Aurelio Alonso
La Ventana
La Guerra Fría no se apagó, sino que, como todas las guerras, la ganó una de las partes: la lógica de la acumulación, del capital. Ganada entonces, para conducir al mundo a una crisis más definitiva: una crisis de civilización”. “En Cuba no se hace posible definir con coherencia una estrategia estable de desarrollo, sin lograr previamente una estrategia de subsistencia, larga e irreversible. Guste o no guste aceptarlo”
El Muro de Berlín no se cayó. Fue derribado. Su derribo se convirtió en un episodio emblemático. Quizás comparable con el asalto a La Bastilla por las masas hambrientas de París en julio de 1789. Significativamente doscientos años después. Los parisinos que se apoderaron de aquella fortaleza casi vacía de prisioneros no podían tener idea de la resonancia histórica que iba a dejar su audacia. Probablemente las masas berlinesas que derribaron el Muro tampoco se imaginaban que aquella acción iba a marcar el fracaso del manojo de promesas nacido de la voluntad fallida de los revolucionarios rusos de 1917 de construir un mundo sin opresión, frente al edificio del dominio del capital.
Ni siquiera hoy parece constituir una evidencia del todo aceptada que el verdadero signo emblemático del fracaso de la aventura socialista no fue el derribo del Muro. Fue su existencia misma. El Muro no representaba la edificación de un mundo de libertades sino la de un mundo de prohibiciones.
Recordar aquel hecho como indicador del fin de la Guerra Fría y del sistema bipolar se puede volver un recuerdo bastante parcial. La Historia no se hace en blanco y negro. La Guerra Fría no se apagó, sino que, como todas las guerras, la ganó una de las partes: y en esta guerra ganó la lógica de la acumulación, la lógica del capital. Ganada entonces, para conducir al mundo a una crisis más definitiva: una crisis de civilización.
Con posterioridad el mundo no devino multipolar, devino en todo caso unipolar, si es posible el contrasentido semántico de concebir un polo sin su opuesto. Más exacto sería decir, pienso yo, que dio paso al primado de otra bipolaridad, la signada por las dinámicas de la relación entre los opresores y los oprimidos, acreedores y deudores, que se revela, en términos de poder, en centros y periferias. En el fondo, la más vieja de las bipolaridades en la Historia, la que fija la lógica de la dominación.
A pocas semanas de derribado el Muro, la 82 División Aerotransportada de la Infantería de Marina de los Estados Unidos invadió impunemente Panamá con el propósito de secuestrar a un jefe de Estado acusado de narcotraficante, y dejando una estela de más de cinco mil muertos civiles. Puro terrorismo de Estado. Después de aquello la impunidad no requeriría siquiera de la coartada del narcotráfico para los episodios de intervención que le siguieron, arrastrando a aliados, con carencia de pruebas verificables para sus acciones, e incluso a espaldas del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
¿Qué tipo de mundo ha dejado al cabo en pie el fin del conflicto Este-Oeste? ¡Qué distorsión para la Historia que el Muro, tan lamentablemente levantado, deje también tanto que lamentar tras su caída!
Hecha esta introducción, permítanme acercarme ahora a mi escenario local. Me toca recordar, en este encuentro, con la memoria del ciudadano de la periferia. No de cualquier periferia sino la de un país —lejano de Europa, pequeño, insular, y de escasos recursos— que, después de una socialización muy radical, optó por acoplarse al mundo que se levantaba tras el Muro; aunque lo hizo cuando no quedaba otra opción, una vez desechado el espejismo de querer insertar un proyecto socialista autóctono en el traspatio de los Estados Unidos y, en consecuencia, castigado con un asedio sin tregua. Se hizo evidente desde los 60 que, de manera autóctona, su socialismo no conseguiría sostenerse; dentro del bloque soviético, tal vez.
Visto desde Cuba, el verdadero revés lo marcó el derrumbe, que siguió al del muro, del experimento socialista soviético, y con él, de la armazón de sostén material que había significado, durante casi dos décadas, para aquella empresa de desarrollo social de los cubanos, tan difícil de consumar. Una aventura en la cual no nos habían dejado solos hasta entonces, aunque no siempre resultara fácil entendernos.
A veces se pierde de vista que del medio siglo que corre desde 1959, Cuba ha vivido las dos últimas décadas —o sea, casi la mitad del tiempo— dentro de las coordenadas que dejaron los derrumbes y el fin del bipolarismo. Lo subrayo porque el tiempo histórico es algo más que un conteo de años: es existencia transcurrida, que responde por todo el paisaje económico, político, social y cultural que puede abarcar hoy nuestra mirada dentro del país.
En medio de todas las turbulencias sociales y económicas imaginables, Cuba decidió no abandonar el socialismo, ni permearse de influencias occidentales, y finalmente correr con los costos de las incertidumbres que tal decisión planteaba.
El efecto de desconexión internacional sufrido a partir de 1990 debe asumirse como punto de partida de la crisis más aguda afrontada por la sociedad cubana después de 1959. Se le llamó «período especial en tiempo de paz», para marcar la semejanza con las privaciones que siguen a las batallas perdidas. Resultó, en algunos aspectos, el shock más intenso sufrido por las naciones que formaban el sistema que se desintegró, sin que se removiera en el caso cubano —como sí ocurrió en Europa del Este— la estructura de poder; ni que se adoptara una reforma integral que acoplara al sistema la fuerza de la economía de mercado, como en Vietnam, que tampoco renunciaba con ello a su orientación política central.
El producto interno bruto (PIB) cubano cayó en cerca del 36% entre 1990 y 1993 y la capacidad adquisitiva del país se redujo al 30%. Las importaciones se concentraron casi totalmente en petróleo y alimentos, ahora a precios menos favorables, condiciones en las cuales los volúmenes adquiridos se redujeron de manera sensible.
Indicadores sustantivos de pobreza, como el declive en los niveles de nutrición y la precariedad de vivienda, se hicieron sentir en estos años. Los suelos, explotados sin rotación por la producción azucarera, se mostraban exhaustos. Todas las inversiones se redujeron significativamente. Incluso la infraestructura de las instituciones de salud y educación, los logros más ostensibles del proyecto cubano de justicia y equidad, se ha visto —y se ve— severamente afectada.
Los escombros del Muro de Berlín siguieron lloviendo sobre La Habana, castigada desde los Estados Unidos con un cerco cada vez más estrecho. Inscrita, por demás, con inusitada arbitrariedad, en el «eje del mal» codificado por el terror ejercido desde Washington, que puede desplegar ahora sin contenciones su opresión sobre la periferia, como coartada para su cruzada contra el terrorismo.
La coyuntura súbitamente crítica de los noventa impuso, sin tiempo para una redefinición integral previa de estrategias, la apertura a la inversión extranjera, la restauración de espacios, muy reducidos, para la iniciativa privada, y algunos ajustes en la circulación monetaria. Se adoptaron reformas, desde los inicios de la debacle, coyunturales unas, estructurales otras. Faltaría tiempo para detalles, pero al menos hay que decir que fueron moderadas, tímidas e insuficientes.
Este proceso reformador no mostró ser parte, en ningún momento, de un proyecto articulado: cada reforma se revelaba orientada más bien a mitigar un problema concreto, y fueron siempre asumidas con muchas reticencias, o incluso con la evidente aspiración política de revertirlas; aunque sirvieron, y hay que reconocerlo, para contener la caída de la economía hacia mediados de la década. Hasta ahora el Estado cubano ha mantenido prácticamente invariable el modelo centralizador, tanto en la propiedad sobre todas las ramas de la economía, como en la conducción política y en la institucionalidad reguladora de la vida civil.
Hubo al final de los años 90 señales de reanimación. No obstante, no fue posible hablar en rigor de recuperación económica hasta que se iniciaron cambios en la América Latina que propiciarían para Cuba una nueva perspectiva de integración.
En el año 1990 el «índice de desarrollo humano» (IDH), fijado por el PNUD, situaba a Cuba en el lugar 39 dentro de un total de 130 países. El deterioro de la situación en los años subsiguientes llevó, en 1994 a su comportamiento más crítico, cuando la Isla quedó relegada a la posición 89 entre 173 países. De nuevo el informe del PNUD de 2007-2008 ha mostrado una recuperación importante, al quedar Cuba en el lugar 51.
Pero seamos realistas. Si hiciéramos un posicionamiento exclusivamente en función de los ingresos (PIB per capita) Cuba quedaría relegada al lugar 94. Estas dinámicas muestran a la vez la fuerza y la debilidad del sistema cubano: de una parte la capacidad de resistir, y de retener para la población niveles de amparo que serían inimaginables, en una situación de crisis, dentro de una economía de mercado. De otra parte, la insuficiencia efectiva de la economía cubana, renuente a formalizar su propio andamiaje mercantil para hacer sustentable el sistema.
Se puede afirmar que las distorsiones que podemos ver hoy en el escenario socioeconómico cubano resumen los efectos combinados de la desconexión y el derrumbe de la economía, de una parte, y de otra de las medidas aplicadas para contener la caída. Sin poder descontar los precedentes efectos, también combinados, de las limitaciones impuestas por el bloqueo y las generadas al interior por estrategias erráticas, o frustradas por agentes externos. En Cuba no se hace posible definir con coherencia una estrategia estable de desarrollo, sin lograr previamente una estrategia de subsistencia, larga e irreversible. Guste o no guste aceptarlo.
La expresión más elevada de recuperación económica se percibió en 2006, cuando el crecimiento del PIB alcanzó el 12.5%, aunque todavía quedó corta con relación a los resultados de finales de los 80 (últimos años de asociación al CAME). Además este índice comenzó a desacelerarse al caer a 7.3% en 2007 y 4.3% en 2008. La cifra inicial prevista para 2009 ya requirió un primer ajuste a 2.5% en abril y a 1.5% en agosto. La economía vive su peor momento desde 1994 y no hay que excluir la posibilidad de termine el presente año con signo negativo.
Al margen de la fuerte contracción que la economía cubana afronta al final de esta primera década del siglo, hay que reconocer que por primera vez ha aparecido para Cuba, desde el derrumbe del Muro, un escenario de inserción, ahora sin dependencia de un centro político o económico exclusivo; aparentemente ajeno a un esquema de polaridades en sentido convencional.
En el plano económico se destaca el hecho de que Venezuela, bajo el gobierno bolivariano, se haya convertido en el socio principal de la Isla. Pero por encima del dato económico, y englobando el dato económico, resalta la marea de cambio social hacia gobiernos de izquierda, de distinto grado de radicalidad, todos portadores de una voluntad transformadora de la orientación integral de la América al sur del Río Bravo. La propuesta de la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA) se abre paso como ideal de integración frente a la implantación del libre comercio según la receta norteamericana (ALCA).
No me parece que corresponda a este panel la introducción del análisis del cambio latinoamericano, que seguramente será tomado en cuenta en presentaciones posteriores. Lo cito ahora sólo para apuntar la importancia que tiene —y la que podría alcanzar— esta atmósfera de cambio para la subsistencia cubana. La cual será seguramente mayor que lo que la experiencia cubana pueda aportar a ellos.
Dos cosas solamente quiero adelantar. La primera es que Cuba no se puede permitir una prospección triunfalista. Tampoco nuestra América. Nos encontramos dentro de una correlación regional contradictoria, que va a mostrar avances y retrocesos, en la cual las fuerzas conservadoras cuentan con el respaldo de Washington frente a los gobiernos de izquierda, que no han dejado de ser vulnerables.
El territorio colombiano se puede convertir en el bastión militar de los Estados Unidos para zanjar por la «vía dura» sus diferendos con los Estados de la región. Una nueva versión de Plan Colombia podría incluir a Panamá y contar con la neutralidad de Costa Rica. La paz va a ser perturbada para quienes decidan no plegarse a Washington en el clásico expediente de sumisión.
Lo otro que no quiero dejar de anotar trasciende a la coyuntura y tiene, a mi juicio, un valor excepcional. La mirada estratégica de los nuevos proyectos latinoamericanos ha introducido un elemento sustantivo desde la sabiduría tradicional de los pueblos indígenas. Se trata de la conceptuación del propósito de «buen vivir» (sumak kawsay) frente al de «vivir mejor» que ha dominado hasta ahora el horizonte de desarrollo y los criterios de eficiencia; conceptuación explícita ya en las nuevas Constituciones votadas en Bolivia y en Ecuador.
En esta visión se implica también una relación del ser humano con su medio natural basada en la reposición y no en la depredación, un concepto de integración no solo dirigido a las relaciones de los seres humanos entre sí, sino también entre los seres humanos y la naturaleza, de la cual la lógica de la acumulación le ha hecho olvidar que es parte integral.
Muchas gracias.
Fuente: http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=5113
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Versión en español del texto presentado por el autor en la Conferencia Internacional «XX años después: El Mundo más allá del Muro», The World Political Forum, Bosco Marengo, Italia, 9-10 de octubre de 2009.
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