Criticism, Identity, Respect (editado por Seagull y The University of Chicago Press) se publica este mes.
Tomado de: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3886

"El cambio social en el que estaba pensando Marx era razonablemente sosegado e institucional"


31-01-2011

Entrevista a César Rendueles, a propósito de la edición de una antología de El Capital de Marx
"El cambio social en el que estaba pensando Marx era razonablemente sosegado e institucional"

Rebelión/El viejo topo

“El capital es una etnología de la sociedad capitalista. Marx quiere explicar cómo el tejido de costumbres más característico de la civilización moderna –la mercantilización generalizada– engrana con su supervivencia material y genera un brutal sistema de estratificación social capaz de convivir con cierto nivel de emancipación política”

César Rendueles es profesor asociado en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense y adjunto al Director del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Ha publicado numerosos trabajos relacionados con la filosofía de las ciencias sociales y la crítica cultural. En Alianza Editorial ha editado recientemente una antología de El Capital que él mismo ha presentado y anotado.
Déjame felicitarte de entrada por tu trabajo y permíteme preguntarte de entrada por su sentido. ¿Por qué una antología de El Capital? ¿No tenemos ya, por ejemplo, la edición de Gabriel Deville que creo fue discutida con el propio Marx en 1882 durante su viaje a París?
Diría que es una pregunta a la que, en realidad, debería responder la editorial que me encargó el trabajo. En todo caso, puedo explicar por qué lo acepté. Verás, hace años, cuando empecé a estudiar a Marx, pasé por varios cursos y seminarios donde se proponía una lectura exhaustiva de El capital que a mí más bien me resultó extenuante. Me parecía que pasar días desentrañando línea a línea fragmentos aislados, como si fueran a revelar un secreto cabalístico, me alejaba de la lectura comprensiva que me hacía falta, es decir, del cartografiado de la problemática de largo alcance que planteaba Marx. Fue Carlos Fernández Liria el que me rescató de ese limbo hermenéutico con un curso buenísimo sobre El capital en el que, curiosamente, apenas leímos textos originales. Así que, en mi cabeza, esta antología es una especie de complemento textual de aquellas clases que tanto me gustaron. Más en serio, he tratado de ofrecer el tipo de herramienta que, en su momento, a mí me hubiese sido de utilidad para tener una visión amplia de la teoría de Marx. Que quede claro que no desprecio la crítica filológica paciente y rigurosa, todo lo contrario, la considero crucial y la agradezco, pero no es mi negocio.
Por otro lado, como bien señalas, existen ya numerosas antologías y resúmenes de esta obra. El capital es un “ensayo-río”. Se puede acceder a él desde muchas perspectivas enriquecedoras que a menudo confluyen. Cada antología es un itinerario teórico. Yo he tratado de trazar una senda amplia y poco escarpada, que privilegia los mecanismos explicativos y los análisis históricos. Por supuesto, hay otros enfoques legítimos que dan más importancia, por ejemplo, a los aspectos especulativos o a la doctrina política.
De las varias traducciones castellanas del clásico de Marx usas la versión de Manuel Sacristán. ¿Por qué esa elección?
Era una buena oportunidad de rescatar una traducción de alguien a quien admiro mucho y que en los últimos tiempos había quedado un poco arrinconada frente a otras versiones, igualmente solventes, como la de Pedro Scaron, la de Vicente Romano o la clásica de Wenceslao Roces. Además, hemos podido presentar por primera vez la parte del Libro III de El capital que Sacristán tradujo pero no llegó a publicar. Dicho sea de paso, me resultan particularmente antipáticas las puyas a las distintas traducciones castellanas con las que algunos marxólogos tratan de poner de manifiesto sus propios méritos.
El Capital está compuesto por tres libros. Sólo el primero fue editado por Marx; los otros dos, sabido es, fueron compuestos por Engels. ¿Qué opinión tienes del trabajo de este último?
Hay muchos estudiosos de Marx que consideran de buen tono criticar a Engels. Yo mismo lo he hecho en alguna ocasión. En realidad, es muy injusto. Creo que es importante recordar que los primeros estudios empíricos de Engels ejercieron una influencia decisiva en Marx. Para mí, La situación de la clase obrera en Inglaterra sigue siendo un trabajo ejemplar. Respecto a la labor de Engels como editor de El capital, creo que se vio en una situación imposible. Se enfrentó a la responsabilidad de manejar en solitario una monstruosa cantidad de papeles que se ha convertido en un rompecabezas para varias generaciones de investigadores expertos. Algo así como hacerle el equipaje a alguien con síndrome de Diógenes. Por ejemplo, cuando tras la muerte de Marx, Engels empezó a inspeccionar sus escritos, se topó alarmado con un montón de un metro de alto de estadísticas sobre agricultura rusa (en ruso). Posiblemente, la única solución razonable hubiese no publicar los libros II y III de El capital, pero Engels era antes un amigo que un editor y cumplió con la tarea que se le había encomendado.
¿Podrías resumir brevemente el contenido de El Capital?
El capital es una etnología de la sociedad capitalista. Marx quiere explicar cómo el tejido de costumbres más característico de la civilización moderna –la mercantilización generalizada– engrana con su supervivencia material y genera un brutal sistema de estratificación social capaz de convivir con cierto nivel de emancipación política. Muestra, además, la naturaleza expansiva de esa sociedad y su inestabilidad sistémica. Por si esto fuera poco difícil, trata de hacerlo sin situarse en una posición de exterioridad teórica, es decir, propone una estrategia inferencial que toma como punto de partida el discurso de los propios agentes implicados (de ahí la palabra “Crítica” en el título de muchas de sus obras). Marx asume, y en realidad es mucho asumir, el peculiar tipo de equidad que se da en las relaciones de mercado –el hecho de que no entrañen estafa o mala fe– y muestra cómo puede generar un sistema ineficaz, desigual, alienante y en crisis permanente. Este modo de exposición es muy importante porque permite no sólo denunciar una situación inicua sino apreciar también su congruencia con otro posible sistema eficaz, igualitario, liberador y estable. Toda la retórica revolucionaria no debería despistarnos: la transición al socialismo es un proceso tranquilo y sencillo, nada que ver con el cataclismo fáustico que fue el nacimiento del capitalismo.
Señalas en la presentación de la antología que los especialistas se muestran casi unánimes a la hora de rechazar cualquier relación entre la obra de Marx y los actos y las doctrinas de buena parte de quienes se declararon sus herederos. El “buena parte” permite un amplio juego, así que déjame preguntarte concretamente: ¿la obra de Marx tiene algo que ver con la revolución soviética por ejemplo, o con la china, con la cubana o el primer sandinismo, por ejemplo?
Bueno, sencillamente pretendía subrayar la diversidad de recepciones que ha tenido la obra de Marx y su carácter excepcional en la historia del pensamiento. Es decir, el modo en que las lecturas académicas de la obra de Marx han tenido que convivir con usos pragmáticos muy intensos. Me da la sensación de que se han lastrado mutuamente. El estudio de la obra de Marx a menudo ha estado supeditado a urgencias políticas. Y la praxis política con frecuencia ha asimilado especulaciones teoréticas poco fructíferas. Esa dialéctica forma parte ya de lo que es Marx y tenemos que contar con ella. Quienes han tratado de eludirla, pienso en los marxistas analíticos, se han encontrado con un camino cegado.
Por otro lado, la recepción tiene mucho de proceso performativo: desde el momento en que alguien cree que la obra de Marx tiene que ver con él, esta tiene que ver con él. No hay mucho que añadir al respecto, salvo cuestionar las lecturas más delirantes, que no son pocas. De todos modos, como decía antes, soy de los que piensa que el cambio social en el que estaba pensando Marx era razonablemente sosegado e institucional. La épica socialista del siglo veinte es, en realidad, la historia de un fracaso o, mejor dicho, de una derrota. El socialismo se vio obligado a jugar en un terreno, la guerra permanente, que ciega sus posibilidades de desarrollo más auténticas y en el que, por el contrario, el capitalismo se mueve muy a gusto. El sandinismo es uno de los mejores ejemplos de esto.
Hablas muy críticamente del “socialismo real”. Afirmas en la presentación de la antología que fue una “excrecencia cultural freudianamente siniestra desde su nacimiento”. ¿Excrecencia sólo cultural? ¿Desde su nacimiento?
Cuando escribí esa frase pensaba en el socialismo real como figura del espíritu, si me perdonas la pedantería. Es decir, en esa imagen de un sistema grisáceo, monolítico, autoritario… Con independencia de que ese régimen haya existido históricamente o más bien sea una fantasía de los acólitos de Ronald Reagan, Marx no tenía nada que ver con él. Quería mitigar los prejuicios de aquellos lectores que piensen encontrar en Marx, el amigo de Heine, a un defensor de Lysenco o a un lector de Sholojov. De algún modo, la imagen que hemos construido de los países soviéticos es un reflejo distorsionado del sistema en el que vivimos: el estajanovismo parece una parodia de nuestras exigencias laborales, los planes quinquenales una versión ingenua del caos planificado al que llamamos economía… Así que tampoco querría hacer un juicio general de lo que pasó durante el corto siglo veinte en todos esos países en los que, hay que recordar, también vivieron Lissitzky, Brecht, Ehrenburg o Lukács. En realidad, no me gustan nada esa clase de generalizaciones. Por así decirlo, no acepto que el reconocimiento y la condena del terror estalinista me obligue automáticamente a rechazar el sistema electoral cubano.
En la presentación que comentamos, hablas de Marx como uno de los fundadores de las ciencias sociales y como autor imprescindible para comprender la modernidad. ¿De qué ciencias sociales es fundador? ¿Qué otros autores son en tu opinión fundadores de esas disciplinas?
Suelo hablar de las ciencias sociales, en general, porque desconfío de su división académica. No porque, según una tesis ya bastante convencional, las ciencias sociales sean un continuo que van de lo micro a lo macro, del pasado al futuro. Más bien me parecen una amalgama. A menudo aporta más a la comprensión de la subjetividad humana un estudio sobre Proust de un historiador de la literatura que un experimento con ratas enloquecidas que viven en condiciones de cautividad extrema. En El capital se observa esto con mucha claridad. Marx pasa a toda velocidad de la economía a la historia, de la filosofía a la crítica política, de la psicología a la hermenéutica. A veces se dice que llegó tarde a la revolución marginalista. Menos mal, porque si no tendríamos que vérnoslas también con unos cuantos capítulos sobre los microfundamentos de la conducta mercantil.
Las ciencias sociales son uno de los modos, tal vez el principal, en que las sociedades modernas se comprenden a sí mismas. Así que, en rigor, la fundadora de las ciencias sociales es la sociedad moderna. Muy literalmente. Los materiales empíricos sobre los que se erigieron las teorías sociales más interesantes son fruto de desafíos prácticos demográficos, mercantiles, políticos, policiales, urbanos coloniales… Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría han expuesto este asunto de manera brillante. Respecto a las elaboraciones teóricas fundamentales, tengo una perspectiva bastante ecuménica y poco heterodoxa. En todo caso, puedo decir que me atraen especialmente los autores que se han esforzado por proponer dispositivos explicativos poco abstractos: Smith, Tocqueville, Durkheim, Hobson, Sombart, Polanyi…
Siguiendo el hilo de la anterior pregunta, ¿por qué crees que Marx es un autor crucial para entender la modernidad?
No creo que ningún otro autor haya trazado con tanta precisión como Marx la geología profunda de nuestro tiempo. El modo en que vivimos una tensión entre dos proyectos de liberación únicos en la historia de la humanidad: la revolución industrial y la emancipación política. Cada uno de ellos tiene enormes, y a veces terribles, potencialidades, pero se han combinado de tal manera que se cierran a sí mismos constantemente las posibilidades que ofrecen. Marx entendió que, en realidad, los grandes dramas del capitalismo –la desigualdad material y social, la alienación laboral…– son cuestiones sencillas de resolver con unos pequeños ajustes: apenas un cambio en la propiedad de los medios de producción. El magnificar estos problemillas hasta convertirlos en una distopía planetaria ha condenado a la modernidad a no poder hacerse cargo de sus auténticos retos: la autorrealización personal libre y fraterna.
Señalas también que lo característicamente marxista no es el evolucionismo historicista que se suele subrayar sino la idea de que existe un futuro que proyectar, “que hay grandes transformaciones sociales que afectan a dimensiones cardinales de la vida social que merece la pena emprender”. Pero esto que apuntas, ¿es realmente signo distintivo de Marx? ¿No sería atribuible también a muchos autores, anteriores o posteriores a él?
Bueno, tampoco el evolucionismo historicista es exclusivo de Marx, más bien al contrario, es nuestro contexto ideológico cotidiano. Lo que pretendía indicar es que la conclusión que cabe extraer del corpus teórico distintivamente marxista (la teoría de la explotación, etc.) no es alguna clase de profecía histórica o algo por el estilo, sino un conjunto de desafíos políticos y morales: oportunidades de transformación social que están materialmente a nuestro alcance y que son coherentes con la realidad actual. Esto marca una diferencia inmensa respecto a aquellos proyectos políticos que plantean un hiato utópico radical, pero también frente a quienes consideran la transformación social como un puro ideal normativo cuya consistencia con nuestro presente es puramente tendencial.
Marx, afirmas, no fue ningún moralista: la mera voluntad moral no puede dar pie a un mundo justo. La mejora de las condiciones materiales, a través de un uso inteligente del desarrollo tecnológico, es una condición de posibilidad de una igualdad política no heroica. ¿Por qué no heroica? Y un punto más: ¿qué sería, en tu opinión, un uso inteligente del desarrollo tecnológico?
No heroica en la medida en que no se fundamenta en una comunidad de santos o, de nuevo, en una ruptura absoluta con el pasado. La igualdad no puede basarse en la esperanza de que los millonarios quemen sus bienes en una pira, los trabajadores prefiramos morirnos de hambre antes que recurrir al trabajo asalariado y la gente honesta vaya desnuda para no ser cómplice del trabajo infantil en la industria textil. Los socialistas proponen eliminar algunas fuentes estructurales de injusticia para que el bien y el mal tenga que ver con nuestras decisiones, virtuosas o malvadas, antes que con condicionantes sistémicos incontrolables. Es una propuesta realizable o no, pero está enunciada en términos comprensibles desde nuestro presente: no exige una nueva raza de personas justas y bondadosas. Por eso también me parece repugnante la posición contraria, muy extendida, que resta cualquier importancia a los elementos subjetivos del cambio social, a la transformación personal. En el socialismo hay, por supuesto, espacio para la tragedia, el crimen y el conflicto, al igual que para la bondad y la caridad.
Respecto al desarrollo tecnológico, me temo que soy bastante conservador. Creo que un uso inteligente de las tecnologías es el que nos libra de aquellas actividades con una utilidad marginal decreciente y nos ayuda a fomentar aquellas con una utilidad marginal creciente. Hoy las cosas son exactamente al revés. Por un lado, se nos impide usar la tecnología para, por ejemplo, difundir de forma masiva las artes y las ciencias. Por otro, en vez de servir para generar tiempo libre, los avances tecnológicos son una fuente de esa exoticidad metafísica que llamamos desempleo. Eso por no hablar de nuestro sometimiento lacayuno al fetichismo tecnológico.
Hablas también en tu presentación de la conquista de la igualdad política. En tu opinión, ¿qué noción tenía Marx de igualdad política?
Es una pregunta extremadamente compleja porque creo que la respuesta tiene que ver con su concepción de la relación entre el individuo y la comunidad. Marx no era un comunitarista ni un romántico ni un liberal, aunque tiene un poco de todo ello. Cuando tengo que dar una respuesta rápida, recuerdo que Marx era, para bien y para mal, un heredero de la Ilustración. Yo diría que se sentía razonablemente cómodo con los mecanismos políticos que forman parte de nuestro universo conceptual: separación de poderes, libertad de prensa, estado de derecho, democracia representativa… A veces los critica como meramente formales, pero no creo que eso signifique que creyera que son poco importantes. Al contrario, son tan importantes que tenemos que asegurarnos de que disponen de todas las condiciones materiales para su completo desarrollo. Es decir, no sólo libertad de prensa, sino la garantía de poder ejercerla en igualdad de condiciones y no según hayan dispuesto los azares del mercado.
El Capital, afirmas también, es como una gigantomaquia teórica que permite multitud de lecturas, algunas de ellas, apuntas, ensayos de metafísica o análisis literarios. ¿Ensayos metafísicos sobre una obra que no parece abonar ninguna metafísica?
Usaba metafísica en sentido precrítico: si lo prefieres, puedes decir “ontología” o, más en general, filosofía. Piensa, por ejemplo, en la interpretación aristotélica de Meikle, o en la lectura neohegeliana de Zizek…
En el prólogo a la primera edición de El capital podemos leer: “El físico observa los procesos de la naturaleza allí donde aparecen en la forma más pregnante y menos enturbiados por influencias perturbadoras, o bien, cuando es posible, realiza experimentos en condiciones que aseguran el decurso puro del proceso”. La pulcritud metodológica del paso es admirable. ¿Esa fue la metodología empleada por Marx en su investigación? ¿Marx fue el Galileo del “modo de producción capitalista y de las relaciones de producción y de tráfico que le corresponden”?
Para mí la idea althusseriana de Marx como Galileo de la historia tiene el mismo sentido que hablar de Paco Torreblanca como Galileo de la repostería. Suena a chiste pero lo digo totalmente en serio. Creo que las ciencias sociales son praxeologías. Enormemente sofisticadas y refinadas, pero praxeologías. Es decir, que pertenecen al mismo terreno epistemológico que la traducción, la cocina, la comprensión de textos, la educación de nuestros hijos, las prácticas deportivas, la agricultura, la interpretación musical… En todos estos ámbitos hay conocimiento e ignorancia, distancia entre el acierto y el error. Pero nada tienen que ver con el terreno de la ciencia, al menos tal y como la entendemos desde Galileo. Lo distintivo de Galileo es el descubrimiento de las posibilidades gnoseológicas de matematización del mundo físico. Matematización no significa, como creen algunos economistas, asignar símbolos y números a lo que sea y ponerse a operar con ellos con los procedimientos más complicados posibles. Lo característico de la ciencia es que las operaciones deductivas son empíricamente fructíferas porque se ha logrado acceder a núcleos estables de inteligibilidad de los fenómenos que se aspira a explicar, con independencia de que se usen muchas o pocas operaciones matemáticas. No creo que tal cosa haya sucedido en las ciencias sociales, que se mueven en un terreno sublunar, como explicó Paul Veyne en una obra memorable. De hecho, las ciencias sociales más avanzadas y rigurosas, como la historia, son aquellas que con más naturalidad han asumido esta limitación. En cambio, las más metafísicas y cuestionables son las que insisten en seguir sendas teoretiformes espurias, como algunas ramas de la economía o de la psicología.
En tu opinión, ¿puede seguir defendiéndose “la teoría del valor”? ¿Crees que es una conjetura fructífera?
En alguna ocasión Manuel Sacristán escribió lo siguiente: “La tarea de Marx era irresoluble: consistía en resolver en ‘economía pura’ problemas no económicos puros. Estoy totalmente de acuerdo. A partir de la teoría del valor Marx intentaba explicar simultáneamente los procesos de estratificación, las raíces históricas de la modernidad, la alienación laboral, la autocomprensión de la sociedad moderna, el cambio tecnológico, el paso de la comunidad a la asociación, la disciplina laboral, la supervivencia material de la sociedad capitalista… Creo que hoy disponemos de explicaciones alternativas más elegantes y eficaces para la mayor parte de esas cuestiones. Lo que seguro que no tenemos es un marco general alternativo que las integre todas a la vez. Así que yo reformularía la pregunta: de lo que se trata es de saber si un marco tal tiene alguna utilidad. A mí me parece que, en la práctica diaria de las ciencias sociales, esa clase de paradigmas no son muy interesantes, porque apenas son de ayuda a la hora de resolver problemas concretos. No es que sea imposible emplear la teoría del valor para explicar, por ejemplo, la evolución de las políticas fiscales en los últimos treinta años, pero no creo que sea ni de lejos lo más importante en una investigación como esa. En cambio, la teoría del valor y, sobre todo, la teoría del plusvalor, es mucho más útil como guía para relacionar fenómenos aparentemente alejados entre sí: la expropiación de las tierras comunales en algunos países africanos, el papel de los fondos de pensiones privados en la hipertrofia especulativa, la corrosión de la personalidad en el capitalismo avanzado, los cambios en la legislación laboral en España... En ese sentido, la teoría de Marx tiene funcionalidades políticas importantes y creo que por el momento insustituibles.
Para finalizar, intenta convencerme e intenta convencer a los lectores. ¿Por qué crees que es conveniente o incluso necesario leer hoy El Capital?
A riesgo de tirar piedras contra mi propio tejado, yo diría que es más necesario conocer con algún rigor las tesis de Marx y sus herederos que enfrentarse a la literalidad de El capital. A mucha gente le puede ser de mucha más utilidad recurrir a alguna de las excelentes exposiciones que existen de la doctrina de Marx que pelearse con un texto fascinante pero nada amigable. Resulta difícil explicar la alquimia mental que se produce entre quienes necesitamos volver una y otra vez a El capital. Con los Pasajes, Walter Benjamin quería hacer simultáneamente una historia oculta del capitalismo del siglo XIX y un “cuento de hadas dialéctico”. Algo de eso hay en el modo en que El capital nos interpela, sacando a la luz cómo cada vez somos más lo que ya éramos. Dicho de un modo menos oscuro, Marx teoriza con un léxico decimonónico una realidad que en su tiempo era marginal y que sólo hoy, en la era de la globalización, ha llegado a consolidarse. Hoy es cuando, finalmente, todo lo sólido se ha disuelto en el aire. Así que se da la paradoja de que a medida que la descripción marxista del capitalismo histórico se va volviendo más inexacta, su teoría resulta cada vez más explicativa. Esta tensión irreconciliable a algunos nos resulta muy fructífera.

domingo, 30 de enero de 2011

Las razones y sinrazones del miedo atávico al comunismo


30-01-2011

Las razones y sinrazones del miedo atávico al comunismo



El fantasma que recorrió Europa a principios del siglo XIX y que asustó hasta la médula espinal a las clases gobernantes y a la iglesia católica de la época, era un movimiento político-social incipiente y novedoso por sus planteamientos y reivindicaciones. Una corriente político-económica emancipadora, surgida de las contradicciones antagónicas de las relaciones de producción imperantes en la sociedad europea. El movimiento comunista estremeció las estructuras político-ideológicas del capitalismo industrial, y tanto el clero como las monarquías unieron fuerzas con la burguesía para combatir a los sacrílegos comunistas.
¿Cuáles son las raíces biológicas del miedo al comunismo?
La psicología moderna reconoce seis [1] tipos de emociones naturales básicas en la especie humana. Esto significa, que los humanos, sin distinción de etnia, género y color de piel, nacemos con esta información emocional, que nos condiciona para percibir frente a un estímulo externo el sentimiento de alegría, miedo/pánico, asco, ira, sorpresa y tristeza.
El miedo o temor a lo extraño o lo desconocido, es una reacción instintiva de supervivencia. El origen del miedo puede ser cualquier estimulo externo, real o infundado, que se perciba emocionalmente como peligroso o una situación cualquiera que no ofrezca seguridad personal. Éstos pueden ser naturales o aprendidos por condicionamiento clásico o a través del método de aprendizaje modelado. Expresiones extremas de este sentimiento no controlado pueden degenerar en patologías fóbicas.

Cuando Carlos Marx y Federico Engels en la introducción del manifiesto del partido comunista en 1848 escribieron la metáfora del “fantasma que recorría Europa”, estaban conscientes de la dimensión de su mensaje, puesto que tenían conocimiento de los miedos y temores existenciales de las clases dominantes y su aliado estratégico, la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Desde entonces el comunismo ha sido utilizado por los altos sacerdotes modernos, como el chivo expiatorio que carga acuestas lo más malo de la sociedad y por ello es apedreado y vilipendiado en las plazas públicas del mundo.

¿Qué es el comunismo?
El comunismo es una concepción filosófica, basada en la teoría marxista y enriquecida por los aportes de Engels, Lenin, Rosa Luxemburg y otros teóricos del marxismo revolucionario, que permite entender y comprender el desarrollo de la historia desde una perspectiva social y humanista, en la que el ser humano es el sujeto y objeto principal de la misma. El comunismo es, además, el modo de producción económico, en el que las relaciones de producción no estarán basadas en la propiedad privada de los medios de producción ni en la división de la sociedad en clases.
En este sentido, me refiero aquí, única y exclusivamente al comunismo, en sus dos acepciones: 1) Como ideología y 2) como modo de producción.
En el ensayo “Principios del comunismo”, Federico Engels, conociendo el miedo ancestral que corroía a la sociedad contemporánea, se tomó la tarea de explicar pedagógicamente las bases de la filosofía materialista del comunismo. Engels define entonces el comunismo, como la doctrina de las condiciones de la liberación del proletariado; entendiendo aquí por doctrina, un conjunto filosófico de ideas y conceptos dinámicos, diametralmente opuestos a la connotación religiosa y dogmática que esta palabra también puede implicar. Buenas eran las intenciones de Federico Engels. Las clases sociales dominantes además de no tener ningún interés de conocer en profundidad el pensamiento comunista, se dispusieron a combatirlo con todos los medios a su disposición. Aquí la curia pontificia desempeñó un papel preponderante en la lucha contra el comunismo. Las grandes mayorías proletarias, los desposeídos, los que en virtud de su condición social se veían obligados a vender su fuerza de trabajo para subsistir, influenciadas ideológicamente por las religiones Abrahamicas, obedecieron el dictamen sagrado de la Iglesia de no aceptar ese pensamiento. Para lograr su fin, la Iglesia utilizó el instrumento del miedo y el temor, sugiriendo que el comunismo prohibiría el derecho al culto religioso.
La cuestión de la religión, que Federico Engels no abordó explícitamente en su ensayo, continúa siendo en la actualidad, una de las grandes interrogantes ideológicas que el comunismo no ha sabido resolver. ¿Es el teísmo en sí, un obstáculo para la liberación y construcción del comunismo? La Iglesia, como institución, sigue azuzando al rebaño de corderos con la amenaza del lobo malo ateo. El miedo al comunismo se ha transformado en la reacción cognitiva-emocional automática de gran parte de las masas trabajadoras influenciadas por la ideología burguesa, con el agravante, que efectivamente en los países comunistas se cometió el error histórico de interpretar mecánicamente el postulado de Carlos Marx en su escrito Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel que “la religión es el opio de los pueblos” y se pretendió erradicar “el vicio” prohibiendo la religión.

El miedo al comunismo es un fenómeno generalizado y fomentado sistemáticamente por los medios de comunicación del establishment capitalista. Entre más inculta y religiosa sea la masa crítica de la sociedad, más violenta y exacerbada es la reacción emocional. Sin embargo, las expresiones anticomunistas difieren de país en país, en dependencia de la experiencia histórica que se tenga con esta tendencia política y el peso específico que las organizaciones comunistas tengan o hayan tenido en la correlación de fuerzas político-sociales. En este sentido, el miedo al comunismo de los italianos difiere en forma y contenido, al de los franceses o al de los españoles. Caso particular es el anticomunismo alemán, que a mi juicio, ha alcanzado límites patológicos. En Latinoamérica y en los Estados Unidos, el miedo al comunismo también se ha convertido en enfermedad.

¿Cómo se explica la comunismofobia furibunda de la sociedad alemana?
En primer lugar, considero necesario resaltar que siendo Alemania el país donde se gestó el primer esbozo teórico-filosófico del comunismo científico, sea precisamente allí, donde el comunismo se ha convertido en un tabú político-ideológico. El simple hecho de mencionar la palabra “comunismo” provoca en la generalidad de la gente una reacción repulsiva e irracional.
Según mi opinión, existen dos factores fundamentales para comprender y abarcar la dimensión del miedo o pánico al comunismo en Alemania. El primero, está directamente vinculado a la segunda guerra mundial y tiene una connotación militar-psíquico-emocional, con una sintomatología traumática. Me refiero especialmente a los acontecimientos en el frente oriental. Las cruentas batallas que se libraron en los diferentes frentes de guerra, dejaron huellas profundas e imborrables en las mentes de los alemanes que vivieron (y sobrevivieron) la experiencia en carne propia de la forma, intensidad y valentía con que el pueblo soviético y el ejército rojo defendieron la patria comunista de las huestes hitlerianas; experiencias que han sido trasmitidas de generación en generación. En la batalla de Moscú en el invierno de 1941 se libraron encarnizados combates por tierra y por aire. La derrota de los alemanes en las cercanías de Moscú fue contundente y repercutió en el curso posterior de la guerra. El ejército alemán perdió ahí el aura de ejército invencible y a raíz de esta debacle militar, muchos generales fueron destituidos por orden directa de Hitler. Esta gran victoria del ejército rojo sobres las tropas invasoras alemanas fue el comienzo de la gran contraofensiva militar que culminó años más tarde con la ofensiva final, la ocupación de Berlín y la claudicación del ejército alemán. La derrota tuvo sabor amargo y color rojo comunista.

El segundo factor, tiene que ver con la división de Alemania y con la experiencia directa o indirecta vivida por los alemanes (el muro de Berlín los separaba simbólicamente) durante casi 45 años con el comunismo soviético. Esta particularidad de la postguerra que se transformó en su momento en el “mano a mano” del capitalismo y el comunismo, y en uno de los teatros de acción de la guerra fría, no tiene parangón en la historia moderna. Alemania ha sido el único país capitalista desarrollado que, por casus belli, ha sido dividido y donde en una de sus partes, se implantó un modelo comunista de desarrollo, apuntalado por el poder de las armas del vencedor soviético.
El comunismo en la República Democrática Alemana, fue por lo tanto, una consecuencia directa de la segunda guerra mundial y no de un proceso popular revolucionario y se caracterizó por ser una copia del modelo soviético. Ahora bien, es preciso aclarar que gran parte de la ciudadanía de la Alemania oriental estaba a favor del sistema y, detrás del muro solamente los comunistas alemanes occidentales se solidarizaban con sus camaradas orientales.

¿En qué medida contribuyó el estalinismo a reforzar los miedos y prejuicios de los ciudadanos del mundo en relación al comunismo?
El desarrollo del comunismo en la URSS, sobre todo a partir de la muerte de Lenin en 1924, estuvo caracterizado por los abusos del poder estalinista, expresados en las purgas internas, deportaciones y crímenes políticos, y en los errores en la construcción y planificación de la sociedad comunista. Estos hechos contribuyeron en gran medida, a desvirtuar y enajenar el concepto teórico-filosófico del comunismo. Desde el primer momento en que la filosofía comunista, es decir, el materialismo dialectico e histórico, se convirtió en doctrina de estado, los pensamientos e ideas, otrora concebidas por Marx y Engels, como dinámicas y en permanente desarrollo dialectico, se transformaron en la época de José Stalin y en los años posteriores a su muerte, en dogmas y preceptos rígidos y estáticos, cuasi religiosos. Estos garrafales errores político-económicos dieron pie a que la ideología burguesa arremetiera con toda su fuerza y con todos sus medios para desprestigiar la imagen del comunismo. Hábilmente, la ideología burguesa se tomó el derecho de despojar a su antojo al comunismo de una de sus virtudes esenciales que es el profundo humanismo, no en la connotación filosófica renacentista, sino en el sentido que es el hombre el sujeto principal de la historia. Por otra parte, el aporte histórico y decisivo de los comunistas soviéticos en la derrota del fascismo alemán fue astutamente relegado a un segundo plano por la prensa capitalista. Estas discrepancias, por lo demás verificables y comprobables, entre el aporte inmenso de los comunistas en la lucha contra el fascismo en el mundo entero, la teoría y la práctica del comunismo real que existió hasta el debacle de la Unión Soviética, es un lastre testamentario que los comunistas contemporáneos tienen que asumir críticamente y cuyo peso histórico no se debe ignorar y obviar bajo ningún punto de vista. Todos estos errores y desviaciones ideológicas dieron como resultado la visión estereotipada que se tiene acerca del comunismo. Se creó así un perfil rudimentario de lo que significa ser comunista: dogmático, bárbaro, despiadado y malo.

¿Qué hacer entonces?
Dado que las relaciones de producción capitalistas siguen siendo dominantes y siendo el capitalismo el sistema imperante a nivel global, el comunismo sigue siendo una alternativa vigente. El comunismo soviético [2] y sus copias, fueron simplemente experimentos fallidos, lo cual no significa que el ideal comunista desarrollado por Marx, Engels y otros, haya caducado o no tenga validez. Han sido sólo experimentos, en cuanto que nadie sabe a priori cómo se construye el comunismo. En este sentido, no ha existido hasta la fecha en la edad moderna ninguna sociedad estrictamente comunista. Pienso, que hoy, más que nunca, los comunistas, con o sin carnet, son necesarios e indispensables, porque en este inmenso mar de banderas multicolores e intereses variopintos, y de confusiones ideológicas, el análisis y síntesis comunista son imprescindibles.

En la medida que los comunistas, en todos los rincones del planeta, asuman críticamente y con seriedad los errores y crímenes del pasado cometidos en nombre del comunismo y continúen defendiendo los intereses de las grandes mayorías asalariadas con honestidad y sin vacilación, y luchando por la emancipación del individuo y la sociedad, en esa misma medida contribuirán a la acumulación de fuerzas y al fortalecimiento de la credibilidad política y la confianza popular. Solamente con el ejemplo se logra contrarrestar la mentira, la calumnia y el miedo. La tarea no es fácil. La lucha de clases tampoco.



[1] Robert Plutchik añade dos más: Confianza y curiosidad
[2] Se utiliza aquí el término comunista en su connotación política, es decir, para destacar aquellos países en los que el partido comunista ostenta el pod

domingo, 23 de enero de 2011

Ni Edipo el rey


23-01-2011

Ni Edipo el rey



Sí, el mundo arde por los cuatro costados, aunque algunos traten de camuflar la situación “parcelando” conceptualmente la hecatombe en crisis inmobiliaria, de la construcción, financiera, griega, portuguesa, española, tal denuncian diversos analistas, los más de ellos situados en el lado izquierdo del espectro político.
Sucede que algunos pretenden renombrar las cosas, para que estas existan a su albedrío. O para que dejen de existir. “¿Acaso en un principio no fue el logos, el Verbo?”, se animarán para sus adentros, henchidos de petulancia sofística, ciertos think thank (tanques pensantes… o interesadamente pensantes), sin reparar en la imposibilidad de ocultar que “hay una sola crisis, la del sistema capitalista y su última fase en evidente descomposición: el neoliberalismo”, entre otras razones por la extensión y la duración, como bien apunta Alirio Montoya (Rebelión.org), quien nos recuerda que la gestación del modelo de mercado absolutista ocurrió en los años 20 del siglo pasado, con el comienzo del auge de la especulación. Y nos señala que la peor catástrofe económica desde la Gran Depresión y su secuela son la prueba más clara y dolorosa del fracaso del capitalismo financiero, dominante en la economía planetaria de los últimos 30 años.
Abrevando en informes de numerosas entidades internacionales, conoceremos que en los postreros 40 años se ha duplicado la cantidad de “países menos desarrollados”; en el 2009, estos gastaron en importaciones de alimentos 23 mil millones de dólares; el ingreso promedio por persona en las naciones más pobres de África ha caído un cuarto durante los últimos cuatro lustros; aproximadamente mil millones de seres en todo el orbe se acuestan hambrientos todas las noches; más del 60 por ciento de la humanidad vive en estados en los que se amplía la diferencia de ingresos entre pudientes y necesitados; dos mil 600 millones carecen de higiene básica, y tres mil millones, cerca de la mitad de la población de la Tierra, vive con menos de dos dólares al día. Para mayor inri, cada 3,5 segundos muere alguien de inanición, tres cuartos de ellos con menos de cinco años de edad; alrededor de 400 millones de niños no tienen acceso al agua potable, y en 2008 cerca de nueve millones murieron antes de llegar a su quinto cumpleaños…
Definitivamente, creo que nadie de buena fe se avendría a negar el fracaso del sistema-mundo, nombrado así porque son pocos los sitios no copados. Escasean los oasis. Habría que pasar de ingenuo para no ver que Europa desborda de hogueras en que se consumen comercios, autos, cajeros automáticos, bancos; y de refriegas donde unos pocos policías acaban heridos, y muchos manifestantes hospitalizados, si no presos o sepultados.
Habría asimismo que remedar el gesto de Edipo, arrancarse los ojos, para no distinguir lo que orean en público miríadas de observadores: Un solo hombre, Bill Gates, posee un patrimonio de más de 50 mil millones de dólares, que sobrepasa el PIB individual de 140 países; el 2 por ciento más favorecido detenta más de la mitad de los activos de hogares en el globo, y el 0,5 por ciento controla más del 35 por ciento de la riqueza; mientras al continente africano corresponde el 1 por ciento del caudal universal, al haber de los Estados Unidos va el 25 por ciento de este…
Y lo peor es que, conforme a los entendidos, aún no ha pasado la cima (o la sima) de la crisis… Caramba, ¿dijimos que lo peor? Pues quizás hasta nosotros estemos pecando de ingenuos, porque tal vez el pueblo, los pueblos no yerren cuando afirman, en buen romance, que lo “mejor de esto es lo malo que se está poniendo”. Intuición que bien podría trasuntarse en palabras del destacado marxista húngaro Itsván Mészáros, también citado por Montoya: “Pero la última cosa que necesitamos hoy día es seguir echando el lazo al viento, cuando tenemos que encarar la gravedad de la crisis estructural del capital, lo cual exige la institución de un cambio sistémico radical (…) Es por eso que Marx tiene hoy mayor pertinencia que nunca. Porque solo un cambio sistémico radical puede ofrecer una esperanza y una solución históricamente sustentables del futuro”.
No en balde, con obsesión contraproducente, la Casa Blanca acaba de situar en la comba celeste el presupuesto militar para este año: 708 mil millones, el más cuantioso de todos los tiempos. Como si, en la historia, algún imperio hubiera logrado conjurar la decadencia con las armas por los siglos de los siglos.
Al fin y al cabo, más inteligentes son los ciudadanos de los cuatro confines que –según sonadas encuestas - están recabando en masa, al menos para entender las circunstancias, una voluminosa y profética obra confinada por ciertas voces al anaquel de las extravagancias y las meras curiosidades… ¿Tendríamos que aclarar que nos referimos a El Capital?

viernes, 21 de enero de 2011

Confrontación mercado-Estado


21-01-2011

Confrontación mercado-Estado



En Europa se juega la supervivencia del modelo solidario que ha existido desde hace cinco décadas. Esa región ha enfrentado desde hace casi un año presiones del mercado de dinero. Luego de que se detuviera la recesión en las economías desarrolladas, los grandes inversionistas que dominan ese mercado se plantearon garantizar el retorno de su dinero y aumentar el rendimiento de su capital. Revisaron las condiciones de los principales deudores. Su fuente de consulta fue lo que los propios países reportaban a las distintas instancias de supervisión y control, incluidas las pruebas de resistencia a tensiones que habían practicado a sus bancos. Encontraron los eslabones débiles y decidieron actuar.

Los propósitos de garantizar el pago y ganar más podían cumplirse al mismo tiempo. Atacaron primero a Grecia, cuyo gobierno había publicado información verídica del endeudamiento y del tamaño del déficit fiscal. Con esa revelación esos grandes capitales alertaron a agencias calificadoras, que rápidamente advirtieron justamente a esos mismos inversionistas de que podían presentarse dificultades para cumplir con compromisos crediticios, que era lo que había señalado el gobierno socialista griego. La respuesta de los mercados fue aumentar sustancialmente los intereses requeridos para refinanciar la deuda, debido a que el riesgo había aumentado.

Lograron que la Europa del euro les garantizara el cumplimiento de los pagos de la deuda griega y cobraron mucho más. Al mismo tiempo exigieron al gobierno presentar un plan de austeridad que redujera el déficit, liberando los recursos necesarios para pagar los intereses adicionales cobrados por una mayor prima contra el riesgo. Con esto, se castigó a la población por excesos y falsedades de otros, traicionando uno de los valores fundamentales de la Europa unida: su modelo económico y social solidario y equitativo.

Este modelo europeo solidario permitió que la crisis afectara relativamente poco el nivel de vida de los europeos, pese a provocar un alud de despidos. Comparado con lo que sucedía en otros países, incluido Estados Unidos, está claro que el modelo europeo es socialmente recomendable. Obviamente costó dinero a los gobiernos europeos: al aumento del despido correspondió automáticamente un aumento de los gastos del Estado para garantizar un ingreso mínimo a los parados.

Este modelo solidario es el que atacan los mercados. Cada batalla, es decir, cada momento en el que gobiernos de la periferia europea subastan títulos de deuda, los mercados van a por más euros. En las batallas recientes han logrado salir victoriosos. Esta semana, por ejemplo, el Tesoro español colocó 6.000 millones de euros en bonos a 10 años al 5,6%, pagando una prima de riesgo adicional del 2,56% con respecto del bono alemán. Hace un año, una colocación española similar pagó primas de riesgo por 0,76 por ciento. La colocación de 2011 costará 1.000 millones adicionales de intereses, que ganan los mercados y pierden los españoles.

Se ha planteado repetidamente que Europa no puede permitir que los mercados se impongan y derroten un modelo social que permitió alcanzar y luego mantener niveles de vida adecuados. El dilema económico es un dilema político y social. Mercados que exigen austeridad y gobiernos que recortan programas sociales. La crisis no fue provocada sólo por los estadunidenses. Banqueros, gobiernos y algunos europeos participaron en la colosal expansión del crédito y se beneficiaron. Castigar a poblaciones enteras por algo ajeno a su desempeño es evidentemente injusto.

El capitalismo es injusto, pero en Europa lo era menos. Cada colocación de deuda es una nueva batalla por recursos limitados. Hasta ahora han ganado los grandes capitales, pese a la resistencia civil: huelgas generales, manifestaciones, paros sectoriales no han servido. En las próximas batallas los afectados tendrán que ensayar nuevas tácticas de resistencia para obligar a sus gobiernos a modificar el sentido de su responsabilidad: primero la población y luego, si alcanza, los mercados. De otro modo perderán la guerra distributiva.

Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2011/01/20/index.php?section=opinion&article=031a1eco
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miércoles, 19 de enero de 2011

De marxismo, democracia y relativismo


19-01-2011

De marxismo, democracia y relativismo



Una contribución al debate acerca del Derecho, el comunismo, la democracia y el marxismo por la polémica suscitada por el artículo de Carlos Rivera Lugo "El comunismo jurídico" (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=117096), contestado por el artículo "Comunismo y Derecho" (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=117932), de Carlos Fernández Liria y Luís Alegre Zahonero, contestado más tarde por Juan Pedro García del Campo con "El derecho, la teoría, el capitalismo y los cuentos" (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=119043), contraargumentado de nuevo por los autores del primer artículo en "Comunismo, democracia y derecho" (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=119482), y enriquecido por Manuel M. Navarrete con "Dogma y derecho" (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=120532).
En el interesante debate que se está produciendo acerca del Derecho en el comunismo, trascienden ciertos debates de fondo verdaderamente cruciales, como son la interpretación de ciertos postulados marxistas, el materialismo dialéctico, la distinción entre teoría y práctica, el determinismo y el relativismo. Éste es un debate crucial porque hablar del Derecho en el capitalismo, en el socialismo, en el comunismo, o de un Derecho "supremo", "absoluto", distinguir entre el "ser" y el "deber ser", tiene mucho que ver con la cuestión del Estado. Si admitimos que el Derecho no es lo mismo que el Derecho burgués, inevitablemente, podemos deducir que el Estado burgués tampoco tiene por que ser el Estado. Y esto tiene importantes implicaciones por lo que respecta a la teoría revolucionaria. Si el Estado burgués no es el único posible, entonces tal vez algunos de sus principios fundamentales, como su naturaleza clasista, no tengan por que ser inevitables. Uno de los preceptos del marxismo fue suponer que el Estado siempre había sido la dictadura de una clase (como indudablemente así lo ha sido hasta el presente) y que por tanto siempre lo iba a ser en el futuro, por lo menos a corto plazo. Si admitimos, como se está diciendo en este debate, que el "ser" no coincide con el "deber ser", entonces que el Estado haya sido hasta ahora clasista no significa que deba forzosamente seguir siéndolo, y entonces el concepto de la dictadura del proletariado (al margen de su "vestimenta lingüística" más o menos acertada para la guerra ideológica) no sería válido, puesto que se basa en suponer que el Estado proletario "sólo" puede consistir en un Estado clasista donde la clase dominante sea el proletariado.
Por consiguiente, este debate es trascendental. Nunca debemos olvidar la importancia de la teoría. Como decía Lenin, sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria. En mis diversos escritos estoy intentando hacer una crítica constructiva del marxismo aplicando el mismo método marxista, es decir, el materialismo dialéctico. En el capítulo Los errores de la izquierda de mi libro Rumbo a la democracia, disponible, como todos mis escritos, en mi blog (http://joselopezsanchez.wordpress.com/), y publicado en su día en diversos medios de la prensa alternativa como Rebelión (http://www.rebelion.org/docs/84158.pdf), analizo los principales errores ideológicos del marxismo, así como de otras corrientes de la izquierda, como el anarquismo. Por otro lado, desde hace unos meses, estoy escribiendo un nuevo libro, el cual tardará aún en publicarse, donde analizo en profundidad las experiencias históricas revolucionarias del siglo XX, especialmente la Revolución rusa de 1917, la más importante de la historia junto con la gran Revolución francesa de 1789. Experiencias de las que tanto debemos aprender para intentar de nuevo superar el capitalismo, para intentar reformular la teoría revolucionaria. Como suele decirse, si no aprendemos de los errores del pasado, estamos condenados a repetirlos. Por no prolongar en exceso el presente artículo, remito al mencionado libro Rumbo a la democracia para que el lector profundice en mis afirmaciones. El tema es demasiado amplio como para abarcarlo completamente en unas pocas líneas. El objetivo de este artículo es aportar un granito de arena al debate y llamar la atención sobre el hecho de que está íntimamente relacionado con el concepto de la dictadura del proletariado, es decir, con la concepción marxista del Estado, así como con el relativismo y el determinismo.
1) La cuestión del Estado en el marxismo
Básicamente mi crítica al marxismo viene a decir que el concepto de la dictadura del proletariado es erróneo, es el talón de Aquiles del marxismo. No sólo fue inadecuado para denunciar la dictadura burguesa disfrazada de democracia liberal, no sólo fue ambiguo y peligroso, por cuanto facilitó la aparición del estalinismo, una grotesca, dramática y bárbara caricatura de las ideas de Marx y Engels, sino que es erróneo por su contenido. No en cuanto a la necesidad de superar la dictadura burguesa, al objetivo buscado, es decir, el dominio del proletariado, sino en la manera de plantearlo y de buscar implementar dicho objetivo. En verdad supuso una interiorización burguesa. El Estado burgués (en general el Estado clasista) fue asumido como el Estado. De la misma manera que algunos de los participantes en el presente debate afirman que el Derecho burgués no es el Derecho, yo afirmo que el Estado burgués (oligárquico en general) no es el Estado. Dicho de otra manera, el Estado que ha sido no tiene por que ser igual al que puede ser en el futuro, el "ser" no coincide con el "debe ser", hay otro posible "ser" que se acerque al "debe ser". Es posible un Estado no clasista, neutral. Que la burguesía proclame a bombo y platillo que su Estado es neutral no significa que lo sea, ¡pero tampoco que el Estado no lo pueda ser en el futuro! Es más, sólo en el marco de dicho Estado neutral, el proletariado podrá verdaderamente dominar. El Estado clasista es el Estado burgués. El proletariado, las clases trabajadoras, la mayoría, necesitan, por el contrario, desprenderse del Estado clasista, implementar un Estado neutral, dar un salto cualitativo importante para superar dicho Estado clasista. Sin ese salto no es posible la transición al socialismo. A continuación voy a incluir un extracto del nuevo libro que estoy escribiendo. Todo lo dicho aquí viene complementado por el capítulo Los errores de la izquierda del libro Rumbo a la democracia.
La revolución socialista rusa se diferenció demasiado poco de la burguesa en algunos aspectos elementales. Y esto vino del hecho de interpretar que la historia sólo podía seguir siendo, en esencia, como así había sido, demasiado miméticamente. Y esto, a su vez, provino del hecho de interpretar que el Estado que siempre había sido clasista, como así fue, sólo podía seguir siéndolo. Es decir, este error provino de cierta concepción demasiado determinista de la historia humana. El marxismo pecó, en algunos aspectos, de demasiado determinista, aun contradiciéndose a sí mismo. Reconocer que la lucha de clases es el motor de la historia, que así lo ha sido por lo menos, no significa que dicha lucha deba hacerse siempre de la misma forma, ni significa que la sociedad sólo pueda organizarse mediante un Estado clasista. El marxismo reconoció que la sociedad podía superar la división clasista, nos dijo que sería posible abolir las clases, pero no nos dijo cómo, y, lo que es peor, nos dijo que el Estado sólo podía ser clasista. Esta contradicción nos llevó a un callejón sin salida. No podíamos por ahora prescindir del Estado pero éste no podía dejar de ser clasista, la única solución que nos propuso el marxismo consistió en sustituir el dominio de la burguesía por el del proletariado. Pero tampoco nos concretó suficientemente cómo el proletariado podía ejercer su dominio. Ahora, tras las experiencias prácticas acontecidas, producto de un estado actual de conciencia superior (en el cual el marxismo influyó decisivamente), por lo menos para ciertas minorías, en el presente momento histórico sí tenemos la respuesta, el cómo lograr el dominio del proletariado, el cómo superar con el tiempo la división de la sociedad en clases: la democracia, en el sentido más profundo y amplio de la palabra.
El materialismo histórico nos da las claves para comprender los acontecimientos de la sociedad humana fijándonos en el motor de la sociedad: el sistema económico. El Estado burgués es el reflejo del capitalismo, del sistema económico en el cual la burguesía adquiere tal poder, que domina la sociedad, que se convierte en clase dominante. El problema planteado un poco más arriba sobre la naturaleza clasista del Estado, puede replantearse de otra manera. Si admitimos que el Estado siempre ha sido clasista y siempre lo será, entonces parece inevitable plantear la sustitución de la burguesía por el proletariado, entonces parece lógico plantear la sustitución de la dictadura burguesa, llamada democracia liberal, por la dictadura del proletariado. Es por esto que Marx y Engels plantearon este concepto. El problema es que cuando no es posible gobernar una sociedad sin Estado, por lo menos una sociedad que ha sido acostumbrada durante demasiado tiempo a él, cuando no es posible una sociedad autogobernada inmediatamente posterior a una sociedad gobernada, como así reconocieron los marxistas (por esto plantearon la transición al socialismo y a su vez éste se definía como la transición al comunismo), como no reconocieron los anarquistas (éstos se quitaron el problema teórico y práctico de encima de un plumazo), ¿cómo evitar que quienes gobiernan, quienes ocupan físicamente el aparato estatal, aun en nombre del bien común, o de cierta clase, actúen en su propio interés, o en el interés de ciertas minorías, en contra del bien común o de la clase que dicen representar? Éste es el problema de fondo a resolver. Y no se resuelve cambiando simplemente a los inquilinos del aparato estatal ni negando a éste, ni planteando la ilusoria posibilidad de prescindir inmediatamente del Estado o del gobierno. Se soluciona llevando a la práctica ciertos mecanismos concretos que maximicen las probabilidades de que todo gobierno responda ante el pueblo.
Los marxistas acusaban a los burgueses de gobernar para satisfacer sus propios intereses bajo la apariencia del interés general, les acusaban de usar el Estado para sus intereses de clase bajo la apariencia de situarse por encima de las clases, al margen de ellas. Les acusaban de la naturaleza clasista del Estado, en contra de la autoproclamada neutralidad por la burguesía que controlaba el Estado. Y les acusaban con toda la razón. Esto podemos comprobarlo en nuestros días también. No hay más que fijarse en las políticas fomentadas y aplicadas incluso por gobiernos que se dicen favorables a las clases populares en la presente crisis. El problema es que el marxismo no fue más allá, no se dio suficientemente cuenta de que el problema en su esencia más profunda tenía que ver con el hecho de que no podía prescindirse de forma rápida (por lo menos) del Estado, pero que tan poco podía ocupar dicho Estado la población entera, ni siquiera una clase entera. Sólo podían ocupar los puestos del Estado cierta minoría, cierta representación de la sociedad o de una parte de ella. La orquesta sólo puede ser dirigida por una persona, no por toda la orquesta al mismo tiempo, por lo menos hasta que la orquesta aprenda a autodirigirse, si es que ello es posible alguna vez. Al no poder implementarse la democracia directa para grandes conjuntos de personas, el Estado, por mucho que se declare neutral, por mucho que incluso se declare proletario, siempre es ocupado, usado, por ciertas minorías, por ciertas personas concretas. El Estado no se hace proletario porque se declare solemnemente como tal. El Estado tampoco se hace neutral porque se diga que lo es. El Estado en las sociedades capitalistas, en todas las sociedades en mayor o menor medida, no es de todos, es de unos pocos, de quienes ocupan sus puestos de mayor responsabilidad y de quienes controlan a éstos. Como se suele decir el Estado somos todos, pero unos más que otros. ¡Ni el Estado desaparece por arte de magia porque se le niegue! El Estado no podrá abolirse, ni transformarse, de palabra, sólo podrá serlo de hecho, siempre que detrás de la praxis haya una teoría correcta, mínimamente completa, mínimamente coherente, suficiente, y que además sea realimentada por la práctica. Es decir, mediante el método científico, es decir, mediante la libertad, la democracia. El Estado proletario en Rusia no perteneció realmente al proletariado, menos al pueblo, salvo en sus momentos iniciales. Una minoría autoproclamada como benefactora del pueblo, como proletaria (aunque inicialmente apoyada por una parte importante del pueblo, por la inmensa mayoría del proletariado), lo ocupó. Y al cabo de poco tiempo reprodujo los mismos males del Estado burgués, incluso acrecentándolos de manera muy notoria. La dictadura del proletariado se transformó en poco tiempo en la dictadura contra el proletariado y contra el pueblo en general.
¿Por qué? Entre otros motivos, por razones teóricas. El concepto de la dictadura del proletariado no resolvió la contradicción esencial del Estado moderno. Al contrario, la agravó. ¿Si el Estado, su aparato logístico, es ocupado por unas pocas personas, cómo evitar que esas personas gobiernen para satisfacer sus propios intereses o los de ciertas personas afines, en contra de los intereses de cierta clase o del propio pueblo? Este problema no lo tenía la burguesía porque los intereses de quienes ocupaban el Estado eran los mismos que los intereses generales de la propia burguesía: enriquecerse, mantener el orden establecido, favorecer el desarrollo del capitalismo, la reproducción de la burguesía. Cuando dichos intereses no coinciden, algo poco probable pero no imposible en la democracia burguesa, la burguesía, que controla la sociedad, mueve todos los resortes, ideológicos, económicos e incluso militares llegado el caso, para expulsar del poder político a quienes han osado usarlo en contra de sus intereses. Pero en el caso del Estado proletario, en su concepción teórica, ideal, en lo que se buscaba, esto ya no era así. La burguesía tenía un poder económico y controlaba al poder político en base a dicho poder económico, pero los trabajadores no tienen ningún poder, ellos no pueden controlar al poder político más que por la democracia. Su única fuerza es la de la mayoría, la de la razón, la de la ética. Su fuerza sólo hace acto de presencia cuando los trabajadores se unen en la acción. Siempre es más difícil la unión y coordinación de millones de personas, que las de unos centenares o millares. Los trabajadores no buscan enriquecerse, buscan sobre todo emanciparse. Por lo menos así era cuando la burguesía, esa enfermedad contagiosa de la que nos hablaba Pasolini, no se había propagado tanto. Aunque a muchos individuos en la actualidad les gustaría enriquecerse, la mayoría se conformaría, por lo menos, con no ser explotados, con sobrevivir en condiciones dignas, con asegurar el sustento.
Y en esta disparidad de intereses, en esta disparidad de las naturalezas, sobre todo en cuanto al poder ostentado, de la clase burguesa (o de cualquier clase con poder económico) y la clase proletaria (o de cualquier clase sin poder económico), es donde estaba y está la clave. Estas disparidades fueron obviadas por el marxismo, o no fueron consideradas plenamente. Aquí es donde radica el error profundo de la dictadura del proletariado. En no considerar o en infravalorar las diferencias drásticas, cualitativas, entre la clase burguesa, entre cualquier minoría dominante, y la clase proletaria, cualquier clase mayoritaria dominada. Los métodos empleados por la burguesía para dominar la sociedad no pueden ser extrapolados, menos calcados, por el proletariado, por cualquier clase popular, por el pueblo. Y en dichos métodos está incluido, entre otras cosas, el Estado, el sistema político. Usar los métodos de la derecha garantiza el fracaso de la izquierda, su transformación en la derecha, su degeneración. Como así ocurrió en el sistema político más izquierdista que se intentó instaurar. La izquierda en la Rusia soviética se acabó convirtiendo en la peor derecha habida y por haber. O dicho de otra forma, los errores metodológicos, sustentados en los ideológicos, propiciaron el nacimiento de una nueva derecha que se impuso sobre la izquierda. Tan es así que pactó con el régimen nazi (bien es cierto que para evitar entrar en guerra). Tan es así que imitó muchos de los comportamientos de la extrema derecha. El estalinismo, en muchos aspectos, fue una forma de fascismo. El estalinismo se nutrió del leninismo, pero a su vez éste se nutrió del marxismo. Los errores se produjeron en cadena. Los errores ideológicos fueron acrecentándose hasta convertir el blanco en negro. Los métodos de la derecha, sustentados en los conceptos de la derecha, hacen que sea ésta la que prospere, ya sea creando nuevas derechas, ya sea haciendo que las derechas existentes sean las que se impongan y sobrevivan. La máquina de hacer derechas produce derechas, ya sea partidos de derecha, ya sea políticas de derechas, incluso en los partidos declarados de izquierdas. Debemos implementar la máquina de hacer izquierdas. Esa máquina es la democracia. Con la verdadera democracia la derecha está condenada, sólo puede sobrevivir y prosperar la izquierda, aquellas fuerzas políticas que defiendan realmente, de facto, los intereses generales, los de la mayoría, los del conjunto de la sociedad.
La única manera de evitar que una minoría que gestiona el Estado lo haga sólo o sobre todo mirando por sus intereses es que responda ante quienes son gestionados, ante quienes desean controlarla. Quienes son gobernados deben tener el poder para controlar a quienes gobiernan. La burguesía, la oligarquía, lo tiene, ejerciendo su poder económico. Las clases populares sólo lo pueden ejercer con la democracia. La oligarquía no necesita la democracia, al contrario, ésta pone en peligro su monopolio del poder político, prolongación de su monopolio del poder económico. Entonces si resulta que de lo que se trata, para cualquier clase que no tenga el poder económico, para el pueblo en general, es de democracia, ¿por qué no hacer ya que sea todo el pueblo el que controle el Estado y no sólo una parte de él? Si, en determinado momento, es posible que una minoría responda ante un grupo exterior de personas mucho más grande, ¿por qué limitarnos sólo a una parte de la población? Y si entonces logramos que responda ante toda la población, ¿no desaparecería la naturaleza clasista del Estado? Aunque las clases sociales no desaparezcan (si desaparecen, esto llevará mucho tiempo), si el Estado responde ante toda la sociedad mediante una verdadera democracia, se gobernará por el interés general de la sociedad, de las clases que representen a la mayoría de la población. De esta manera, conseguimos en primer lugar evitar el dominio de cualquier minoría, y, además, al irse imponiendo el interés general, poco a poco, las clases se irán diluyendo, como explico en detalle en mi libro Rumbo a la democracia. A él remito por no extenderme demasiado.
No luchar contra el Estado clasista es perpetuar la sociedad clasista, es perpetuar el Estado aristocrático o burgués, aunque bajo otras formas. No considerar la actual naturaleza clasista del Estado es imposibilitar su transformación en un Estado no clasista. De lo que se trata es de reconocer la situación actual, el estado del Estado, pero de lo que se trata también es de cambiarla, sin considerar necesariamente que el estado actual es el único posible, sin identificar el estado con la naturaleza. Si asumimos que el estado del Estado es su naturaleza, nos echamos la soga al cuello, imposibilitamos la superación del Estado clasista, y por tanto de la sociedad clasista. Se me podría decir que si el estado del Estado siempre ha sido el mismo es que entonces el estado es la naturaleza, es que el Estado sólo puede ser como ha sido. Pero, entonces yo podría contestar lo siguiente. ¿Si la explotación siempre ha existido en la sociedad humana desde que ésta dejó la vida primitiva, eso significa que nunca podremos erradicarla? ¿Que la sociedad humana haya tenido un estado permanente de explotación de la mayoría por ciertas minorías, significa que la naturaleza de la sociedad sea la explotación, significa que la explotación siempre estará presente en la sociedad humana? ¿En base a qué podemos concluir en un caso que el Estado no puede ser de otra manera pero que en el otro caso la mayoría de la sociedad puede dejar de ser explotada? ¿No es contradictorio decir al mismo tiempo que el Estado no puede ser de otra manera y que la sociedad puede ser globalmente emancipada? ¿Podemos concluir que como la sociedad humana primitiva no conoció la explotación, la sociedad civilizada puede liberarse de ella? ¿Podemos asegurar que dado que la humanidad en sus orígenes vivió sin Estado, puede ahora vivir sin él? ¿Podemos asegurar que no es posible otro tipo de Estado? Todas estas preguntas sólo podremos contestarlas mediante las experiencias prácticas. Pero si antes de intentar los cambios nos autolimitamos, los cambios serán menos importantes, serán insuficientes, fracasarán, no daremos el salto evolutivo necesario. El fin último de la historia humana es la emancipación social e individual. Ésta fue la razón de ser del marxismo, del anarquismo, incluso de la Ilustración. De lo que se trata es de transformar la realidad y no sólo de conocerla. Ésta fue la declaración de intenciones de Marx. No puede haber una declaración más idealista que ésta (idealista no en su sentido filosófico sino en el corriente, en el de buscar un ideal). Debemos aspirar a transformar todo lo posible la realidad. No debemos limitarnos en los objetivos, en los sueños. ¡Pero tampoco debemos perder de vista la realidad actual! ¿Cómo podemos transformar la realidad radicalmente partiendo del presente? Aplicando la dialéctica. Introduciendo ciertos cambios que permitan que la cantidad se convierta en calidad. El Estado que sustituya al burgués debe introducir ciertos cambios que permitan ese gran salto cualitativo. Esos cambios vienen agrupados en una palabra "mágica": democracia. Sólo la democracia más amplia posible permitirá superar el estado clasista del Estado, sentará las bases de la superación de la sociedad clasista y explotadora.
Para transformar la realidad debemos considerarla, pero no debemos caer en la trampa de asumirla fatalmente, de confundir el estado de las cosas con su naturaleza. Si lo hacemos perpetuamos ese estado, restringimos los cambios, nos autorrestringimos. Revolución equivale a cambiar el estado de la sociedad. Si asumimos que el estado es la naturaleza, que el estado es perpetuo, entonces imposibilitamos la revolución. Y si la sociedad se organiza entorno al Estado, entonces si no cambiamos el estado del Estado la sociedad no cambia, sólo reproduce sus antiguos males bajo otras formas. Nos conformamos con cambios superficiales, aparentes. ¡Debemos aspirar a cambiar la historia de la manera más radical y ambiciosa posible! El futuro no tiene por que ser como el pasado. ¡Pero el futuro sólo puede partir del presente, debe considerar al pasado! En este delicado equilibrio entre el realismo (la consideración de lo que ha sido) y el idealismo (la consideración de lo que puede ser, la búsqueda del ideal) es muy fácil caer en cualquiera de los dos extremos: en ser demasiado "realista" (en verdad fatalista) hasta el punto de no aspirar a cambiar el futuro, de asumir que lo que ha sido sólo puede seguir siendo así, de aceptar la realidad, o en ser demasiado soñador hasta el punto de desconectar el futuro del presente. En un caso el futuro es en esencia como el presente. En el otro el futuro es un sueño irrealizable. La revolución consiste en tener en cuenta la realidad actual para transformarla, no para someterse a ella, en comprender la realidad para poder cambiarla, pero no en aceptarla. Comprender no debe llevar a aceptar. Las leyes descubiertas de la sociedad humana hay que tenerlas en cuenta pero no deben considerarse como eternas. La práctica nos dirá la última palabra. Como decía Murphy, la única forma de descubrir los límites de lo posible es traspasarlo en dirección a lo imposible. El determinismo puede hacerse demasiado exacerbado y derivar en fatalismo. Nunca debemos obviar las leyes de la sociedad humana, pero nunca debemos olvidar que ésta tiene un carácter dialéctico muy acentuado. Y dialéctica significa sobre todo cambio. Las leyes de la sociedad humana pueden cambiar. A diferencia de las leyes de la naturaleza, que es por definición menos cambiante. La sociedad humana la hacen los seres humanos en última instancia.
Tan peligroso es el fatalismo como el utopismo. En ambos casos la realidad no cambia. En la revolución social se trata de cambiar gradualmente el guión partiendo de la realidad existente y no sólo de cambiar los actores principales. ¡Pero si no aspiramos a cambiar el guión éste no cambiará! Se trata de reconocer la enfermedad pero no de curarla con lo mismo que la provoca, no de ahondar en la enfermedad. El Estado debe ser protagonizado por el conjunto de la ciudadanía, por el pueblo, y no por cierta clase. Cambiar de clase dominante en el Estado, es perpetuar el guión, es perpetuar la sociedad clasista, en vez de combatirla. Cambiar una clase poderosa por otra clase no poderosa, sin desarrollar la democracia, es simplemente imposible. Si se mantiene el Estado clasista, sólo es posible sustituir una élite por otra. El Estado clasista es el Estado dominado por una minoría antidemocráticamente. Por esto el Estado proletario, la dictadura del proletariado, era simplemente una ilusión sin ninguna oportunidad de realización práctica. El contexto no debe impedirnos ver los errores ideológicos, teóricos de fondo. Las ramas no nos deben impedir ver el bosque. Mientras la izquierda transformadora no se perciba de este error fundamental en cuanto a la concepción del Estado, no habremos aprendido casi nada. Si asumimos en la teoría un Estado clasista, no podremos construir en la práctica una nueva sociedad no clasista, sólo cambiaremos sus formas, en el mejor de los casos. Hay que superar los errores teóricos para conseguir otra praxis. Si los corregimos entonces habrá alguna opción para que en la práctica avancemos, si no, no habrá ninguna, no haremos más que dar vueltas sobre lo mismo, la pescadilla se seguirá mordiendo la cola, seguiremos en el círculo vicioso.
La democracia es el antídoto contra la división clasista de la sociedad. Suficientemente desarrollada, con el tiempo, la democracia, que se sustenta en la libertad y en la igualdad, tiende a eliminar las desigualdades sociales. La democracia sirve al principio, como mínimo, para liberar al Estado del dominio de cualquier minoría. La clave para superar la división de la sociedad en clases, no reside en que una clase sustituya a otra, aun en el hipotético caso de que fuera posible que una clase entera (mayoritaria y explotada) pudiera hacerse cargo del Estado, sino en liberar al Estado de cualquier dominio. O bien dicho de otra manera, haciendo que el Estado sólo pueda ser dominado por quienes deben dominarlo: la mayoría. Es más, haciendo que ese dominio no sea estático, posibilitando la sustitución de unos dominios por otros, haciendo que nadie, por lo menos de la dirección, eche el ancla en el Estado a perpetuidad. Si admitimos que el Estado debe ser inevitablemente dominado, por lo menos que lo sea por la mayoría. Si admitimos que nunca es posible una mayoría suficientemente amplia (lo cual es muy discutible), que, por lo menos, los dominios sean temporales. ¿Cómo lograr que domine la mayoría? ¿Cómo lograr que nadie se aferre al Estado indefinidamente? Con elegibilidad, con revocabilidad, con mandato imperativo, con separación de poderes, … En una palabra: con democracia. Pero cuando hablamos de democracia no nos confundamos. Hablamos de la auténtica democracia. No del paripé que existe en la mayor parte de países en la actualidad. Democracia no es sinónima de democracia liberal. Desde la izquierda hemos consentido que la burguesía se apropie de la palabra democracia, cuando ella es, de facto, su principal enemiga. ¡No debemos consentirlo! Si así lo hacemos no podremos ganar la guerra ideológica. Y si no ganamos la guerra de las ideas, nunca podremos llevarlas a la práctica. La Revolución empieza en las ideas. Aunque éstas también provengan de la praxis.
El concepto defendido por Marx y Engels no resolvía las causas profundas de la dictadura burguesa, más en concreto, de la dictadura de cualquier minoría que ocupa el Estado. La dictadura del proletariado era una huída hacia delante del problema, no era la solución al problema, no se enfrentaba cara a cara a la cuestión de fondo, sólo lo hacía de refilón. Y en este caso el problema era incluso mucho mayor. Porque en el caso de la burguesía quienes ocupan el Estado son controlados por la propia burguesía, pero no así en el caso del proletariado. Éste no puede controlar a la minoría gobernante más que por la democracia. La cuestión no era sustituir una dictadura de una clase por otra, que en el caso del proletariado nunca podía ser la dictadura de una clase, en este caso sólo podía producir una nueva clase: la burocracia "proletaria", que inevitablemente se separaría del proletariado, si no se desarrollaba notablemente la democracia. La verdadera solución consistía en sustituir la dictadura burguesa, la dictadura de cualquier clase, la falsa democracia, por la verdadera democracia, no por otra dictadura. La dictadura del proletariado era un concepto teórico erróneo por sí mismo, era una trampa teórica que no podía, bajo ninguna de las maneras, producir resultados prácticos buenos para el pueblo, ni siquiera para el proletariado. La dictadura del proletariado iba a derivar, inevitablemente, al margen de las circunstancias, del contexto, en la dictadura contra el proletariado. La dictadura del proletariado es un concepto contradictorio por sí mismo, su contradicción profunda es irresoluble. Equivale a la cuadratura del círculo. El contexto aceleró e intensificó el problema, pero no lo creó.
El problema de fondo no era sustituir una clase por otra, algo imposible porque una clase entera no puede ocupar los cargos de responsabilidad del Estado, sino que consistía en cómo lograr que quienes ocupan dichos cargos respondieran ante otras personas, ante una clase o ante el conjunto de la sociedad. Admitir la naturaleza (en vez del estado) clasista del Estado era perpetuar el problema esencial de fondo. Y plantear que la clase proletaria pudiera ocuparlo una quimera, además de erróneo. El Estado clasista existe porque la minoría que lo ocupa tiene idénticos intereses que la clase a la que sirve, porque dicha minoría es creada por la clase a la que sirve, y porque la clase dominante lo es porque tiene poder económico. Ninguna de estas condiciones las reúne el proletariado, ni ninguna clase popular. El Estado clasista es un concepto burgués (o aristocrático, oligárquico en general) que fue interiorizado por el marxismo. Esto, que puede parecer absurdo, puesto que el marxismo lucha contra la burguesía, sin embargo, fue previsto por el propio marxismo cuando afirmaba que la clase dominante impone su pensamiento, es ideológicamente dominante. Nadie puede evitar sucumbir en mayor o menor grado ante el pensamiento dominante de su época, ni siquiera quienes luchan contra él. Yo tampoco. El marxismo tampoco, que como proclama él mismo, es también un producto histórico, de la sociedad burguesa que se encontraron Marx y Engels. La concepción del Estado por parte del marxismo es también un producto histórico, es una consecuencia del Estado burgués del siglo XIX. Y esa concepción fue muy influida, como no podía ser de otra manera, por el pensamiento burgués de la época. Aunque la influencia fuese sólo para crear ideas aparentemente contrapuestas, pero que en el fondo eran la imagen especular de otras ideas burguesas.
El Estado proletario propugnado por el marxismo (o por ciertas interpretaciones del mismo) es la imagen especular del Estado burgués. Y, como tal imagen especular, responde a sus mismos principios de base: el Estado clasista. El Estado proletario "marxista" y el Estado burgués son en esencia lo mismo, simplemente basta cambiar la palabra burgués por la palabra proletario. ¡Y aquí radica el problema de fondo! El proletariado es una clase radicalmente distinta a la burguesía o a la aristocracia. Mayoría vs. Minoría. Dominados vs. Dominadores. Izquierda vs. Derecha. Democracia vs. Dictadura. Cualquier minoría necesita un Estado clasista, es decir, dictatorial, para imponerse. Las clases populares, por el contrario, necesitan un Estado neutro, es decir, verdaderamente democrático. El Estado clasista está diseñado para que una minoría domine a la mayoría. Debe ser, por definición, un Estado "tramposo", viciado. El Estado democrático, por el contrario, es el único en el cual la mayoría puede dominar. En el primer caso el dominio es artificial. En el segundo es natural. El Estado debe cambiar radicalmente para que la mayoría sea la que domine verdaderamente. Asumir la concepción clasista del Estado es evitar que la mayoría domine, es seguir con un Estado viciado que viciará la sociedad (aunque ésta también vicia a aquél, la cuestión consiste en romper el círculo vicioso, en jugar con las relaciones causa-efecto dialécticas, el círculo vicioso debe romperse diseñando e implementando un nuevo tipo de Estado, esto también lo reconoció el marxismo cuando conjeturó acerca del Estado proletario).
El marxismo sólo aspiró, en el fondo, a pesar de lo proclamado, a usar el Estado burgués (encima despojándolo de lo poco que era válido en él, al menos en el campo de la teoría) en vez de transformarlo en profundidad. El marxismo cayó, por lo que respecta al concepto de la dictadura del proletariado, en un determinismo excesivo, al asumir que el Estado era por naturaleza, inevitablemente, clasista, al deducir que si el Estado había sido hasta el momento clasista, sólo podía seguir siendo clasista. Postuló que el Estado siempre iba a ser clasista (en vez de romper con él en el campo de la teoría y diseñar la transición a un Estado no clasista) y depositó sus esperanzas en que la clase proletaria lo usaría para poco a poco extinguirlo (sin saber cómo, cómo lo ocuparía toda la clase proletaria y cómo extinguirlo en el tiempo). Esto es como pensar que cualquier grupo humano puede cambiar radicalmente en el tiempo con tal, tan sólo, de cambiar a quienes le dirigen, sin preocuparse de los métodos de dirección. El marxismo se despreocupó (o no se preocupó suficientemente) de concretar los métodos que podrían posibilitar ese salto cualitativo tan necesario y vital para el socialismo. Se conformó con decir que la transición debía consistir en que el proletariado conquistara el Estado burgués para ir posteriormente transformándolo. El marxismo pecó en este aspecto de cierto "subjetivismo", al despreocuparse de cómo objetivamente iba a ser posible que el Estado burgués conquistado por el proletariado se fuera transformando, al pensar que el Estado cambiaría por el simple hecho de que una nueva clase lo ocuparía, además de no explicar suficientemente cómo una parte del proletariado podría representar al resto del proletariado. No se preocupó de concretar bajo qué condiciones concretas mínimas iba a ser posible superar el Estado burgués heredado, de las imprescindibles cuestiones organizativas, simplemente se limitó a afirmar que se iría transformando. Pero si no se añade suficiente cantidad, ésta no se transforma en calidad. El Estado burgués sólo puede ser superado con más democracia. Si conseguimos implementar eficazmente, como mínimo, la separación de poderes (de todos, incluida la prensa), el mandato imperativo, el referéndum revocatorio, el salto es posible darlo. No se trataba de quitar, sino de añadir. No se trataba de restringir el sufragio universal, de reprimir a cierta parte de la población en cuanto a sus derechos democráticos, en cuanto a las libertades más elementales. Sino de aumentar la participación de toda la población en las decisiones que afectan a todos, de llevar a la práctica el principio de igualdad sin el que la libertad es imposible en la vida en sociedad. Con la excusa de quitar derechos a la burguesía para proteger la democracia, se terminó quitando derechos a todo el pueblo, hiriendo de muerte así a la democracia. Esa filosofía de amputar la democracia, basada en un concepto de democracia restringida, esa dinámica de recortar derechos a ciertos colectivos, condujo finalmente a la total extinción de la democracia soviética.
A la democracia no se la protege restringiendo libertades y derechos, sino todo lo contrario. Al pueblo no se le protege asumiendo responsabilidades por él, sino, todo lo contrario, dándole toda la responsabilidad posible. Al hijo no se le ayuda sobreprotegiéndole, sino haciéndole desarrollar sus propias responsabilidades. No se trataba de quitar poder político a la burguesía, sino de dar el poder a toda la población, incluyendo la burguesía. No se trataba de quitar derechos, sino privilegios. No se trataba de erradicar la libre competencia en el campo de la política y de las ideas sino de implementarla de manera eficaz. Se trataba sobre todo de limpiar la democracia, de evitar que ninguna minoría se impusiese sobre la mayoría. Con una eficaz separación de poderes, la democracia podría sustituir a la oligocracia (ver mi artículo La separación de poderes). No se trataba de prescindir de la democracia representativa, sino de desarrollarla para hacerla más participativa y complementarla con la directa en los ámbitos más locales. No se trataba de volver a partir de cero, sino de evolucionar a partir de la democracia liberal, llevando a la práctica sus principios, como la libertad y la igualdad. No se trataba de ponerle apellidos a la democracia o al Estado, o de cambiárselos, sino, por el contrario, de quitárselos. Se trataba de añadir la pizca de sal necesaria para que la sopa sufriera ese cambio cualitativo que la hiciera comestible. No se trataba de más de lo mismo, o incluso de menos, sino de implementar ciertas medidas concretas nuevas, mínimas, que posibilitaran que la democracia liberal dejara de ser liberal, que la cantidad se transformara en calidad, que la democracia sufriera un importante avance, y sobre todo que se iniciara una dinámica democrática, una dinámica dialéctica en la que las causas realimentaran a los efectos y viceversa, de tal forma que, como la bola de nieve que cae por la ladera de la montaña, la democracia creciera sin parar, irremediablemente (ver el capítulo Voluntarismo vs. Determinismo de mi libro Manual de resistencia anticapitalista). El pueblo debía irse acostumbrando a la democracia, a sentirla como algo propio e imprescindible, a no renunciar nunca más a ella, a percibir que en ella está la clave de todo, de sus condiciones de vida, de su futuro, de su supervivencia, de su felicidad, de su dignidad. El pueblo debía ir asumiendo, desde el principio, el protagonismo, debía asimismo aspirar a más y más participación en la construcción de la nueva sociedad. No bastaba con desearlo, había que desarrollar las ideas concretas para posibilitarlo. No bastaba con dar ciertas pistas. Había que elaborar todo lo posible la teoría que posibilitara el salto, desde el Estado burgués a un Estado auténticamente democrático, el verdadero Estado alternativo al burgués. La antítesis de la dictadura burguesa, de la falsa democracia, del Estado clasista, no era la dictadura proletaria, era la auténtica democracia, el Estado neutral.
El proletariado no necesita la dictadura, ni siquiera la proclamada en su nombre, que sólo puede serlo formalmente, nunca de facto. Una dictadura siempre es en la práctica el gobierno de unos pocos sobre la mayoría. Por el contrario, el proletariado, las clases populares, necesitan imperiosamente la democracia más amplia y profunda posible. El Estado clasista, la dictadura de una clase, sólo es válido y realizable cuando esa clase necesita imponerse por la fuerza, cuando esa clase tiene poder económico, cuando desea dominar. El proletariado no necesita imponerse por la fuerza (pues es la clase mayoritaria), no tiene poder económico y no desea dominar, por el contrario, desea emanciparse él y emancipar a toda la sociedad. El Estado clasista traiciona a los fines del proletariado. Los medios traicionan a los fines. Los objetivos determinan los medios. La emancipación de toda la sociedad necesita la democracia, sin la cual es imposible llevarse a cabo. El Estado clasista sirve para los intereses de la burguesía, de la aristocracia, o de cualquier clase minoritaria dominante, pero no para el proletariado, no para cualquier clase mayoritaria y dominada. Es un vehículo diseñado a la medida de las clases oligárquicas. Las clases populares necesitan otro vehículo: la auténtica democracia, el poder del pueblo. La democracia debe ser desarrollada todo lo posible. Sin ella no es posible el viaje de la emancipación social. La dictadura del proletariado no es un traje diseñado a la medida del proletariado. Éste necesita, ni más ni menos, que la democracia. Cualquier dictadura, por mucho que se proclame del proletariado, por mucho que adopte el apellido de la clase mayoritaria a la que se supone debe servir, le traiciona, tarde o pronto. Lo más importante para el proletariado es la democracia. Sólo gracias a ella puede "dominar". Una democracia sin límites, dinámica, que se realimente a sí misma en el tiempo. Cualquier límite que se imponga a la democracia se convierte en una trampa mortal para el pueblo. Los únicos límites de la democracia deben ser sus principios básicos universales: la democracia no puede atentar contra los derechos humanos, reconocidos por igual para todas las personas.
El concepto de la dictadura del proletariado, como vemos, era muy problemático por varios motivos: surgió como consecuencia de una visión excesivamente determinista de la historia humana (el Estado sólo puede ser clasista porque así lo ha sido hasta el presente), no se concretó (incluso se le asoció a distintas formas políticas contrapuestas), suponía usar el Estado a la manera burguesa para beneficiar al proletariado, cuando la manera burguesa de emplearlo, de concebirlo, era incompatible con la distinta naturaleza de la clase proletaria respecto de la burguesía. Ésta fue una de las grandes contradicciones del Estado proletario conjeturado por el marxismo: emplear una visión burguesa del Estado, el Estado clasista, aunque adoptada al proletariado, pero insuficientemente adaptada, que en verdad era incompatible con los intereses y expectativas del proletariado. El Estado clasista burgués, el Estado clasista en general, estaba diseñado para dominar al resto de la población, para situarse por encima de la sociedad, y el proletariado, las clases populares, la mayoría, por el contrario, necesitaban un Estado para ser dominado por la sociedad, para situarse al servicio de la sociedad, por debajo de ella y no por encima.
El Estado clasista contradecía a los intereses de las clases populares. El pueblo necesitaba desarrollar todo lo posible la democracia y no implementar otro tipo de dictadura. Cualquier dictadura se volvería contra el pueblo tarde o pronto, no muy tarde. El marxismo, además de caer en demasiado determinismo, es decir, en cierto fatalismo (contradiciéndose a sí mismo, pues el marxismo postulaba un determinismo débil, como así explico en el capítulo Voluntarismo vs. Determinismo del libro Manual de resistencia anticapitalista), se equivocó en sus predicciones o especulaciones sobre el posible futuro porque no consideró o infravaloró las diferencias cualitativas esenciales entre la naturaleza de la clase burguesa y la clase proletaria. Supuso que ésta debía tomar el poder político de manera similar, demasiado similar, a cómo lo hizo la burguesía, cuando el proletariado se diferenciaba notablemente, críticamente, de la burguesía por varios motivos: no era una clase minoritaria, no era una clase con poder económico, no aspiraba a dominar sino a emanciparse ella misma y liberar a toda la sociedad de la explotación. La clase proletaria no podía tomar el poder político de la misma manera que la burguesía, y sobre todo no debía ejercerlo de la misma manera. El proletariado necesitaba otro tipo de Estado (esto ya lo decía el marxismo, pero el problema fue en lo que entendió por otro tipo de Estado), pero no sólo porque no debía estar al servicio de la burguesía sino porque debía cambiar su naturaleza (su estado) de la manera más profunda posible, debía ser un Estado verdaderamente democrático controlado desde el exterior del mismo por el conjunto de la sociedad. No bastaba con cambiar los actores de la obra, se necesitaba cambiar el propio guión. El marxismo supuso que no era posible cambiar el guión, por lo menos a corto plazo. Y el problema, precisamente, es que si no se producía un salto a corto plazo, un cambio mínimo de guión, no sería posible ir progresivamente cambiando el guión, al contrario, éste se afianzaría o empeoraría, la involución sería tarde o pronto inevitable si no se producía un impulso, una chispa, un cambio concreto suficiente en la manera de organizar la sociedad, es decir, en la manera de concebir e implementar el Estado. En demasiados aspectos la Revolución rusa de 1917 se pareció demasiado a la Revolución francesa de 1789. Al interiorizarse la concepción burguesa del Estado, la revolución proletaria se mimetizó en exceso con la burguesa, imposibilitando así la superación de la sociedad burguesa, y haciendo que con el tiempo se volviera a ésta, que se vio reforzada, por lo menos temporalmente, por el fracaso del intento de superación del capitalismo. El concepto de la dictadura del proletariado supuso pues un importante contratiempo. ¡Es imprescindible superar ese error teórico para volver a intentarlo!
Esa contradicción del marxismo (interiorizar ideas burguesas aun pretendiendo luchar contra la burguesía) también puede explicarse con el mismo marxismo, más en concreto con la dialéctica. Todo son contradicciones. La naturaleza, el ser humano, la sociedad humana, las personas, las ideologías, son inherentemente contradictorios. Ahora bien, reconocer la naturaleza contradictoria de todo, no significa aceptarla sumisamente. Debemos luchar por identificar las contradicciones, por superarlas, siempre que puedan ser superadas. Como dice Karl Kosch: El gran adelanto de Marx consiste en haber captado estas contradicciones de clase que la conciencia burguesa había elevado al plano de lo absoluto, y no ya como algo natural y absoluto, sino como histórico y relativo, y, por consiguiente, como susceptible de ser suprimido teórica y prácticamente en una forma superior de organización social. El problema, como decía, es que no fue posible suprimir las contradicciones en la práctica del capitalismo porque tampoco fue posible hacerlo en el campo de la teoría. El concepto de la dictadura del proletariado no superaba las contradicciones fundamentales de la sociedad burguesa, es más, suponía contradecir a las necesidades del proletariado, significaba hacerse el haraquiri para la clase trabajadora, era una peligrosa trampa. La dictadura del proletariado, lejos de lo proclamado, hacía un gran servicio a la burguesía porque suponía la continuidad de su sociedad, a pesar de cierto amago temporal de superarla. Aunque no podamos evitar sucumbir ante las contradicciones debemos imperativamente buscar la coherencia, pero primero en el campo de la teoría. Aunque nunca alcancemos la perfección (ésta podemos redefinirla como la ausencia de contradicciones), debemos perseguirla. Sólo así avanzamos. Si no la buscamos nos estancamos y retrocedemos. Como dice Eduardo Galeano en cuanto a la utopía (podemos equiparar ésta a la perfección): La utopía está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se desplaza diez pasos más allá. Por mucho que camine, nunca la alcanzaré. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar.
El concepto de la dictadura del proletariado, aun siendo equivocado, supuso, en el campo de la teoría (no así tanto en el de la práctica porque no estaba maduro y era muy peligroso), a pesar de todo, cierto avance. Y lo supuso sobre todo no por el mismo concepto en sí, sino que por el propio hecho de plantearlo. El avance consistió sobre todo en reconocer la naturaleza (o el estado) clasista del Estado, por lo menos tal como éste ha existido hasta la actualidad. Si en algo ha sido útil el concepto de la dictadura del proletariado ha sido para desenmascarar la dictadura burguesa disfrazada de democracia liberal. Ha servido, y yo creo que ese fue el motivo principal por el que lo plantearon sus autores, para concienciar sobre la dictadura burguesa. El hecho de plantearlo, aunque se haya hecho poco y mal, es de por sí un avance. Porque se pone en agenda así la cuestión del Estado. La dictadura del proletariado sirvió para identificar algunos de los síntomas, los más superficiales, del mal, pero no para resolver el propio mal. Ayudó a concienciarse de la enfermedad, pero no para curarla. Éste fue uno de los grandes legados del marxismo: el cuestionamiento del estado actual del Estado (valga la redundancia) y la necesidad de cambiarlo. El problema es que el marxismo, a mi entender, confundió el estado del Estado con su naturaleza. Asumió que si siempre hubo un Estado clasista, siempre debía existir, siempre debía ser clasista, por lo menos al despojar a la burguesía de su dominio. Y esto condenaba al proletariado, a cualquier clase popular sin poder, a sucumbir frente al Estado, frente a cualquier Estado, en vez de a dominarlo. Si el pueblo, si las clases populares, desean controlar al Estado, éste debe imperativamente dejar de ser clasista, más aun, debe dejar de ser gobernado a su antojo por cualquier minoría, puesto que ésta es la auténtica raíz del problema: el dominio directo o indirecto de cualquier minoría. El problema no es que la minoría se llame burguesía o aristocracia, sino que exista la minoría. Esto fue comprendido por el anarquismo, pero éste se despreocupó de intentar resolver el problema. Se limitó a denunciar su existencia y a especificar el objetivo a alcanzar, pero sin mostrar el camino entre ambos, sin conectar el presente problemático con el futuro no problemático. Actuó como aquel médico que dice que la enfermedad de su paciente fue provocada por el agua contaminada, que necesita beber agua no contaminada, pero que no le dice cómo lograr esa agua no contaminada. El marxismo, por el contrario, lo intentó pero se equivocó porque no diagnosticó adecuadamente la enfermedad, no atajó la raíz del problema, ni siquiera en el campo de la teoría.
2) Los límites de la democracia. Los límites del relativismo. Así pues, si sustituimos el concepto de la dictadura del proletariado por el de democracia, asumiendo que la democracia no es lo mismo que la democracia burguesa (lo cual tampoco significa que no pueda reaprovecharse nada de ésta, por lo menos en el campo de la teoría), la teoría revolucionaria marxista podría resurgir con mucha fuerza, pues la despojaríamos de su principal error. El marxismo, a pesar de sus errores, sobre todo de su gran error, es decir, el concepto de la dictadura del proletariado, es en líneas generales correcto. El materialismo dialéctico fue el gran aporte de Marx y Engels. El método marxista nos puede servir también para analizar las experiencias prácticas inspiradas o basadas en el propio marxismo, así como para analizar los mismos postulados marxistas. El materialismo dialéctico no niega la influencia de las ideas, las supedita, en última instancia, a lo material. Si suponemos que una cosa es la teoría y otra la práctica, que el "ser" no coincide con el "deber ser", si suponemos que la historia humana no es completamente determinista (que lo que ha sido no tiene por que seguir siendo), el Estado no tiene por que seguir siendo clasista, es decir, burgués. La dictadura burguesa no tiene por que dar paso a la dictadura del proletariado, que en verdad da paso al cabo del tiempo a la dictadura burguesa de nuevo, imposibilita la superación de la sociedad burguesa. La oligocracia puede dar paso a la democracia. La democracia es la que realmente sí puede permitir la superación de la sociedad burguesa, es decir, clasista. Pero la democracia también tiene sus límites: los derechos humanos. Aquí entramos en el terreno del relativismo, en el cual ya han entrado los participantes de este debate, en el cual también yo me adentro con la esperanza de aportar un granito de arena.
A continuación, reproduzco mi artículo Los derechos humanos, disponible en mi blog (http://joselopezsanchez.files.wordpress.com/2009/04/los-derechos-humanos.pdf). Este artículo fue escrito en su día como consecuencia de un debate polémico que tuve acerca del derecho de autodeterminación que derivó en la cuestión del relativismo. En el apartado Debates de mi blog (http://joselopezsanchez.wordpress.com/debates/) puede encontrarse dicho debate.
¿Son los derechos humanos verdades absolutas? ¿Deben someterse a votación? ¿Debe ser la Declaración Universal de los Derechos Humanos vinculante? ¿Tiene la democracia sus límites?
El debate entre aquellos que defienden la universalidad y atemporalidad de ciertos principios éticos (los derechos humanos) y aquellos que defienden el relativismo cultural,
la ausencia de dichos principios universales, es un debate que no está ni mucho menos resuelto (si es que alguna vez será posible resolverlo). Incluso aun admitiendo la existencia de principios universales en cierta época, tampoco está clara su atemporalidad. Sin embargo, parece que poco a poco se va extendiendo la idea de que sí existen dichos principios universales. La Declaración Universal de los Derechos Humanos (cuyos claros antecedentes fueron la Declaración de Derechos de Virginia de 1776 y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano francesa de 1789), redactada por un comité de "sabios" de la ONU y aprobada mayoritariamente por ésta, supuso un avance importante para la humanidad. A pesar de sus defectos, supone el reconocimiento formal para todos los seres humanos, por igual, de ciertos derechos irrenunciables e inalienables. De hecho, se han convertido en referencia a nivel internacional. La mayoría de las constituciones de los países llamados democráticos los recogen, en mayor o menor medida. El problema es que no se aplican en la práctica o se aplican insuficientemente o parcialmente. La existencia de tribunales internacionales, como la Corte Penal Internacional de La Haya, implica la aceptación de ciertos principios éticos que trascienden fronteras. Porque si no, ¿cómo podemos explicar la existencia de delitos de lesa humanidad o de crímenes de guerra? ¿Es legítimo, tiene sentido, que dichos principios se sometan a votación? Y en caso afirmativo, ¿quién debe participar en dicha votación? Es decir, si admitimos que son verdades absolutas, ¿tiene sentido someterlas a votación? Y si, por el contrario, admitimos que, en vez de verdades, son simplemente normas básicas de convivencia que atañen a todos los seres humanos, ¿no deben ser todos ellos los que tengan derecho a decidir sobre ellas? Si como dice la declaración de la ONU, la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana y si como afirma dicha declaración, es esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión, ¿no sería lógico que la aplicación de los derechos humanos fuese obligatoria para todos los seres humanos? ¿No es contradictorio que dicha declaración diga eso, y al mismo tiempo, no sea vinculante? ¿No sería lógico que si reconocemos que dichos derechos son intrínsecos al ser humano, se aspire a llevarlos a la práctica por un régimen de Derecho? ¿No sería lógico que si hay ciertas cuestiones que competen al conjunto de la humanidad, sean legisladas por el conjunto de la misma? ¿Debe existir un Derecho internacional?
La verdad no tiene sentido someterla a votación. Que la mayoría decida algo no lo convierte necesariamente en verídico. Durante milenios la humanidad creía que la Tierra era el centro del Universo y esto era completamente falso. Un científico no somete su teoría a votación para dilucidar si es verídica o no. Una teoría científica se considera correcta cuando ha sido posible demostrar su veracidad (viendo si en el campo de la pura teoría no es contradictoria o no conduce a incongruencias y sobre todo contrastándola con la práctica, con el experimento, con la observación). ¿Pero esto mismo puede aplicarse a las verdades relacionadas con los seres humanos, con su convivencia? ¿Cómo podemos saber si mis aseveraciones teóricas son verídicas? Si el enfoque que utilizo es incorrecto, o si parto de hipótesis falsas (o que no se puede saber si son falsas, es decir, si no son falsables), o si mis razonamientos contienen incoherencias o contradicciones, o si no concuerdan con la práctica, con lo observado, entonces las conclusiones a las que llego son erróneas o no puede asegurarse que sean correctas. Sin embargo, las "ciencias humanas" no son exactas, ciertas verdades hoy pueden ser mentiras mañana, ciertas verdades para unos pueden ser mentiras para otros, ciertas verdades en una cultura son mentiras en otra. La sociedad humana, la sociedad de cualquier especie más o menos inteligente, es compleja, es cambiante. Sus normas, sus leyes, cambian, evolucionan. Si aceptamos que la naturaleza tiene leyes universales inmutables, no parece que pueda decirse lo mismo respecto de la sociedad humana. O bien, si asumimos incluso que la propia naturaleza cambia sus leyes, si admitimos que el cambio es inevitable también en la propia naturaleza (aunque nosotros no hayamos sido capaces de percibirlo todavía, aunque las leyes de la física que pensamos atemporales sean sólo válidas para la época actual), entonces podemos decir que las leyes de ésta cambian con una frecuencia mucho menor que las leyes de la sociedad humana. El mundo biológico evoluciona a una velocidad mucho mayor que la materia inerte. La sociedad humana evoluciona a un ritmo mucho más rápido que cualquier otra sociedad de otra especie (por lo menos del planeta Tierra) y por supuesto que la naturaleza "muerta". Por tanto, por lo que respecta a los seres humanos, aparte de ciertas verdades relativas (que dependen del espacio y del tiempo), ¿hay también verdades absolutas?
Evidentemente, aparentemente, sí. No podemos huir de la ley básica de que nacemos, crecemos y morimos (como el resto de seres vivos). Pero esto que nos parece ahora tan evidente, tan verídico, puede que no lo sea en el futuro si aprendemos a controlar dicho ciclo de vida-muerte. De hecho, hemos conseguido retrasar nuestra cita con la muerte, la esperanza de vida ha aumentado notablemente a lo largo de la historia. Ya se habla de que en el futuro podremos vivir más de un siglo. Incluso se especula con la posibilidad de conseguir la inmortalidad, la eterna juventud. Ya estamos jugando con el proceso básico de la vida, algo que nos parecía impensable hace no tanto. Por consiguiente, verdades que nos parecen ahora mismo absolutas, inmutables, indiscutibles, puede que en realidad no lo sean. Según lo veo yo, el marco de referencia ético de la sociedad humana sería absoluto si lo analizamos con una ventana temporal "estrecha" (los valores morales son más o menos fijos para cierta época y para cierta cultura), pero cambia lentamente, y a veces imperceptiblemente, si lo analizamos a lo largo de la historia, e incluso en algunas épocas de profundos cambios, épocas de transición como la actual, dicho marco cambia en muy poco tiempo, se vuelve inestable. Esto provoca crisis de valores morales o de principios. Los valores morales son como las montañas, en nuestras cortas vidas humanas nos parecen inmutables, pero para la vida de nuestro planeta, como todo, cambian, aunque en algunos "instantes" (geológicamente hablando) se produzcan cataclismos. Su naturaleza estática o dinámica depende de la escala temporal considerada y de lo convulsa que sea la época analizada. Asumir que existen ciertos principios universales equivale en realidad a asumir que todos los seres humanos, a pesar de ciertas diferencias culturales, somos en esencia iguales o muy parecidos. La cuestión radica en fijarnos más en lo que nos es común que en lo que nos diferencia. Existen ciertos valores que dependen de las culturas, verdades relativas, pero también existen valores que dependen de la especie, no de las culturas, verdades absolutas, válidas para todos los seres humanos. ¿Son los derechos humanos verdades absolutas? Hay ciertos derechos que, en la actualidad, parecen asumidos por la inmensa mayoría de los seres humanos (aunque no se han sometido a votación directa de todos ellos), y hay otros derechos (o presuntos derechos) donde no parece haber dicha unanimidad o dicha aceptación (están en la "frontera"). Uno de ellos sería el derecho de autodeterminación. Lo mismo podría decirse de la eutanasia, de la pena de muerte o del aborto. Por esto es por lo que en estos casos puede aplicarse el concepto de opinión, la verdad es sustituida por la opinión, la verdad es todavía relativa, no ha alcanzado aún el status de absoluta. En épocas de intensos cambios como la actual existen ciertos principios que están en proceso de transformación, ciertas verdades que se van abriendo camino. Pero si no fuera posible demostrar ciertas verdades "humanas" (aunque existan) entonces parece que lo más ético, lo más seguro para la especie, sería establecer los principios básicos de convivencia por mayoría, pero ¿quién debería decidir sobre los principios que atañen a todos los seres humanos? ¿Es ético y democrático que sean establecidos por ciertos "sabios"? ¿Es ético y lógico que un subconjunto de la especie los pueda obviar?
Por consiguiente, si es posible establecer (demostrar) ciertas verdades absolutas relacionadas con los seres humanos, entonces no tiene sentido someterlas a votación. Simplemente, como toda verdad, deben abrirse camino. Las verdades nunca se imponen, tampoco se votan o someten a la decisión mayoritaria, sino que se van abriendo camino, la gente se va convenciendo de ellas. La verdad se demuestra y se transmite, pero nunca se somete a votación. Es totalmente absurdo. Nosotros no elegimos las leyes de la naturaleza. En este aspecto la naturaleza, las verdades absolutas, son poco "democráticas". Pero la verdad, no se abre camino por sí misma. Sobre todo cuando la verdad está "secuestrada" por aquellos que necesitan de la mentira para perpetuarse en sus privilegios. ¿O es que vamos a negar a estas alturas que no ha existido la Inquisición ("y sin embargo, se mueve", decía Galileo)? ¿O es que vamos a negar la existencia de la censura? ¿O es que vamos a obviar la manipulación sistemática de la verdad por parte de los medios de comunicación de masas? La verdad se abre camino poco a poco por la LUCHA personal de ciertos seres humanos que se empeñan en que se abra camino. Si los derechos humanos son verdades absolutas entonces es un contrasentido que hayan sido sometidos a votación. Si dichas verdades van siendo asumidas progresivamente por la sociedad, entonces ésta establecerá normas de convivencia acorde con ellas. Y si no es posible establecer ciertas verdades absolutas relacionadas con las sociedades humanas, pero asumimos que todos los seres humanos tienen ciertas características comunes, intrínsecas a su especie, entonces debemos admitir que debe haber ciertos derechos fundamentales, ciertas normas de convivencia generales que afectan a todos ellos. En este caso sí tiene sentido someter dichos principios a votación. Pero asumir que existen ciertos derechos comunes a todos los seres humanos implica reconocer que la soberanía sobre el establecimiento de las normas que se basen en ellos reside en toda la humanidad. Es decir, si admitimos que existen los derechos humanos, y si admitimos también que no son verdades absolutas, sino simplemente ciertas normas de convivencia comunes a toda la humanidad, entonces corresponde a la humanidad entera su legislación y su aplicación práctica. En este caso no es un contrasentido que hayan sido sometidos a votación por la ONU (aunque sería deseable que fueran votados por toda la humanidad directamente). Pero lo que sí es una contradicción es que dichas normas no sean vinculantes o su aplicación se deje a libre elección de los Estados. Los derechos humanos no son competencia de un solo Estado o conjunto de Estados, sino de la humanidad entera. Los Estados no tienen derecho a la autodeterminación en asuntos relacionados con los derechos humanos.
Todo este razonamiento no es válido si asumimos, como dice el relativismo cultural, que no existen principios generales (ya sean verdades o normas) aplicables a todas las culturas. Sin embargo, si se produce una uniformización de las culturas, una globalización cultural, y por tanto también de los valores morales, entonces la existencia de derechos humanos universales (aplicables a toda la humanidad) no entraría en contradicción con el relativismo cultural. Seguiría siendo válida la teoría de que no hay principios universales (aplicables a todas las culturas), pero al tender la humanidad hacia UNA cultura, tiende a UN gobierno, a UNAS normas de convivencia. El relativismo cultural seguiría siendo válido si lo aplicáramos por ejemplo a otra especie. Probablemente el encuentro con otra sociedad inteligente de otro planeta nos confirmaría la validez de dicha teoría, sería muy probable que dicha especie extraterrestre tuviera unos principios éticos distintos a los nuestros. Entre otras cosas porque los principios cambian con el tiempo y las distintas civilizaciones no tendrían el mismo estadio evolutivo. De esta manera podría conciliarse dos posiciones aparentemente contrapuestas, la de la universalidad de los derechos humanos (que en realidad se referiría a la uniformización de ciertos principios de una especie cuando ésta consigue cierto grado de desarrollo) y la del relativismo cultural (que en realidad se referiría bien a distintas culturas de una misma especie que en cierto momento aún no ha alcanzado la uniformización cultural, bien a distintas especies que no han tenido ningún contacto). Haciendo un símil con la Termodinámica, así como dos cuerpos con distintas temperaturas tienden a la misma temperatura cuando entran en contacto, podríamos decir que el contacto entre culturas o entre especies inteligentes, produce un intercambio cultural que a la larga tiende a uniformizar ambas partes. Es decir, en un estadio primitivo sería válido el relativismo cultural pero en un estadio más evolucionado sería válida la universalización de ciertos principios. Y en cualquier caso, los cambios serían inevitables, aunque normalmente, salvo épocas de aceleración de los mismos, imperceptibles.
Por tanto parece lógico asumir en la actualidad que existen ciertos principios éticos universales, aplicables al conjunto de la humanidad, bien porque son intrínsecos a la especie humana (si asumimos que hay ciertas verdades absolutas atemporales, aunque sólo ahora hayamos sido capaces de tomar conciencia de ellas), bien porque la uniformización cultural (que en la actualidad parece adquirir cierta importancia) implica la unificación de los principios antaño dependientes de cada cultura. Por lo que a mí respecta, y creo que los acontecimientos históricos recientes lo demuestran, los derechos humanos existen y son universales, son aplicables a toda la especie humana. La humanidad tiende a un marco común de convivencia a escala planetaria.
Que la Declaración Universal de los Derechos Humanos no sea aún vinculante, que la ONU no tenga aún un papel efectivo de árbitro internacional, que dicho organismo no sea aún realmente democrático, que el derecho internacional no sea aún más que prácticamente simbólico, probablemente, no son más que consecuencias del miedo que tienen los Estados nacionales actuales a perder su soberanía. Parece que estamos en un momento de transición en el que ciertas formas de organización van a dar paso a otras nuevas como consecuencia de la globalización, aunque las viejas formas se resisten a morir. Resulta que los Estados que niegan el derecho de autodeterminación a otras entidades territoriales de menor envergadura, lo aplican (y se aferran a no perderlo) incluso en cuestiones que no les competen a ellos en exclusiva, es decir que competen a entidades de mayor envergadura. Exigen respetar su soberanía y al mismo tiempo la niegan a otras entidades y para colmo se autodeterminan en cuestiones básicas como los derechos humanos, reconocidos por los mismos Estados como universales. Los Estados actuales monopolizan el derecho de autodeterminación. Esta aparente contradicción por parte de los Estados de reconocer que hay ciertos principios universales pero al mismo tiempo reservarse el derecho de someterse a ellos o no, se resolvería en cuanto los Estados cedieran parte de su soberanía (la que compete a toda la humanidad y no sólo a una parte de ella) a quien corresponde, es decir, a la ONU o al Estado mundial del que hablo en mi libro Rumbo a la democracia. La forma ideal de que dichos principios universales, los derechos humanos, vayan siendo asumidos por el conjunto de la humanidad, es permitiendo que toda ella participe en su elaboración, es fomentando el debate a nivel mundial, no sólo en los organismos, sino también en los medios de comunicación, en las escuelas, etc. La verdad debe irse abriendo camino poco a poco. Pero también debe ser cuestionada. La verdad siempre debe estar sujeta a recuestionamiento, a prueba. O bien, si consideramos a los derechos humanos no como verdades absolutas sino como normas de convivencia básicas comunes a todos los seres humanos, entonces todos éstos deben decidir sobre los mismos. La mejor forma de garantizar el cumplimiento de los derechos humanos es, por un lado que la mayoría de la población los vaya asumiendo, comprendiendo, aplicando y exigiendo en su vida cotidiana, y por otro lado, que los organismos, especialmente los internacionales, los vayan fomentando, los vayan legislando. Y esto supone, en determinado momento, hacer que la Declaración Universal de los Derechos Humanos sea vinculante para toda la humanidad. Es decir, el Derecho internacional debe ser real y efectivo.
El fin último de la democracia es la garantía de los derechos humanos. Por consiguiente, si admitimos la universalidad de éstos, entonces debemos admitir también la universalidad de la democracia, de sus principios básicos. Es decir, la democracia tendría un marco de referencia absoluto que la limitaría. Sus principios deben ser respetados y no deben entrar en contradicción. Si cierto grupo humano decidiera mediante decisión mayoritaria anular o limitar alguno de sus principios básicos, por ejemplo la libertad de expresión, entonces no podríamos considerar al sistema político de dicho grupo como democrático porque aun cumpliendo alguno de sus principios, el sufragio universal, se incumple otro principio elemental relacionado con libertades fundamentales. La democracia debe propugnar la hegemonía de la mayoría pero al mismo tiempo debe proteger a las minorías de la "tiranía de la mayoría". Es decir, la democracia tiene ciertas reglas básicas que no pueden ser sometidas a votación. La lucha de la humanidad para que los derechos humanos sean una realidad para todos los seres humanos implica primero que sean reconocidos universalmente (esto ya se consiguió en la declaración de la ONU), pero también implica que dichos derechos no se queden en papel mojado. Y para esto es imprescindible, por un lado que la Declaración Universal de los Derechos Humanos sea de obligado cumplimiento para todos los Estados, pero también implica que los Estados que ya los reconocen, en mayor o menor medida, en sus constituciones, los apliquen en la práctica. Es decir, esta batalla es teórica y práctica. Deben estipularse leyes nacionales (supeditadas a las internacionales) que los reconozcan adecuadamente y además deben establecerse los mecanismos necesarios para que sean además de formales, de facto.
Como expreso en mi libro Rumbo a la democracia, el desarrollo de la democracia implica, entre otras muchas cosas, una Constitución que garantice los pilares de la democracia (separación de poderes, elección de los cargos públicos, etc.) y sobre todo que garantice los derechos humanos, estableciendo límites a los mismos para poder compatibilizarlos, haciendo especial hincapié en dar prioridad a los derechos más básicos. Si es evidente que hay necesidades humanas más básicas que otras y es evidente que los derechos humanos tratan de garantizar la satisfacción de dichas necesidades, entonces es evidente que hay derechos más básicos (más importantes) que otros. Muchas democracias actuales dan una preponderancia exagerada a ciertos derechos (a los que normalmente sólo puede acceder una minoría privilegiada) en detrimento de otros derechos más básicos de la mayoría de la población. Debe llegarse a un "equilibrio" para garantizar un mínimo cumplimiento de todos los derechos pero a su vez para dar prioridad a ciertos derechos fundamentales sobre otros más "secundarios". Los derechos básicos relacionados con la subsistencia o las libertades fundamentales deberían estar siempre garantizados (derecho a la alimentación, a la vestimenta, a la vivienda, al trabajo, a la educación, a la sanidad, a la justicia, a la seguridad, a la libertad de expresión, a la libertad de pensamiento, a la libertad de reunión, a la información, etc.) y tener la máxima prioridad. Por ejemplo, el derecho a la propiedad privada (aun siendo reconocido) no debe eliminar o limitar excesivamente otros derechos más fundamentales, el Estado debe establecer una "jerarquía" de derechos para garantizar sobre todo (aunque no sólo) los más importantes. Un derecho es más importante cuando tiene que ver con la satisfacción de las necesidades (físicas o psicológicas) más básicas y cuando afecta a muchas personas.
No es posible que los derechos "secundarios" de unos pocos se impongan sobre los derechos básicos de la mayoría. No es justo ni lógico. Contradice uno de los principios básicos de la democracia como es la preponderancia (no confundir con la falta de respeto) de la mayoría sobre las minorías. Por ejemplo, la libertad empresarial de unos pocos no debe contradecir los derechos laborales de la mayoría. Como dijo Benjamín Constant, El objetivo es la seguridad en el goce privado, la libertad es la garantía dada por las instituciones para ese goce.
La libertad de uno acaba donde empieza la de otro. Este principio sólo puede llevarse a la práctica mediante la igualdad de oportunidades. Si no PUEDO elegir, si no tengo OPCIÓN, entonces realmente no ELIJO (aunque quiera) y por tanto no soy libre (o soy mucho menos libre que otro que sí tiene más opciones, su libertad no acaba donde empieza la mía porque la mía simplemente no empieza, su libertad traspasa el límite de la mía). Igualdad y libertad son dos caras indisociables de los derechos del hombre. La libertad debe estar "equitativamente distribuida" entre los individuos de una sociedad. Como dijo Noam Chomsky, Una libertad sin opciones es un regalo del diablo. Por tanto, además de compatibilizar unos derechos humanos con otros, hay que "democratizarlos" para que TODOS los ciudadanos tengan las mismas oportunidades reales de tener acceso a ellos (los derechos humanos son universales y se reconocen por igual para todos). Se trata de cumplir en la práctica los principios de la declaración de los derechos del hombre. Se trata por tanto de dar la importancia adecuada a cada derecho humano (respecto del resto de derechos) y de garantizar las mismas oportunidades de acceso a cada derecho. Este doble desafío es ahora mismo totalmente utópico, pero la utopía es necesaria. No debemos consentir que se nos venda la idea de que libertad implica inevitablemente desigualdad porque es justo lo contrario. No puede existir libertad (en la vida en sociedad) sin igualdad de oportunidades. Las grandes desigualdades sociales son realmente consecuencia del libertinaje (de la desigualdad de oportunidades, de la preponderancia de unas libertades "secundarias" de una minoría sobre las libertades "básicas" de la mayoría, del "acaparamiento desigual" de las libertades). Admitiendo que la igualdad absoluta es imposible (y también injusta), es antinatural, la desigualdad excesiva tampoco es lógica ni justa ni natural. No todos tenemos las mismas capacidades, no todos debemos ganar igual, pero nadie puede trabajar cientos (ni siquiera decenas) de veces lo que otros y por tanto tampoco debería ganar cientos (ni decenas) de veces lo que otros (no digamos ya el caso de unos pocos que se enriquecen con el trabajo ajeno). Es lógico que haya ciertas desigualdades (debido a nuestra desigualdad "natural") pero no es lógico que sean excesivas (debido a las desigualdades "antinaturales"). Los seres humanos somos distintos pero tampoco demasiado distintos. Es necesario que la sociedad vuelva a ser "natural". Si no, la sociedad está condenada, tarde o pronto, a su extinción, no se puede ir contra-natura.