Para Noé Jitrik, que me alentó a escribir este trabajo
I. Vínculo indisoluble, vínculo insoluble, vínculo molesto
Varios académicos apelan a las relaciones entre literatura y mercado para condenar o salvar obras literarias, pero es poco frecuente que se hagan preguntas teóricas serias sobre el problema. Sobre las relaciones literatura y mercado hay más consenso que examen. El consenso presupone un punto de vista que en términos generales se considera “de izquierda” y dice que la literatura que está condicionada por el mercado es mala literatura. A los críticos nos tranquiliza suponer que nuestra producción y nuestro objeto de estudio son ajenos al mercado, que al trabajar con arte, con materiales estéticos, logramos trabajar con elementos ajenos al sistema económico, y que contamos, para no contaminar nuestras lecturas, con la firmeza de nuestra ideología.
Sin embargo, la más elemental economía política marxista demuestra que cuando se vive en un modo de producción capitalista, el mercado no puede ser ajeno a ninguna producción humana, no importa si es producción de víveres, de ropa, de ideas o de literatura. En nuestros discursos espantamos al mercado como un tábano: despectivamente, hacemos ese gesto y creemos ingenuamente que basta para que el mercado se aleje. Sin embargo, más que con un insecto molesto o una sucia tentación, el mercado debe compararse con una luz que nos baña a todos (y toda luz produce sombras, ahí hay una clave). Lo único que logramos con nuestro gesto airado es engañarnos y desprotegernos. Porque de esa luz no se puede escapar y el único modo de encontrarle las sombras es asumirla, entenderla. Aunque eso sea molesto, aunque nos obligue a admitir que hemos dado por resuelto, livianamente, un tema por lo menos difícil y sobre todo demasiado cargado de matices y de nuestras propias contradicciones.
Las relaciones entre la literatura y el mercado son tensas, pero son también identitarias. Hablaré sobre todo de literatura, aunque mucho de lo que planteo es extensivo a otros lenguajes artísticos. Comienzo: Si la literatura existe como tal, es gracias al mercado; lo cual no significa que sus relaciones con él sean armónicas, pero sí que sin él no existiría lo que desde hace ya varios siglos llamamos literatura. Es más: literatura y mercado nacieron juntos y por eso su relación es indisoluble. Sin embargo, su relación es mal avenida, y por eso es insoluble. Indisoluble e insoluble: ése es su vínculo.
Cuando la crítica habla de literatura y mercado dice, por ejemplo: “tal escritor escribe para el mercado, se arrodilla ante el mercado. Tal otro, en cambio, no es comercial, le da la espalda”. Posturas físicas: arrodillarse o dar la espalda, tienen no obstante, como centro, al mercado.
La crítica habló partiendo de la literatura, pero no escapa, ella tampoco, de centrarse en el mercado para juzgar. En cambio, yo quiero partir del mercado, y no de la literatura. Ni para venerarlo ni para rechazarlo: para entender. Y basta recordar la definición misma de mercancía y de mercado de El Capital de Marx para admitir que él me atraviesa y me constituye subjetivamente, como a todos mis semejantes, y constituye mis vínculos con los demás.
II. Mercado, mercancía y obra literaria
En El Capital el mercado no es un espacio (de los espacios podemos entrar y salir) sino un modo de relación social en el que todos estamos inmersos, más allá de nuestra voluntad, y que está indisolublemente ligado a nuestra supervivencia, dado que a partir de él se produce, distribuye y consume toda la riqueza que existe. “La riqueza, en las sociedades donde impera el modo de producción capitalista, se nos aparece como un inmerso arsenal de mercancías, y la mercancía, como su forma elemental” (2). Así comienza Marx su exposición, y extraerá de esta forma mercancía, de su célebre descripción y de su fetichismo, un componente subjetivo, profundo e inconsciente para quienes viven bajo su dominio. La mercancía es un valor de uso en el que la sociedad lee trabajo humano social por convención y consenso, y mide ese trabajo humano social en cantidad de horas promedio. Y aunque hay una realidad no semiótica objetiva en ese promedio de horas de trabajo que llevó la producción de cada mercancía, el hecho mismo de que el trabajo humano social se mida así y se lea o no en un objeto, es también por convención y consenso (3).
Esa cantidad de horas que lee la sociedad en la mercancía dan la proporción en que se cambia por otra mercancía, o sea el valor de cambio. Éste hace que cualquier valor de uso se pueda volver mercancía. Porque ser mercancía es poder intercambiarse en el mercado, es poder participar de un mundo de objetos que, gracias al valor que en ellos se lee (valor de cambio), se comparan entre sí y fijan las proporciones de intercambio.
Este mundo de objetos tiene una inquietante autonomía, “reviste, a los ojos de los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre objetos materiales”, “seres dotados de vida propia, de existencia independiente”(4): es que son las condiciones de producción de cada momento histórico, el desarrollo tecnológico y otras variables coyunturales pero nunca la voluntad consciente, individual de los humanos los factores que determinan cómo se comparan cada vez las mercancías entre sí.
En la sociedad capitalista la riqueza se conceptualiza como mercancía y la supervivencia, como la posibilidad de intercambiar las mercancías que producimos por las que precisamos. Productores que intercambian y consumen: productores sociales de mercancías, porque producen para los demás: red solidaria de interdependencias. Aunque el rico self made man lo crea, o lo crea el artista, ninguno de los dos es Robinson Crusoe. Ambos producen para intercambiar, ambos intercambian horas de trabajo por horas de trabajo de otros. No obstante, el particular tipo de percepción social que construye la forma mercancía hace que cualquiera pueda creerse Robinson Crusoe. Porque las mercancías parecen compararse por su cuenta en el mercado, la ilusión es que son independientes, que tienen un poder especial. Nosotros, los productores, somos quienes hemos producido los alimentos, las ropas, los productos culturales y los servicios que se precisan, pero como hechizadas, ellas se intercambian por su cuenta. Intercambiamos nuestros trabajos pero creemos intercambiar productos que tienen sus propias reglas. Nos borramos como protagonistas, hemos delegado en las mercancías nuestro poder de hacer.
De ahí, dice Marx, que sintamos mágicas a las mercancías. Son fetiches. Estamos deprimidos y entramos al negocio a comprarnos algo lindo porque eso que brilla ahí, en la vidriera, tiene un poder que olvidamos en nosotros mismos: el del trabajo social.
¿La literatura es una mercancía? La respuesta es evidente: difundimos y adquirimos los libros en el intercambio mercantil. Aunque los leamos en una biblioteca, alguien pagó por ellos. No sólo la llamada industria cultural hace su negocio en el mercado: ni el libro más exquisito ni el pintor más exclusivo pueden sustraerse al intercambio obra por dinero y pocos se libran del agente o editor que se apropia de plusvalor en el proceso de producción de esa mercancía. Los escritores precisan dinero como todos: o venden su literatura, o venden fuerza de trabajo para otras tareas, o explotan trabajo asalariado. No hay otra opción, salvo robar.
¿Se salvan del mercado las llamadas editoriales “independientes”? O venden libros a lectores, o venden el servicio de publicación a escritores, o a políticas de difusión estatal (consiguen subsidios). A veces son “independientes” del mercado de lectores, pero no del de los escritores que pagan, por eso cobran a un poeta desconocido pero invierten para publicar a Leónidas Lamborghini: Lamborghini prestigia la editorial y valoriza el servicio en el mercado de escritores. ¿Se salvan los artistas o intelectuales que obtienen subsidios o becas? Intercambian su trabajo por dinero en un mercado. ¿Se salva el mundo académico? Pagar una inscripción para leer en un congreso es comprar un servicio: el que me otorga un antecedente académico. ¿Por qué se convoca a congresos de temáticas extraordinariamente amplias, se aceptan sin excepción todos los resúmenes presentados y se habilitan cuatro o cinco mesas paralelas con insólita diversidad de temas, aunque no haya público suficiente para asistir a todas? En congresos así de obedientes al mercado se leen a veces ponencias que acusan a intelectuales de estar arrodillados ante el mercado. Y si hay congresos diferentes es porque es posible financiarse de otro modo; es decir: insertarse de otro modo en el mercado y proteger a su sombra la calidad intelectual. La dinámica de estas Jornadas es un ejemplo.
La sombra no es autónoma de la luz, pero es posible. Para adivinar dónde hay sombra hay que entender la luz.
Volvamos al fetichismo mercantil. Como todas, la mercancía literatura es un fetiche: hay quienes exhiben su celular de alta tecnología y quienes exhiben leer a Proust en francés. Es el fetichismo mercantil de los que exhiben su posesión de lo que Bourdieu llama capital simbólico. En ciertos ambientes, pasearse con un libro bajo el brazo es tan efectivo como en otros hacerlo en un BMW. Literatura bella y profunda como El Principito, grandes escritores como Cortázar, músicos como Vivaldi perdieron su poder de fetiches culturales en ciertos ambientes. Como cualquier mercancía que ya puede comprar cualquiera, son despreciados por los ricos en capital simbólico, no porque su superficie significante haya dejado de producir nuevos sentidos sino porque no es prestigioso prestarles atención. Como el celular que alguna vez consumieron pero ya todos pueden comprar: los consumidores culturales clase ABC1 precisan fetichismo renovado.
Adorno reconoció un fetiche en la obra de arte. Las obras, sostiene, son producto del trabajo social y por ende se someten a su ley o crean una semejante, pero se rebelan al mismo tiempo contra eso que las constituye. Esa rebeldía les produce "falsa conciencia", se creen afuera de la lógica del trabajo, de la producción material, aunque no lo están. Es decir, afirman un orden superior y esto es ilusión ideológica. Caen en el fetichismo. Sin embargo, en su artículo “Arte. Sociedad. Estética”, confunde la mirada del que consume arte con la del que lo produce (5). Porque la obra no es un fetiche para ambos. ¿Quién la percibe como si estuviera por encima del trabajo material, quién es el que se rebela contra su lógica laboral de producción? ¿Los artistas productores? Algunos proclaman esa ideología pero muchos asumen que, para su trabajo, por más "espiritual" o imaginativo que sea, se requiere práctica, ejercicio material, aprendizaje de un oficio. Rebelarse contra el trabajo social que constituye al arte suele ser más un modo de entenderlo y percibirlo que de hacerlo (6). Es decir: la mirada fetichista está acá en el propio Adorno, o en una sociedad que entroniza, sacraliza el arte, volviéndolo ajeno al trabajo humano social.
Adorno habla acá del fetichismo mercantil, el de Marx, y dice que en el arte es necesario, es condición de su verdad misma. Porque para no ser fetiches, las obras deberían asumir que son para-otro y no un para-sí, que están hechas para intercambiarse en sociedad, pero ser para-otro sería aceptar el alienante intercambio mercantil (7). Es decir: la verdad del arte, razona Adorno, depende de una paradoja: el fetichismo de la mercancía preserva al arte de ser cómplice del capitalismo.
Adorno se equivoca. Alienado él mismo, equipara “producción de riqueza para otros” con “producción de riqueza para el mercado capitalista” y entonces justifica la borradura del proceso material de trabajo en la recepción de la obra. Pero el capitalismo tiene algunos siglos y la producción de riqueza para otros, los mismos que la humanidad. Dice Marx en las Grundrisse: creer que la única producción y circulación posible de riquezas es la capitalista es olvidar que el capitalismo no es el único y eterno orden posible (8). Ser para otros no es equivalente al horroroso “ser para el burgués” (ser para beneficio del burgués) que Adorno y Horkheimer denuncian en su brillante Dialéctica del Iluminismo. Sólo lo es en la producción mercantil.
Hay modos más humanos de ser para otro, uno es el modo en que la obra de arte se lanza como mensaje, precisamente, significación que busca decirse y que, en el capitalismo, sólo circula encerrada en la forma mercancía. Nosotros conocemos la emoción de ser esos otros para los cuales se ha producido la obra, y es todo lo contrario de estar sometidos al intercambio alienante. Tal vez esa emoción nos hizo elegir este oficio. Cuando consumimos la obra olvidando que estamos en el nivel ABC1, cuando mientras leemos nos deslizamos a la sombra de la luz del mercado, la obra es un ser para los otros y nos vuelve personas mejores.
Ahora bien: cuando Adorno defiende el fetichismo como necesidad del arte, no siempre se refiere al mercantil. Se desliza a otro fetichismo sin señalar la inmensa diferencia. A un fetichismo que sí, coincido, es necesario en el arte: la obra conserva mucho del carácter mágico del arte primitivo, dice de pronto Adorno, mezclando todo (9). Porque ese fetichismo es otra cosa. Si uno ocurre sólo en el capitalismo y oculta el trabajo del artista como obrero, el otro acompaña al arte desde los orígenes de la humanidad y construye la ilusión de incidir en el orden del universo. Esa fe imposible es condición para la verdad del arte, es la pulsión que lleva a los humanos sensibles que sufren un mundo doloroso o injusto, a resistir y crear algo alternativo. En ese fetichismo reside la fuerza de negación que Adorno y Horkheimer exigen, ése es necesario. Pero no el mercantil. Es cierto que ese fetichismo legitimó su derecho a existir gracias a la autonomía del arte, es decir, como veremos, a la mercancía, pero es cualitativamente diferente.
¿Por qué Adorno se desliza imperceptiblemente de la defensa de un fetichismo a la del otro? Creo que es un lapsus: Adorno, el aristócrata del consumo artístico, precisa sostener la división alienante entre artista y trabajador. Defiende el fetichismo mercantil para poder sumergirse en él sin culpa, sólo que su consumo es de mercancías culturales suntuarias, no populares. Como plantea Bourdieu, el capital simbólico también otorga plusvalor a quienes lo acumulan, y ese plusvalor supone un modo de poder que él llama distinción(10). Confundiendo los dos fetichismos, Adorno resguarda la distinción de su crítica política.
Bourdieu cae a menudo en planteos simplificadores y equipara mecánicamente clase dominante y clase poseedora de capital simbólico y distinción. Sin caer en eso, creo con él que el capital simbólico otorga poder. No necesariamente económico, desde luego, y mucho menos en la Argentina, sí un poder simbólico que los que lo poseemos abrazamos con fruición, compensación tercermundista a nuestra pobreza monetaria. Es un poder que un sector de la Academia tiende a sostener con celo porque es una de las claves que justifica la necesidad de su existencia en una sociedad dividida en clases.
La equiparación mecánica de Bourdieu es más o menos así: la clase dominante (dueña del capital y confiscadora de plusvalía) no sólo se apropia de la mayor parte de la riqueza no semiótica, también es dueña del capital simbólico y la distinción. Para esto último se vale de instituciones como la educación, la Academia y la crítica. Pero en el paralelo automático que plantea, Bourdieu no toma en cuenta la diferencia fundamental entre riqueza material no semiótica y semiótica. La primera es finita: el producto bruto interno es una cifra, y esa cifra se reparte entre muchos de un modo desigual. La discusión es quién come la tajada más grande de la torta. Pero la riqueza material semiótica no es igual. Para poder leer a Proust no necesito privar a otros de que lo lean. El capital simbólico acumula una riqueza en realidad infinita, de reproducción y distribución de alcances cada vez mayores, si seguimos la historia que va de la imprenta a Internet.
Por eso se precisan instituciones (la crítica, la Academia) que trabajen en contra y controlen la circulación del capital simbólico infinito, administren la distinción. Para preservar la distinción hay que convencer a muchos de que no tienen derecho a leer a Proust y transformar todo lo que leen en capital simbólico devaluado, sin prestigio, no porque sea necesariamente de mala calidad (puede no serlo) sino porque la distribución desigual de poder simbólico lo requiere. La finitud que, en economía, es inherente al excedente de producción, no caracteriza al material semiótico. Y ahí estamos nosotros, que podemos cumplir, como crítica y Academia, la función que una sociedad dividida en privilegiados y pobres nos solicita, o podemos usar nuestro poder simbólico para otra cosa. A nosotros, que mayoritariamente nos consideramos intelectuales de izquierda, una crítica literaria arrodillada ante el mercado (ya para darle la espalda, ya para aplaudirlo) nos tendría que parecer repugnante. Si despreciamos por definición toda literatura que los lectores leen sin nuestra intervención, defendemos la distinción; lo mismo si reivindicamos únicamente la literatura que sólo paladean los bienaventurados consumidores ABC1 de capital simbólico (lo digo sin ninguna ironía, agradezco mi buena ventura). Por el contrario, si con idéntica posición de rodillas miramos el mercado en lugar de darle la espalda, reivindicamos cualquier literatura que sea buen negocio, sea como fuere. Ahí defendemos el capital a secas, no el simbólico. Pero en ambos casos colaboramos con la injusticia social.
¿Cuántos prejuicios académicos contra el arte masivo son modos de proteger la distinción? La Academia anterior despreció como objeto de estudio el policial o la ciencia-ficción en los años 40, cuando eran géneros masivos. Borges, no. Ahora, muchos académicos tampoco, ahora Philip Dick y los cuentos de Walsh en Leoplán son objetos de culto. ¿Cuánto que buena parte de la Academia desprecia hoy será prestigioso tema de tesis doctorales y programas académicos dentro de 60 años?
Retrocedamos: dije que la literatura, tal como hoy es, como hoy la concebimos, debe su existencia al mercado, y dije que su poder mágico, revulsivo, de oponer un mundo alternativo al mundo horrible que nos rodea, debe al mercado haberse desplegado, haber ganado el respeto social. Para demostrarlo, tenemos que hablar de historia.
El arte tiene fecha de nacimiento
Los dibujos de las cuevas de Altamira, los púlpitos en madera tallados por el Aleijadinho en las iglesias de Ouro Preto, los vitrales de Notre Dame hoy forman parte de las expresiones artísticas de la humanidad; los Milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo o la Odisea hoy son obras de la literatura. Pero no se produjeron ni se leyeron así. Sabemos que carecían de autonomía, que dibujar bisontes en las paredes era el modo de empezar a cazar, que los Milagros de Gonzalo de Berceo, verdades educativas y la Odisea, un relato colectivo y verdadero sobre su origen heroico, para toda una cultura. Como la autonomía del arte no existía, eso no era arte. Asistir a una representación de Edipo Rey no era ir al teatro, escuchar a un juglar que recitaba no era ver a un artista a la gorra.
Como plantea Jürgen Habermas, lo que hoy llamamos arte fue, antes de ser autónomo, una herramienta con la que las instituciones del poder político, seculares y religiosas, exhibieron su dominio. Publicidad representativa, llama Habermas a este modo en que el arte representaba el poder ante el pueblo: cuadros, poemas, música dedicados a señalar ante público pasivo quién manda, a legitimar al que manda con belleza (11) Es razonable entonces que el bufón que recita para el rey tenga que elegir con cuidado sus palabras, que el pintor no pueda decidir cuál retrato pinta, que el escritor escriba para promover principios de la Iglesia. Entender eso como arte, hoy, es una operación ex post facto. No en vano la palabra se refería a oficios tan terrenos como la zapatería o la carpintería, incluía a talladores de santos y herreros de caballos.
Es cierto que entre zapatos y herraduras, un leproso hijo de una esclava, el Aleijadinho, talló ángeles en los que leemos el agobio y la rabia de un artista rebelde. Pero para fortuna del Aleijadinho, no lo leyeron sus amos; lo leemos nosotros, parados en una sociedad donde el arte es autónomo. Para citar nuevamente a Adorno: “antes de formarse la conciencia de la autonomía, el arte estaba ya en contradicción con el poder social (…) pero no era todavía un para sí.”
¿Cuándo se transforma en un para sí? Con la autonomía. La teoriza Adorno, la historizan Habermas y Bajtín, y los tres coinciden: a la autonomía la trae el triunfo de la burguesía, la trae el capitalismo. La trae el mercado.
“Su autonomía,” dice Adorno, “su robustecimiento frente a la sociedad es función de la conciencia burguesa de libertad que, por su parte, creció juntamente con las estructuras sociales.” Durante la larga y tan estudiada transición del feudalismo al capitalismo, que tiene la acumulación mercantil y la feria en la plaza como protagonistas, el arte se va volviendo autónomo. En eso coinciden Marx, Habermas y Bajtín.
El Manifiesto Comunista de Marx y Engels rinde justo homenaje (ambiguo, encendido) al rol democratizador de la burguesía y del dinero: “la burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario. (…) las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus ‘superiores naturales’ las ha desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel ‘pago al contado’ (…) ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta (…) los ha convertido en sus servidores asalariados. (…) Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de las condiciones sociales (…) distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas (…) lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas.” (12).
En esa “consideración serena” entra la de leer sin literalidad y sin remitir de inmediato los signos a las cosas: leer artísticamente, leer desde la autonomía del arte. Como plantea Habermas, cuando la monarquía, y con ella la publicidad representativa, son derrotadas por la publicidad burguesa (por una concepción de lo público ya no pasiva, espectadora, sino de público como lo que forma opinión, factor de gobernabilidad), entonces hay espacio social para que el pintor se ría del rey, el poeta de Dios, para la peculiaridad de la referencia estética, poética, para que los signos remitan antes que nada a sí mismos, y de allí, mediatizados, al mundo: para que exista la literatura. En esa coartada los textos se ofrecen como espacios laboratorio que piensan impunemente la sociedad humana.
Habermas historiza: todo eso nace, demuestra, en el siglo XVII, por ejemplo en pubs ingleses donde los burgueses discuten mientras toman los entonces suntuarios cafés y chocolates y van comprendiendo que quienes pueden pagarse el chocolate tienen más poder que el noble parásito que les pide préstamos para poder beberlo. El individuo está naciendo, ¿pero dónde? En la relación libre e igualitaria que supone, en su legalidad, el mercado. En ese espacio, por primera vez en la historia, no es legítimo usar la violencia para apropiarse de algo: se exige el común acuerdo de comprador y vendedor, sea leproso, mujer, siervo o noble. Se exige tener algo para comprar o algo para vender, es el único requisito para participar del juego.
Nacen el individuo y el derecho a escribir desde la imaginación y leer desde la autonomía. Leer textos es criticar, pensar el mundo libremente: la crítica literaria, dice Habermas, nace en los pubs ingleses; la crítica literaria no es todavía la institución que protege a los poderosos en capital simbólico, como denuncian Bourdieu o Raymond Williams, aún es arma para la conciencia para sí de la clase revolucionaria de ese momento. Con la crítica, la burguesía se legitima ante la nobleza de sangre, fortalece la publicidad burguesa, discute tradiciones y linajes estéticos que suponen definiciones nuevas de nación y lleva al mercado o difunde en él libros donde leer estas ideas, imponiendo una nueva versión del mundo y nuevos criterios de prestigio, democráticos, contra la nobleza.
A Habermas hay que agregarle Bajtín: la burguesía trae el reinado de la autonomía del arte, pero no la inventa. La saca del carnaval, donde está desde tiempos inmemoriales. Allí estaba la ficción autónoma: limitada y encerrada en un puñado de fechas y en un espacio único (la plaza pública), la orgía carnavalesca venía produciendo un estallido cíclico de significaciones sociales no punibles por el poder. Tenía sus respectivas músicas, poemas, teatralizaciones. Pero ese estallido controlado en el que participaba la sociedad toda, sin separación entre actores y público, y donde no regían privilegios de clase, no era considerado arte. Era un mundo paralelo y popular que la publicidad representativa de la “alta cultura” no tomaba en cuenta. Después de muchos siglos de carnaval comunitario, en un lento período que crece, junto con la burguesía y el mercado, entre finales del siglo XIV y fines del XVI, los lenguajes estéticos “cultos” empiezan a abrevar en el carnaval. Bajtín estudia cuidadosamente el caso de Rabelais, monumento, junto con Shakespeare o Cervantes, en este surgimiento de una literatura cada vez más autónoma en la autonomía de la cultura popular.
Es evidente no sólo el carácter profundamente revolucionario de la obra de estos autores, sino la incidencia que el mercado tuvo en ellas. Invade y condiciona producción y representaciones en el teatro isabelino, es el motivo para que Cervantes, encarcelado por deudas, escriba el Quijote, es el lugar donde se pregona y se vende Gargantúa y Pantagruel, que a su vez se nutre del lenguaje que nace en el gran mercado de la plaza pública. Bajtín dice que el mercado surge no casualmente en el mismo lugar donde se hace el carnaval: la plaza. En la feria mercantil las formas de la fiesta carnavalesca reaparecen, pero ahora sin el cerco temporal estricto de las fechas de fiesta. En la feria mercantil los privilegios de sangre se borran porque lo que vale es el dinero, las fronteras monárquicas se quiebran porque se precisan mercaderes viajeros y mercancías de todas partes, las fronteras lingüísticas se interpenetran. En el dialogismo carnavalesco de la feria mercantil se construyen las características esenciales de lo que será el gran género literario burgués: la novela.
Hasta acá, por qué el mercado y la literatura no sólo no están enfrentados, sino que tienen una relación indisoluble. Dijimos: además insoluble, y con eso cerramos.
Relaciones peligrosas
La literatura nació en el mercado, pero es una mercancía molesta. Que el arte es una mercancía incómoda para el sistema es lo que menos precisa explicación acá, porque es el aspecto que la crítica académica subraya, aunque a veces lo use para deslizarse, igual que Adorno, a la función de conservar los privilegios de la distinción. Pero ese desliz no niega la incómoda posición de la mercancía arte. Remito para ello al extraordinario análisis de Adorno y Horkheimer del episodio de Odiseo y las sirenas: la verdad del arte es ajena a la razón instrumental y atenta contra el orden social. La misma autonomía que hace posible al burgués escuchar a las sirenas condena a su canto y a quien lo escucha a la impotencia: para poder escucharlas y no dejar de ser el empresario pujante que surca los mares, Odiseo paga el precio de estar atado a un palo, pero además debe garantizar la distinción: que el canto llegue a los señores, no a los remeros. Oído por los remeros, el arte sería peligroso: podrían dejar de remar, o conducir el promisorio barco a la derrota. El arte es peligroso, desconfiable, porque su consumo proyecta sombras que el mercado no logra iluminar.
Conclusiones
En la sociedad en que vivimos el arte precisa del mercado, precisa que éste haga negocios con el arte. Pueden hacerse con quienes compran la mercancía artística o el derecho a consumirla, puede hacerse con quienes la producen o quienes dan el servicio que permite consumirla, pero con alguien se hacen, y no es necesario que eso ensucie las obras, no es preciso prostituirse para vender el trabajo. Tal vez asumir sinceramente nuestra inserción en el mercado y preguntarnos en qué términos la haremos sea una obligación ética que nos preserve de la prostitución. De esa disyuntiva hay mucho para conversar, pero ése sería otro trabajo.
Yo quiero cerrar acá recordando otra disyuntiva: ¿cuál sería, a partir de estos planteos, nuestra función social como críticos? ¿Contribuir a tapar con cera los oídos de los remeros, para que Odiseo disfrute de poder simbólico exclusivo? ¿Acumular para nosotros mismos cantos inefables de sirenas casi personales? ¿Usarlos para vendernos mejor en nuestros pequeños mercados vergonzantes? ¿O intentar señalar las sombras de la luz mercantil, intentar generarlas? ¿Y para qué? ¿Para difundirlas a cuantos podamos o para guardarlas celosamente, transformarlas en un nuevo tesorito de nuestra distinción?
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NOTAS:
(1) Esta ponencia fue leída en las XXI Jornadas de Investigación del Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA, que tuvieron lugar en Bs. As. en marzo de 2007. Una versión resumida será publicada en las Actas de las Jornadas, que están actualmente en prensa.
(2) Marx, Carlos, El Capital. México, Fondo de Cultura Económica, 1972. Cap. 1 “La mercancía”
(3) La convención y el consenso funcionan incluso para reconocer lo que parece tan objetivo: el trabajo hecho para otros (social), en cada objeto. Se lo reconoce (o lee) en el plato que prepara un chef en un restaurant, pero no en el del ama de casa, por ejemplo. Por eso los tallarines del restaurant tienen valor de cambio y tallarines idénticos amasados por una madre no, y por eso no es mercancía (allí la sociedad lee “servicios del amor”)-
(4) Marx, Carlos, op. cit.
(5) Adorno, Theodor W., “Arte. Sociedad. Estética”. En su: Teoría Estética. Barcelona, Orbis – Hyspamérica, 1983. 297-8 pp.
(6) Contradiciendo de algún modo las afirmaciones que estamos examinando, la conciencia que suele tener el productor de arte acerca de la importancia de la técnica, del oficio, del manejo de las formas y la necesidad de someterse a ellas está planteada por el propio Adorno, por ejemplo en “El artista como lugarteniente” (Adorno, Theodor W.,Crítica cultural y sociedad. Madrid, SARPE, 1984).
(7) Adorno, Theodor W., op. cit.
(8) Marx, Carlos. “Introducción del Tomo I (1857)”. En su: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) (1857-8).FALTA PÁGINA. Bs. As., Siglo XXI, 1971.
(9) Por ejemplo véase Adorno, Theodor W., “Arte. Sociedad. Estética”. Op. Cit., p. 298
(10) Bourdieu, Pierre, “Economía de los intercambios lingüísticos” y “Lenguaje y poder simbólico”.En su: ¿Qué significa hablar?, Madrid, Akal, 1985. 9-104 pp.
(11) Habermas, Jürgen,Historia crítica de la opinión pública. Barcelona, Gustavo Gili, 1981.
(12) Marx, Carlos y Engels, Federico. Manifiesto del partido comunista. En su: Marx Engels, Obras escogidas, Moscú, Progreso, S/F, p. 35. El subrayado es mío.
* Elsa Drucaroff nació en 1957 en Buenos Aires. Es profesora de Castellano, Literatura y Latín (formada en el Instituto Superior del Profesorado Joaquín V. González), enseña en el ISP JVG, investiga y dicta seminarios en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Novelista, ensayista, crítica literaria y docente. Publicó los libros: La patria de las mujeres, (novela). Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1999. Conspiración contra Güemes, (novela) Buenos Aires, Ediorial Sudamericana, 2002. Leyenda erótica. Fragmentos. Buenos Aires, Editorial Eloísa Cartonera, 2006. El infierno prometido, (novela) Buenos Aires, Editorial Sudamericana, marzo 2006 (1° edición) y agosto 2006 (2°edición). Además tiene publicados libros de crítica sobre Roberto Arlt y Mijail Bajtín y dirigió el tomo once de la Historia Crítica de la Literatura Argentina ("La narración gana la partida").
http://culturacr.navegalo.com/09/l0529mercadoyliteratura.htm
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