miércoles, 22 de julio de 2009

Keynes, ¿un hombre actual?

Walden Bello
Focus


Una de las consecuencias más significativas del colapso de la economía neoliberal, con su culto al “mercado autorregulador”, ha sido el resurgimiento del gran economista inglés John Maynard Keynes.

No son solamente sus escritos lo que hace a Keynes muy actual. Es, además, el espíritu que los impregna, que evoca la pérdida de fe en lo viejo y el anhelo de algo que todavía está por nacer. Aparte de su clarividencia, sus reflexiones sobre la condición de Europa después de la 1ª Guerra Mundial resuenan con nuestra mezcla habitual de desilusión y esperanza:

Inmersos en nuestra actual confusión de objetivos ¿queda algo de lucidez pública para preservar la equilibrada y compleja organización gracias a la que vivimos? El comunismo está desacreditado por los acontecimientos; el socialismo, en su anticuada interpretación, ya no interesa al mundo; el capitalismo ha perdido su confianza en sí mismo. A menos que los seres humanos se unan para un objetivo común o se muevan por principios objetivos, cada mano irá por su lado, y la búsqueda no regulada de los intereses individuales puede rápidamente destruir el conjunto.

El gobierno del mercado

El gobierno debe intervenir para remediar los fallos del mercado. Esta es naturalmente la gran lección de Keynes, derivada de su forcejeo con el problema de cómo sacar al mundo de la Gran Depresión de 1930. Keynes argumentaba que el mercado por sí solo lograría el equilibrio entre oferta y demanda muy por debajo del pleno empleo y podría permanecer allí indefinidamente. Para impulsar la economía hacia un proceso dinámico que lleve al pleno empleo, el gobierno tiene que actuar como un deus ex machina, invirtiendo masivamente para crear la “demanda efectiva” que reanude y sostenga la maquinaria de la acumulación de capital.

Como medidas preferentes para evitar una depresión, el paquete de estímulos de 787.000 millones de dólares del Presidente Barack Obama, así como los estímulos públicos ofrecidos en Europa y en la China, son clásicamente keynesianos. La medida del triunfo de Keynes, después de casi 30 años en la oscuridad, se puede ver en el impacto punto menos que marginal del discurso público de gentes como el republicano Russ Limbaugh, el Instituto Cato y otras especies de dinosaurios neoliberales, con sus jeremiadas sobre la “gran deuda que se pasa a las generaciones futuras”.

Sin embargo, el resurgimiento de Keynes no es solamente una cuestión política. El presupuesto teórico del individuo que maximiza racionalmente sus intereses ha sido desplazado del centro del análisis económico por dos ideas. Una de ellas, que centra el pensamiento actual, es la penetración de la incertidumbre en la toma de decisiones, una incertidumbre con la que tratan de lidiar los inversores asumiendo –de forma harto implausible— que el futuro será como el presente e ideando técnicas para predecir y gestionar el futuro basándose en ese supuesto. La idea keynesiana al respecto es que la economía no se rige por cálculos racionales, sino que los agentes económicos están regidos por “espíritus animales”, es decir, movidos por su “necesidad espontánea de actuar”.

Entre esos espíritus animales, la confianza es crucial, y la presencia o ausencia de la misma está en el centro de la acción colectiva que dirige las expansiones y contracciones económicas. Lo que predomina no es el cálculo racional, sino los factores de conducta y psicológicos. Desde este punto de vista, la economía es como un maníaco depresivo llevado de un extremo a otro por los desequilibrios químicos, con la intervención y la regulación gubernamental jugando un papel semejante al de los estabilizadores farmacológicos del humor. La inversión no es un asunto de cálculo racional, sino un proceso maníaco que Keynes describe como “un juego sillas musicales, como un juego de descarte de naipes en el que se trata de librarse de la sota – la deuda tóxica— y pasarla a tu vecino antes de que la música se pare”. “Aquí, señala el biógrafo de Keynes, Robert Skidelsky, reside la anatomía reconocible de la ‘exuberancia irracional’ seguida de pánico que ha presidido la crisis actual”

Los inversores desbocados y los sumisos reguladores no son los únicos protagonistas de la tragedia reciente. La hybris de los economistas neoliberales también jugó su parte. Y Keynes tuvo al respecto intuiciones muy relevantes para nuestro tiempo. Consideró a la teoría economía como “una de estas bonitas y cómodas técnicas que intentan tratar el presente haciendo abstracción del hecho de que conocemos muy poco del futuro”. Como señala Skidelsky, fue verdaderamente “famoso por su escepticismo respecto a la econometría”, y para él, los números eran “simples indicaciones, estimulantes para la imaginación”, antes que expresiones de certidumbre o de probabilidades de acontecimientos pasados y futuros.

Con su modelo de homo economicus racional hecho añicos y una econometría que ha perdido crédito a ojos vista, los economistas contemporáneos harían bien en prestar atención al consejo de Keynes, de acuerdo con el cual “sería espléndido que los economistas fueran capaces de considerarse a sí mismos como gente humilde y competente, al mismo nivel que los dentistas”. Sin embargo, aun si muchos dan la bienvenida a la resurrección de Keynes, otros dudan de su relevancia respecto al período actual. Y estas dudas no se limitan a los reaccionarios.

Limitaciones del Keynesianismo

Entre otras cosas, el keynesianismo es principalmente un instrumento para reavivar las economías nacionales, y la globalización ha complicado enormemente este problema. En las décadas de 1930 y 1940 reavivar la capacidad industrial en economías capitalistas relativamente integradas era cosa que tenía que ver sobre todo con el mercado interior. Actualmente, con tantas industrias y servicios transferidos o deslocalizados hacia zonas de bajos salarios, los programas de estímulo de tipo keynesiano que ponen dinero en manos de los consumidores para que los gasten en bienes tienen un impacto mucho menor como mecanismos de recuperación sostenible. Puede que las corporaciones transnacionales y las ubicadas en China obtengan beneficios, pero el “efecto multiplicador” en economías desindustrializadas como los Estados Unidos y Gran Bretaña puede ser muy limitado.

En segundo lugar, el mayor lastre de la economía mundial es el hiato abismal –en términos de distribución de renta, penetración de la pobreza y nivel de desarrollo económico– entre Norte y Sur. Un programa keynesiano “globalizado” de estímulo del gasto, financiado con ayuda y préstamos del Norte, es una respuesta muy limitada a este problema. El gasto keynesiano puede evitar el colapso económico e incluso inducir algún crecimiento. Pero el crecimiento sostenido exige una reforma estructural radical: el tipo de reforma que implica una desestructuración fundamental de las relaciones económicas entre las economías capitalistas centrales y la periferia global. Ni que decir tiene: el destino de la periferia –las “colonias”, en tiempos de Keynes– no despertaba demasiado interés en su pensamiento.

Tercero, el modelo de Keynes de capitalismo gestionado simplemente pospone, más bien que ofrece, una solución a una de las contradicciones centrales del capitalismo. La causa subyacente de la crisis económica actual es la sobreproducción, en que la capacidad productiva sobrepasa el crecimiento de la demanda efectiva y presiona a la baja los salarios. El estado capitalista activo inspirado en Keynes y surgido en el período posterior a la II Guerra Mundial, pareció durante un tiempo superar las crisis de la sobreproducción con su régimen de salarios relativamente altos y su gestión tecnocrática de las relaciones capital-trabajo. Sin embargo, con la adición masiva de nueva capacidad por parte de Japón, Alemania y los nuevos países en vías de industrialización en las décadas de los 60 y los 70, su capacidad para hacerlo empezó a fallar. La estanflación resultante –la coincidencia de estancamiento e inflación– se extendió por el mundo industrializado a finales de la década de los 70.

El consenso keynesiano se desmoronó cuando el capitalismo intentó reanimar su rentabilidad y superar la crisis de sobreacumulación rompiendo el compromiso capital-trabajo con la liberalización, la desregulación, la globalización y la financiarización. Esas políticas neoliberales –así hay que entenderlo— constituyeron una vía de escape a los problemas de sobreproducción que estaban en la base del Estado de bienestar. Como sabemos ahora, no lograron regresar a los “años dorados” del capitalismo de la postguerra. En cambio, trajeron consigo el colapso económico actual. Sin embargo, es harto improbable que un retorno al keynesianismo pre-1980 vaya a ser la solución de las persistentes crisis de sobreproducción del capitalismo.

La Gran Laguna

Tal vez el mayor obstáculo para un resurgimiento del keynesianismo sea su prescripción clave de revitalizar el capitalismo con la aceleración del consumo y la demanda global en un contexto de crisis climática como el presente. Mientras que el primer Keynes tenía un aspecto maltusiano, sus trabajos posteriores apenas se refieren a lo que actualmente se ha convertido en relación problemática entre el capitalismo y el medio ambiente. El desafío de la economía en el momento actual es aumentar el consumo de los pobres del planeta con un el menor impacto posible sobre medio ambiente, tratando al propio tiempo de reducir drásticamente el consumo ecológicamente dañino –sobreconsumo— en el Norte. Toda la retórica sobre la necesidad de reemplazar al consumidor estadounidense en bancarrota por un campesino chino inducido a un estilo norteamericano de consumo como motor de la demanda global es tan necia como irresponsable.

Dado que el impulso primordial del beneficio como objetivo es transformar la naturaleza viva en mercancías muertas, hay pocas probabilidades de reconciliar la ecología con la economía – incluso bajo el capitalismo tecnocrático gestionado por el Estado que preconizaba Keynes.

“¿Volvemos a ser todos keynesianos?”

En otras palabras, el keynesianismo proporciona algunas respuestas a la situación actual, pero no proporciona la clave para superarla. El capitalismo global ha enfermado debido a sus contradicciones inherentes, pero lo que se precisa no es una segunda ronda de keynesianismo. La profunda crisis internacional exige severos controles de la libertad de movimiento de los capitales, regulaciones estrictas de los mercados, tanto financieros como de mercancías, y un gasto público ciclópeo. Sin embargo, las necesidades de la época van más allá de estas medidas keynesianas: se necesita una redistribución masiva de la renta, atacar sin treguas ni compases de espera, directamente, el problema de la pobreza, una transformación radical de las relaciones de clase, la desglobalización y, acaso, la superación del capitalismo mismo, si hay que atender a las amenazas de cataclismo medioambiental.

“Todos volvemos a ser keynesianos” –parafraseando, ligeramente modificada, la famosa frase de Richard Nixon— es el tema que une a Barack Obama, Paul Krugman, Joseph Stiglitz, George Soros, Gordon Brown y Nicholas Sarkozy, por muchos diferencias que pueda haber entre ellos en la puesta por obra de las prescripciones del maestro. Pero un resurgimiento acrítico de Keynes podría terminar no siendo más que la enésima confirmación de la celebérrima sentencia de Marx, según la cual la historia se repite dos veces: la primera como tragedia; la segunda, como farsa. Para resolver nuestros problemas presentes no precisamos solo de Keynes. Necesitamos nuestro propio Keynes.

Walden Bello, profesor de ciencias políticas y sociales en la Universidad de Filipinas (Manila), es miembro del Transnational Institute de Amsterdam y presidente de Freedom from Debt Coalition, así como analista sénior en Focus on the Global South.

Traducción para www.sinpermiso.info: Anna Maria Garriga

http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2723


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sábado, 18 de julio de 2009

Elogio de las revoluciones

Serge Halimi
http://www.eldiplo.com.pe


Espectro tantas veces conjurado, perspectiva amurallada por sus propios desvíos, la revolución parecía descansar en el cementerio de la Historia. Sin embargo, a pesar de los exorcismos, la inmensa esperanza de que un día todo podría cambiar emana de la conciencia colectiva y nace del encadenamiento de los acontecimientos. De hecho, ese hilo rojo que recorre los siglos y los continentes nunca se ha roto. Movimiento obrero, emancipación de las mujeres y de todos los oprimidos, liberación nacional: ¿un nuevo capítulo estará esperando ser escrito en este preciso instante? Las iras suscitadas por la crisis económica preocupan a los analistas conservadores. Conscientes de que su modelo ideológico se cae a pedazos, analizan, agazapados, los signos de la emergencia: obreros franceses, desempleados chinos, manifestantes letones... ¿Un nuevo mundo? En todo caso, la loca carrera del capitalismo acaba de agrietar al antiguo.

Doscientos veinte años después de 1789, el cadáver de la Revolución aún se mueve. Sin embargo, François Mitterrand, durante las ceremonias del Bicentenario, invitó a Margaret Thatcher y a Joseph Mobutu a presenciar su entierro. Como el año de la conmemoración fue también el de la caída del Muro de Berlín, Francis Fukuyama anunció el “fin de la historia”, es decir, la eternidad de la dominación liberal en el mundo y el cierre, a sus ojos definitivo, del paréntesis revolucionario. Pero la crisis del capitalismo vuelve a sacudir la legitimidad de las oligarquías en el poder. El aire es más liviano o más pesado, según las preferencias. Evocando a “esos intelectuales y artistas que convocan a la revuelta”, Le Figaro ya se aflige: “François Furet parece haberse equivocado: la Revolución Francesa no ha terminado” (1).

La era “descafeinada”

Sin embargo, como muchos otros, el historiador en cuestión no ahorró esfuerzos para conjurar su recuerdo y alejar la tentación. En otros tiempos considerada como la expresión de una necesidad histórica (Marx), de una “nueva era de la historia” (Goethe), de una epopeya iniciada por esos soldados del Año II a los que cantaba Victor Hugo –“Y se veían marchar esos magníficos miserables por el mundo deslumbrado”–, ya no se mostraba de ella más que la sangre en sus manos. De Rousseau a Mao, una utopía igualitaria, terrorista y virtuosa, habría pisoteado las libertades individuales y dado a luz al frío monstruo del Estado totalitario. Finalmente, la “democracia” se recuperó y predominó, festiva, apacible, de mercado. También heredera de revoluciones, sólo que de otro orden, al estilo inglés o estadounidense, más políticas que sociales, “descafeinadas” (2).

También del otro lado de la Mancha habían decapitado un rey. Pero como la resistencia de la aristocracia fue menos vigorosa que en Francia, la burguesía no tuvo la necesidad de aliarse con el pueblo para establecer su dominio. En los círculos más favorecidos, ese modelo, sin miserables ni sans-culottes (3), parecía más distinguido y menos peligroso que el otro. Así, Laurence Parisot, presidenta del empresariado francés, no traicionaba el sentimiento de sus mandantes al confiar a un periodista de The Financial Times: “Adoro la historia de Francia, pero no me gusta mucho la Revolución. Fue un acto de una violencia extrema que todavía sufrimos. Nos obligó a cada uno de nosotros a ubicarnos en un bando”. Y agregó: “Nosotros no practicamos la democracia con tanto éxito como Inglaterra” (4).

“Estar en un bando”: este tipo de polarización social resulta enojosa cuando, en cambio, deberíamos mostrarnos todos juntos y solidarios con la empresa, con el patrón, con la marca, aunque permaneciendo cada uno en su lugar. Porque ante los ojos de quienes no la aprecian, el error principal de la Revolución no fue la violencia, un fenómeno tristemente banal en la historia, sino una cosa infinitamente más rara: el cambio radical del orden social que se produce en ocasión de una guerra entre pudientes y proletarios.

En 1988, en busca de un argumento contundente, el presidente George H. Bush reprendió severamente a su adversario demócrata, Michael Dukakis, un tecnócrata perfectamente inofensivo: “Quiere dividirnos en clases. Eso es bueno para Europa, pero no para Estados Unidos”. ¡Clases, en Estados Unidos! ¡Puede apreciarse el horror de semejante acusación! Hasta el punto de que veinte años más tarde, en momentos en que el estado de la economía estadounidense pareciera imponer sacrificios tan desigualmente repartidos como lo fueron los beneficios que los precedieron –un verso de La Internacional reclama: “al ladrón cortarle el cuello”…–, el actual inquilino de la Casa Blanca consideró urgente desactivar la cólera popular: “Una de las lecciones más importantes que pueden extraerse de esta crisis es que nuestra economía sólo funciona si estamos todos juntos. (…) No tenemos los medios para ver un demonio en cada inversor o empresario que trata de obtener una ganancia” (5). Ya lo sospechábamos: Barack Obama no hará la revolución.

“La revolución es, en primer lugar, una ruptura. Quien no acepta esta ruptura con el orden establecido, con la sociedad capitalista, no puede ser un adherente al Partido Socialista.” Así hablaba François Mitterrand en 1971. Desde entonces, las condiciones de adhesión al Partido Socialista (PS) se volvieron menos draconianas, ya que no rechazan al director del Fondo Monetario Internacional (FMI), Dominique Strauss-Kahn, ni al de la Organización Mundial del Comercio (OMC), Pascal Lamy. La idea de una revolución también ha retrocedido en otras partes, incluso en los grupos más radicales. Entonces, la derecha se ha apropiado de la palabra, aparentemente todavía portadora de esperanza, para convertirla en sinónimo de una restauración, de la destrucción de una protección social conquistada –e incluso arrancada– al “orden establecido”.

A las grandes revoluciones se les reprocha, no obstante, su violencia. Algunos se ofuscan, por ejemplo, por la masacre de los guardias suizos durante la toma de las Tullerías en agosto de 1792, o de la familia imperial rusa en julio de 1918 en Ekaterimburgo, o por la eliminación de los oficiales del ejército de Chiang Kai-Shek tras la toma del poder por los comunistas chinos en 1949. Pero entonces hubiera sido mejor no ocultar anteriormente las hambrunas del Antiguo Régimen con un fondo de baile en Versailles y de diezmo arrebatado por los sacerdotes; los centenares de manifestantes pacíficos masacrados en San Petersburgo un “domingo rojo” de enero de 1905 por los soldados de Nicolás II; los revolucionarios de Cantón y de Shanghai arrojados vivos, en 1927, a las calderas de las locomotoras. Sin mencionar siquiera las violencias cotidianas del orden social que en otros tiempos se esperaba desmantelar.

El episodio de los revolucionarios quemados vivos no sólo marcó a los que se interesaban en la historia de China, sino que es conocido por los millones de lectores de La condición humana, de André Malraux. Porque durante décadas, los más grandes escritores, los más grandes artistas se unieron al movimiento obrero para celebrar las revoluciones y las “mañanas que cantan”. Incluyendo, es verdad, una minimización de las contrariedades, las tragedias, los pálidos amaneceres (policía política, culto de la personalidad, nepotismo, campos de trabajo, ejecuciones).

“Condenados”

En cambio, desde hace treinta años no se habla más que de eso; se lo recomienda incluso para tener éxito en la universidad o en la prensa y para brillar en la Academia. “Quien dice revolución dice irrupción de la violencia –explica Max Gallo–. Nuestras sociedades son extremadamente frágiles. La mayor responsabilidad de quien tiene acceso a la palabra pública es alertar contra esa irrupción” (6). Furet pensaba, por su parte, que todo intento de transformación radical era totalitario o terrorista, que “la idea de otra sociedad se ha convertido en algo casi imposible de pensar”. Su conclusión: “henos aquí condenados a vivir en el mundo en que vivimos” (7). Puede concebirse que semejante destino estaba en concordancia con las expectativas de sus lectores, en general protegidos de las tormentas por una existencia agradable de cenas y debates.

La fobia a las revoluciones y su corolario, la legitimación del conservadurismo, descubrieron muchos otros repetidores aparte de Gallo y Furet. Por ejemplo, las decisiones tomadas por los medios, cine incluido. Desde hace treinta años, han querido establecer que fuera de la democracia liberal sólo se encontraban regímenes tiránicos y en connivencia entre ellos. El lugar asignado al pacto germano-soviético fue mucho mayor que el reservado a otras alianzas contra natura, como los acuerdos de Munich y el apretón de manos entre Adolf Hitler y Neville Chamberlain. El nazi y el conservador comulgaban por lo menos en su odio a los frentes populares. Y ese mismo temor de clase inspiró a los aristócratas de Ferrara y a los maestros forjadores del Ruhr cuando favorecieron la llegada al poder de Benito Mussolini y del Tercer Reich (8). ¿Está permitido recordar eso todavía?

En ese caso, vayamos algo más lejos… Al mismo tiempo que teorizaba brillantemente su rechazo a una revolución de tipo soviético, calificada por uno de sus amigos como “blanquismo con salsa tártara”, Léon Blum, una figura tan respetada por los profesores de virtud, reflexionó sobre los límites de una transformación social en la cual el sufragio universal fuera el único talismán. “No estamos totalmente seguros –prevenía en 1924– de que los representantes y dirigentes de la sociedad actual, en un momento en que sienten que sus principios esenciales están muy gravemente amenazados, no salgan ellos mismos de la legalidad.” En efecto, las transgresiones de este tipo no han faltado, desde el “pronunciamiento” de Franco en 1936 al golpe de Estado de Pinochet en 1973, sin olvidar el derrocamiento de Mossadegh en Irán en 1953. El jefe socialista Léon Blum señalaba, a fin de cuentas, que “en Francia la República nunca fue proclamada en virtud de un voto legal realizado dentro de las formas constitucionales. Fue instalada por la voluntad de un pueblo sublevado contra la legalidad existente” (9).

El sufragio universal, ahora invocado para descalificar a las demás formas de intervención colectiva (como las huelgas en los servicios públicos, asimiladas a la toma de rehenes), se habría vuelto el alfa y el omega de toda acción política. Sin embargo, las cuestiones que Blum planteaba en relación con el sufragio universal no han envejecido: “¿Es una plena realidad hoy en día? ¿Acaso la influencia del patrón y del propietario no pesa sobre los electores, junto con la presión de la potencia del dinero y de la gran prensa? ¿Los electores son libres del sufragio que emiten, libres por la cultura de su pensamiento, libres por la independencia de su persona? Y, para liberarlos, ¿no sería precisamente necesaria una revolución?” (10). Se murmura sin embargo que el veredicto de las urnas ha desbaratado en tres países europeos –Países Bajos, Francia e Irlanda– las presiones conjuntas del patrón, del poder del dinero y de la prensa. Por esa misma razón, no se las ha tomado en cuenta…

El “futuro radiante”

“Hemos perdido todas las batallas, pero somos nosotros los que tenemos las canciones más bellas.” Esta frase, cuyo autor habría sido un combatiente republicano español que buscaba refugio en Francia, resume a su manera el problema de los conservadores y de su punzante pedagogía de la sumisión. Dicho de manera simple, las revoluciones dejan en la historia y en la conciencia humana una huella indeleble, incluso cuando fracasan, incluso cuando se las deshonra. En efecto, encarnan ese momento tan raro en que la fatalidad se subleva, en que el pueblo toma ventaja. Por eso su resonancia universal. Porque cada uno a su manera, los amotinados del Potemkin, los supervivientes de la Larga Marcha, los “barbudos” de Sierra Maestra, resucitan esa gesta de los soldados del Año II que le sugirió al historiador británico Eric Hobsbawm que “la Revolución Francesa reveló la potencia del pueblo de una manera que ningún gobierno se ha permitido olvidar, aunque más no sea por el recuerdo de un ejército improvisado de conscriptos no entrenados pero victorioso de la poderosa coalición formada por las tropas de elite más experimentadas de las monarquías europeas” (11).

No se trata sólo de un “recuerdo”: el vocabulario político moderno y la mitad de los sistemas jurídicos del mundo se inspiran en el código inventado por la Revolución. Y quien piense en el “tercermundismo” de los años 60 puede preguntarse si una parte de su popularidad en Europa no proviene del sentimiento de reconocimiento (en el doble sentido del término) al que dio nacimiento. En efecto, el ideal revolucionario, igualitario, emancipador, del Siglo de las Luces, pareció renacer en el Sur, en parte gracias a vietnamitas, argelinos, chinos, chilenos que se habían educado en el Viejo Continente.

El Imperio se empantanaba, pero las antiguas colonias tomaban la posta y la revolución continuaba. La situación actual es diferente. La emancipación de China y de India y su afirmación en la escena internacional suscitan aquí y allá curiosidad y simpatía, pero no remiten a ninguna esperanza “universal” vinculada, por ejemplo, a la igualdad, al derecho de los oprimidos, a otro modelo de desarrollo, a la preocupación por prevenir las restauraciones conservadoras nacidas del saber y la distinción.

El entusiasmo internacional que suscita América Latina es más grande porque la orientación política es allí al mismo tiempo democrática y social. Cierta izquierda europea justifica desde hace veinte años la prioridad que asigna a las demandas de las clases medias teorizando el fin del “paréntesis revolucionario” y la desaparición política de las categorías populares. Por el contrario, los gobernantes de Venezuela y de Bolivia vuelven a movilizar esas categorías, probándoles que su suerte es tomada en cuenta, que su destino histórico no está sellado, en suma, que la lucha continúa.

Por más deseables que sigan siendo, las revoluciones son escasas, ya que suponen al mismo tiempo una masa descontenta dispuesta a actuar, un Estado cuya legitimidad y autoridad se encuentren cuestionadas por una fracción de sus partidarios habituales (a causa de su impericia económica, o de su incuria militar, o de divisiones internas que lo paralizan y luego lo dislocan), y, por último, la preexistencia de ideas radicales de cuestionamiento del orden social, extremadamente minoritarias al inicio (Bonelli, pág. 25), pero a las cuales pueden unirse todos aquellos cuyas viejas creencias o lealtades resultaron disueltas (12).

La historiadora estadounidense Victoria Bonnell estudió a los obreros de Moscú y de San Petersburgo en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Como se trata del único caso en que ese grupo social fue el actor principal de una revolución “exitosa”, su conclusión merece ser conocida: “Lo que caracteriza la conciencia revolucionaria es la convicción de que las quejas sólo pueden ser satisfechas por la transformación de las instituciones existentes y por el establecimiento de otra organización social” (13). Lo que equivale a decir que esta conciencia no aparece de manera espontánea, sin una movilización política y una efervescencia intelectual previas.

Tanto más porque en general, y es a lo que asistimos en el momento actual (Klare, pag. 22), la demanda de los movimientos sociales es antes que nada defensiva. Ellos pretenden restablecer un contrato social que juzgan que ha sido violado por los patrones, los propietarios de tierras, los banqueros, los gobernantes. Pan, trabajo, una vivienda, estudios, un proyecto de vida; pero no (todavía) un “futuro radiante”, sino la “imagen de un presente despejado de sus aspectos más dolorosos” (14). Recién luego, cuando la incapacidad de los dominantes para cumplir con las obligaciones que legitiman su poder y sus privilegios se torna manifiesta, es cuando, a veces, se plantea la cuestión, más allá de círculos militantes, de saber “si los reyes, los capitalistas, los sacerdotes, los generales, los burócratas siguen teniendo alguna utilidad social” (15). Se puede hablar entonces de revolución. La transición de una etapa a otra puede producirse rápidamente –dos años en 1789, algunos meses en 1917– o no realizarse nunca.

Desde hace casi dos siglos, millones de militantes políticos o sindicales, historiadores y sociólogos han examinado las variables que determinan el desenlace: ¿la clase dirigente está dividida y desmoralizada? ¿Su aparato represivo sigue intacto? ¿Las fuerzas sociales que aspiran al cambio están organizadas y son capaces de entenderse? En ningún lado estos estudios han sido más numerosos que en Estados Unidos, donde se trataba a menudo de comprender las revoluciones, de admitir todo lo que ellas habían aportado, pero para conjurar mejor su perspectiva.

La fiabilidad de esos trabajos reveló ser aleatoria. En 1977, por ejemplo, se preocupaban más que nada por la “ingobernabilidad” de las sociedades capitalistas. Y, por contraste, se preguntaban: ¿por qué la URSS es tan estable? En este último caso, las explicaciones eran variadas: preferencia de los dirigentes y de la población soviética por el orden y la estabilidad; una socialización colectiva que apoyaba los valores del régimen; naturaleza no acumulativa de los problemas a resolver, lo que le permitía al partido maniobrar; buenos resultados económicos que contribuían a la estabilidad buscada; aumento en el nivel de vida; condición de gran potencia, etc. (16). Cuando ya era inmensamente célebre, el politólogo de Yale Samuel Huntington concluía así esta acumulación de índices concordantes: “Ninguno de los desafíos previstos para los próximos años parece cualitativamente diferente de los desafíos a los cuales el sistema soviético ya logró responder” (17).

Todos conocen lo que siguió… ♦

REFERENCIAS

(1) Le Figaro, París, 9-4-09.

(2) “En una palabra, lo que exige la sensibilidad liberal es una revolución descafeinada, una revolución que no sabría a revolución”, resume Slavoj Zizek en Robespierre: entre vertu et terreur, Stock, París, 2008.

(3) La expresión sans-culottes significa literalmente “sin calzas”. El término está relacionado con las modas y costumbres de la época –el siglo XVIII–, ya que los sectores sociales más acomodados vestían unas calzas cortas y ajustadas, mientras que muchos miembros del Tercer Estado llevaban pantalones largos (N. de la T).

(4) The Financial Times Magazine, Londres, 7/8-10-06.

(5) Conferencia de prensa del 24-3-09.

(6) Le Point, París, 25-2-09.

(7) François Furet, El pasado de una ilusón, Fondo de Cultura Económica, México, 1996.

(8) En 1970, los realizadores Vittorio de Sica, en El jardín de los Finzi-Contini, y Lucino Visconti, en Los condenados, abordaron este tema.

(9) Léon Blum, “L’idéal socialiste”, La Revue de Paris, mayo de 1924. Citado por Jean Lacouture, Léon Blum, Seuil, París, 1977.

(10) Ibid.

(11) Eric J. Hobsbawm, Los ecos de la marsellesa, Crítica, Barcelona, 2003.

(12) Jack A. Goldstone, Revolution, Wadsworth Publishing, Belmont (California), 2002, y Theda Skocpol, Etats et révolutions sociales, Fayard, París, 1985.

(13) Victoria Bonnell, The Roots of Rebellion. Workers’ Politics and Organizations in St. Petersburg and Moscow, 1900-1914, University of California Press, Berkeley, 1984.

(14) Barrington Moore, La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, UNAM, México, 2007.

(15) Ibid, p. 84.

(16) Seweryn Bialer, Los primeros sucesores de Stalin, FCE, México, 1987.

(17) Samuel Huntington, “Remarks on the Meaning of Stability in the Modern Era”, en S. Bialer y S. Sluzar (ed.), Radicalism in the Contemporary Age, 3- Strategies and Impact of Contemporary Radicalism, Westview Press, Boulder, CO, 1977.

http://www.eldiplo.com.pe/elogio-de-las-revoluciones

jueves, 16 de julio de 2009

El primero de todos nosotros

Graco Babeuf y los problemas permanentes del proceso revolucionario


Eduardo Sartelli
Razón y Revolución


Haciendo rechinar los dientes y con risa sarcástica, Marx degollaría
a todos cuantos le cerraran el paso a él, el nuevo Babeuf…
Arnold Ruge a Julius Fröbel

Las masas, todavía atontadas por el terrible golpe de la derrota, desarticuladas por la represión, privadas de sus núcleos de actividad, caen en un estado de postración y de desesperación que les impide, momentáneamente, pensar lo más mínimo. O, si reaccionan, lo hacen de forma confusa. La verdad que mañana les permitirá reanudar la lucha -y reanudarla desde un punto de partida mucho más avanzado que el anterior-, por el momento, la detentan únicamente unos cuantos individuos. Pero dicha verdad se inscribirá en textos impresos, que leerá la generación siguiente. Así, la clase oprimida y, tras ella, la sociedad en su totalidad, seguirá su avance, a pesar de la derrota o, mejor, gracias a las lecciones de la derrota.
Daniel Guerin



En todas las grandes revoluciones modernas, dice Marx en El Manifiesto Comunista, el proletariado tiene una literatura que expresa su voz:

“Las primeras tentativas directas del proletariado para hacer prevalecer sus propios intereses de clase, realizadas en tiempos de efervescencia general, en el período del derrumbamiento de la sociedad feudal, fracasaron necesariamente, tanto por el débil desarrollo del mismo proletariado como por la ausencia de las condiciones materiales de su emancipación, condiciones que surgen sólo como producto de la época burguesa. La literatura revolucionaria que acompaña a estos primeros movimientos del proletariado es forzosamente, por su contenido, reaccionaria. Preconiza un ascetismo general y un burdo igualitarismo.”1

Esas manifestaciones, aclarará Engels tiempo después, corresponden a Moro y Campanella, en los siglos XVI y XVII, como descripciones utópicas de un régimen ideal de sociedad, y a Mably y Morelly en el XVII, como teorías ya directamente comunistas. E insiste, en el mismo sentido que Marx:

“La reivindicación de la igualdad no se limitaba a los derechos políticos, sino que se extendía a las condiciones sociales de vida de cada individuo; ya no se trataba de abolir tan sólo los privilegios de clase, sino de destruir las propias diferencias de clase. Un comunismo ascético, a lo espartano, que prohibía todos los goces de la vida: tal fue la primera forma de manifestarse de la nueva doctrina.”

Estas expresiones teóricas son el correlato literario de las guerras campesinas en Alemania y las tendencias anabaptistas, de Thomas Münzer, de los “levelers” en la Revolución Inglesa y de Babeuf en la francesa.2 Siendo críticos, Marx y Engels distinguen a Babeuf de la otra gran corriente del socialismo, el socialismo utópico. Babeuf no construye sociedades ideales al margen de la sociedad real, ni repudia la acción directa. Todo lo contrario, es el primer teórico moderno de la insurrección proletaria y del partido del proletariado, un producto muy temprano de la propia revolución burguesa. Como tal, el babuvismo es la primera manifestación orgánica del movimiento comunista, el que hace entrar al comunismo en la historia, el que retomarán Marx y Engels:

“Y sin embargo, cuando fue escrito, no pudimos bautizarlo como manifiesto socialista. En 1847 se entendía por socialistas, por una parte, a los partidarios de los diferentes sistemas utópicos: los owenistas en Inglaterra y los fourieristas en Francia, que poco a poco fueron quedando reducidos a sectas agonizantes; por la otra, a los más variados charlatanes sociales que, con toda clase de remiendos, sin ningún peligro para el capital y el provecho, prometían eliminar todos los males de la sociedad. En ambos casos eran gentes ajenas al movimiento obrero, que más bien buscaban apoyo en las clases “cultas”. El sector de la clase trabajadora que se había persuadido de la insuficiencia de las revoluciones puramente políticas y que proclamaba la necesidad de una transformación total de la sociedad, ése se llamaba entonces comunista. Era todavía una forma tosca, no pulida, puramente instintiva de comunismo; pero daba en el blanco y era lo suficientemente poderoso en la clase obrera como para engendrar al comunismo utópico de Cabet en Francia y de Weitling en Alemania.”3

Este movimiento comunista había nacido en relación directa a Babeuf y los Iguales. Este comunismo, que comienza a organizarse hacia 1840, reivindica la lucha de clases, las transformaciones en la base material de la sociedad y la búsqueda del poder estatal. Es abiertamente político. Y aunque tiene varias fuentes, una de ellas, la más importante por su influencia, es la babuvista. Apagada con el fracaso de la Conspiración de los Iguales, el “neobabuvismo” va a renacer gracias a la propaganda incansable de Buonarroti y la publicación de su historia de la conspiración, en 1928. El propio Cabet, creador de la corriente comunista más popular, va a reconocer su deuda y va a fichar el inicio de su influencia en 1834, momento en el que a su autor se lo tiene como el “patriarca” del comunismo y se lo consulta para todo.4
Con razón, sostiene Albert Soboul:

“La importancia de la Conspiración de los Iguales y del babuvismo no puede medirse más que a escala del siglo XIX. En la historia de la Revolución y del Directorio no constituyen más que un simple episodio, que sin lugar a dudas modificó el equilibrio político del momento, pero sin resonancia social profunda. Sin embargo, por primera vez, la idea comunista se había convertido en fuerza política: de ahí deriva la importancia de Babeuf, del babuvismo y de la Conspiración de los Iguales en la historia del socialismo.”5

Las páginas que siguen están destinadas, entonces, a explicar las razones de su emergencia y a resaltar la importancia que el problema sigue teniendo hoy.

Francia, 1789-1799: el ciclo de la revolución

Todo proceso revolucionario empieza con una crisis en las alturas.6 La larga decadencia del feudalismo francés llega a un punto terminal en 1789. El estallido de la crisis, sin embargo, estuvo precedida por la “revuelta aristocrática”, la rebelión de los dos estados nobiliarios, la aristocracia y el clero. La aristocracia combatió durante todo el siglo XVIII contra el absolutismo real, en defensa de sus prerrogativas, atacadas por la centralización estatal. Esta ideología aristocrática se apoyaba en Montesquieu y su eje era la resistencia a la presión fiscal, que se agudizó en 1787 y 1788. Es este, precisamente, el punto de partida de la convocatoria a los Estados Generales. En esta etapa, entonces, la aristocracia comienza la crisis convocando al Tercer Estado en apoyo de su lucha contra la monarquía. En medio de apremios financieros agobiantes, la Corona se vio obligada a aceptar la situación.


Los Estados Generales, una asamblea de los estamentos feudales, tienen una clara mayoría de la nobleza y del clero, de modo que su manejo no debiera haber constituido un problema para los convocantes. Sin embargo, escapará rápidamente a su control a raíz de las fuertes contradicciones que operan en su seno. Para esta época, la nobleza incluye una importante presencia burguesa, con fracciones integradas a la aristocracia a través de la compra de títulos y otros mecanismos. Además, la nobleza propiamente dicha se encuentra fragmentada entre los grandes aristócratas y los pequeños señores, siendo estos últimos los más afectados por la crisis y los más necesitados de la protección de sus privilegios, imposibilitados como están de sobrevivir transformando la forma de su propiedad. Algo parecido sucede entre el Alto Clero y el Bajo Clero.


Las fracciones más dinámicas del proceso revolucionario son las de aquella burguesía que se amontonan en el Tercer Estado, aquel en el que se juntan todos los que, siendo propietarios, se encuentran subordinados bajo diferentes formas a las relaciones feudales. Como dijimos, los Estados Generales son convocados como instrumento de la aristocracia contra la monarquía. Sin embargo, la situación va a superarla por la dinámica que le imprime el Tercer Estado, cuya fuerza es el resultado del estado de deliberación general en que se encuentra sumergido todo el reino.
De los tres estados, la nobleza y el clero son decididamente defensores del statu quo, lo que quiere decir, en 1789, resistencia a la monarquía sin abolición del sistema feudal. Su programa consiste, entonces, en repartir el peso de la crisis entre la burguesía y las clases populares (artesanos, campesinos, pequeña burguesía, obreros). Para el Tercer Estado, el cambio significa abolición del feudalismo, con o sin monarquía, es decir, un ataque más o menos frontal al feudalismo. En un primer momento, el Tercer Estado logra imponer a las clases feudales la reunión común y el voto por individuo, una victoria elemental: votando por estamentos, nobleza y clero aseguran la mayoría al Antiguo Régimen. La constitución de una Asamblea Nacional con potestades fiscales transforma a la burguesía en el árbitro de la situación, lo que motiva al rey a intentar un golpe de mano que vuelva a colocar la balanza a su favor, cerrando la Asamblea y rodeando París con tropas. El hecho va a provocar una reacción aun mayor, con la irrupción de elementos nuevos en la escena política. El pueblo de París, y en su interior, la presencia dominante de los “sans-culottes”, una alianza de fracciones proletarias con el artesanado bajo la dirección de la pequeña burguesía, entra en escena con la toma de la Bastilla, el 14 de Julio. La revolución se profundiza con alzamientos campesinos en toda Francia y con la creación de ayuntamientos revolucionarios, un verdadero doble poder. Se disuelve el ejército y se crea la Guardia Nacional. La presión popular obliga a la Asamblea Nacional a abolir el régimen feudal, mientras buena parte de la nobleza emigra por temor a los ajusticiamientos espontáneos. En agosto, el movimiento tiene un punto de inflexión importante, con la sanción de los Derechos del hombre y del ciudadano.


La burguesía ha dado el primer paso hacia su hegemonía, obligando a la nobleza y al clero a iniciar el camino de la oposición cada vez más cerrada. En su interior, la dominación la ejerce, en este momento, el grupo girondino. Los girondinos son representantes de la burguesía más poderosa, pero todavía concentrada en el comercio ultramarino. Su política será vacilante y buscará la alianza con las fracciones liberales de la aristocracia, a fin de abolir el feudalismo ofreciendo a sus defensores formas de transformar su propiedad feudal en propiedad capitalista.
La revolución sigue su marcha ascendente durante el año siguiente, con la caída de una institución central al feudalismo, la Iglesia, desarticulada no sólo por la expropiación de bienes sino por la eliminación de sus privilegios legales. Se dicta la Constitución civil del clero, sus miembros pasan a ser funcionarios del Estado, se suprimen los conventos y las órdenes religiosas, se decreta la elegibilidad de los obispos y sacerdotes y se los obliga a prestar juramento de fidelidad a la Constitución. La Iglesia se transformará, a partir de aquí, en el corazón de la resistencia feudal en toda Europa. Todavía la monarquía conserva su lugar, en un esquema que remite a la tradición política inglesa, pero la tensión va en aumento y hace eclosión en 1791, cuando la familia real intenta huir para unirse a los emigrados contrarrevolucionarios. Los miembros de la familia real son apresados y el pueblo de París exige su abdicación. Una verdadera insurrección popular es reprimida por Lafayette, un aristócrata moderado que terminará pasándose a la reacción, causando una verdadera masacre, la matanza del Campo de Marte. El hecho, de alguna manera, da aire a la monarquía, que entra en la nueva Constitución, proclamada el 3 de setiembre de ese año, como Ejecutivo débil, con apenas la posibilidad de nombrar a los ministros y vetar en forma suspensiva los mandatos de una asamblea indisoluble y de carácter ejecutiva. Se consolida hasta aquí, el modelo inglés de monarquía parlamentaria.
La Constitución de 1791 está hecha a la medida de la burguesía (el cuerpo ciudadano “activo”) y contra el mundo plebeyo (definido como ciudadano “pasivo”), quedando prohibidas las huelgas y asociaciones obreras y sancionando la libertad de comercio para los alimentos. Los ciudadanos activos son los propietarios, los únicos con derecho a voto. La transformación en ciudadanos “pasivos” de todas las fracciones más débiles de la burguesía, la pequeña burguesía, el artesanado, los obreros y los campesinos, aísla al grupo dominante, presionado a su vez por una reacción nobiliaria que apela al apoyo de las clases feudales europeas, amén de que conserva todavía un enorme poder interno.


El agravamiento de la situación económica y el progresivo ascenso político de las fracciones más pequeñas de la burguesía y, por ende, más revolucionarias, de la pequeña burguesía y el artesanado, es decir, del mundo sans-culotte, se suma al descontento campesino. Los campesinos han comprendido que la abolición del feudalismo sancionada en la constitución de 1791 es puramente formal y que, bajo otras formas, los grandes señores continúan al frente. Una guerra civil se desata en el campo francés, provocando transformaciones en las relaciones sociales que exceden el marco del ’91. Sumado a ello, la presión de la contrarrevolución se hace sentir no sólo fronteras adentro sino, sobre todo, desde el exterior, en particular de parte de Austria y Prusia. En 1792, entonces, girondinos y feuillants (ex jacobinos contrarios a la destitución de Luis XVI, que se ubican en el centro y apoyan la política girondina) van a impulsar la guerra contra ambos, con apoyo de la corte y con la oposición de los jacobinos. La guerra aparece, a los ojos de los girondinos, como la solución que le permitirá controlar la situación interna desviando las energías hacia la lucha contra el extranjero. La misma monarquía cree que la guerra no sólo va a cumplir la función que los girondinos le asignan, sino que incluso le permitirá deshacerse de ellos y reconstruir la Francia absolutista.
Sin embargo, lejos de detenerse, la revolución sigue su marcha ascendente, impulsada por el relanzamiento a mayor escala de la crisis que produce la guerra. En agosto de 1792, las masas asaltan las Tullerías y forman la Comuna de París, el órgano del doble poder sans-culotte que ahora se hace explícito. Es bajo esta presión que la Asamblea destituye al rey y convoca a una Convención Nacional sobre la base del sufragio universal. En este contexto, se inicia un ataque decisivo contra la contrarrevolución, matanzas de aristócratas y clérigos de por medio. La monarquía es abolida y se proclama la República. El deseo de ruptura con el orden anterior produce innumerables símbolos, como la modificación del calendario. El paroxismo de la situación llega en enero del año siguiente, con la ejecución de Luis XVI, un verdadero cruce del Rubicón. La guerra se extiende a Inglaterra y a otras potencias y la crisis económica se profundiza. La Montaña, una coalición dominada por Jacobinos, Cordeleros y Hebertistas, domina la escena política. Se arma un tribunal revolucionario y el Comité de Salvación Pública, dirigido por Dantón, cordelero moderado. Bajo impulso de los sans-culottes encabezados por jacobinos, hebertistas y enragés, se destituye a los girondinos y se impulsan medidas aún más revolucionarias: igualación de fortunas mediante los impuestos, partición de los latifundios, racionamiento de víveres. La revolución toca aquí su punto más profundo, sancionado en la nueva constitución, hecha a medida de los elementos más democráticos. La Constitución de 1793 será la más radical de todas las surgidas en la revolución y se constituirá en el punto de disputa de todas las fracciones beligerantes.


¿Quiénes son estos personajes? Jacobinos y Cordeleros son los “clubes” más importantes del proceso político revolucionario. Los clubes eran estructuras proto-partidarias, con un elenco dirigente que se revalidaba permanentemente en las asambleas cotidianas. Tenían una estructura nacional organizada a partir de la correspondencia y la actuación de delegados. Los Jacobinos representan a la burguesía revolucionaria, más ligada al mundo de la producción y de menor escala de acumulación. Por esa razón están más cerca del mundo plebeyo. Son liberales en lo económico y, aunque impulsarán luego una economía regulada y el control de precios, lo aceptarán como el mal menor frente a la guerra y la necesidad de movilizar a los sans-culottes a favor de la revolución. Políticamente, evolucionarán hacia la izquierda, siendo su fracción más extrema la que encabezan Robespierre y Saint Just. Los Cordeleros tienen un componente más plebeyo y, hasta cierto punto, representan más a un personal político en disposición que a una fracción específica de la burguesía. Sus grandes jefes, Marat, Desmoulins, Hebert, tendrán relaciones más o menos conflictivas con los Jacobinos. El primero morirá asesinado siendo una de las figuras más importantes de la política revolucionaria. Su periódico, L’Ami du Peuple, será inmensamente popular. Camille Desmoulins era lugarteniente de Dantón, mientras Hebert encabezará una fracción propia, a la izquierda del jacobinismo. El Pére Duchesne, órgano del hebertismo, tendrá tanta fama como el diario de Marat.


Fuera de Jacobinos y Cordeleros, los representantes directos de los sans-culottes son los “enragés”, los “rabiosos”. Su política es considerada ultraizquierdista y serán los grandes movilizadores populares. Constituyeron la piedra en el zapato de los Jacobinos, a quienes presionaban permanentemente desde la izquierda. Sus líderes se constituían en las grandes asambleas de sección de París y en la Comuna de París. Algunos de ellos tendrán papeles relevantes, como Jacques Roux, Théophile Leclerc y Jean Varlet. Como representantes de los sans-culottes tendrán sus mismas contradicciones. Los sans-culottes no eran una clase sino más bien la mezcla de fracciones de clase en ascenso y en descomposición. En ascenso: el proletariado, muy incipiente, reunido en pequeñas empresas en las que compartían su suerte con sus patrones; la pequeña burguesía, de origen artesanal, en general, oficiales liberados de las obligaciones gremiales y de sus patrones. En descomposición: artesanos y maestros artesanos empujados hacia la miseria por la competencia capitalista. Esta amalgama contradictoria será unida por la experiencia común de la miseria y el hambre. De allí que el control de precios, en particular, el de las subsistencias, será su caballito de batalla. Su ideología es fuertemente igualitarista, pero sin cuestionar las relaciones capitalistas, lo que establecerá un campo de conciliación y contradicción permanentes con la burguesía revolucionaria, en particular con los Jacobinos.


El ascenso de la alianza jacobina-sans-culotte provoca divisiones en la burguesía. La contrarrevolución empieza a nutrirse de grandes burgueses que pasan a la oposición, sobre todo en el interior del país. El gobierno revolucionario, encabezado por el Comité de Salvación Pública, forma el ejército revolucionario, cuya función es reprimir la reacción y controlar el precio máximo del grano y los alimentos. El 10 de octubre se inicia el período conocido como Terror: se suspende la constitución, la división de poderes y los derechos individuales. Un tribunal revolucionario envía miles de cabezas a la guillotina. Es la hora de Robespierre y los jacobinos. Los principales beneficiarios de este momento de la revolución serán los campesinos. Luego de una guerra civil prolongada, obtienen la propiedad de la tierra, lo que iniciará su desmovilización secular.


Desde este punto, la revolución comenzará a retroceder. Jacobinos y hebertistas, conscientes de que se ha pasado la línea que separa la revolución burguesa del ataque directo a la propiedad privada, buscan controlar la situación. Robespierre será la clave de este segundo momento, en tanto ha comprendido la necesidad de coronar la revolución con una dictadura personal.7 Habiendo encabezado el movimiento más democrático, tendrá que eliminar enemigos a izquierda y derecha. A la primera, corporizada por hebertistas y enragés, los dejará actuar hasta soldar una alianza con Danton, ubicado ahora a la derecha de los jacobinos y representando una política de conciliación con la gran burguesía y las fracciones de la aristocracia más liberal que recuerda al girondinismo. Los hebertistas habían lanzado, a fines de 1793, la campaña de descristianización, que culmina con la consagración de Notre Dame como Templo de la Razón. La función de la campaña era contener el ímpetu de las masas dándoles un objetivo simbólico. El éxito es resonante y tiene como consecuencia el despliegue pleno de las tendencias anti-religiosas. De alguna manera, los hebertistas logran tomar cierta preponderancia frente a los jacobinos, lo que los mueve a contraatacar. Robespierre considera que es necesario controlar a los sans-culottes y juega todo su prestigio en un ataque directo a la campaña de descristianización, organizando el culto al Ser Supremo. La idea consiste en recuperar alguna forma de religión para controlar a las masas, con la excusa de que el ateísmo es aristocrático y que la “libertad” conquistada incluye la libertad de cultos. Soldada la alianza con Dantón, con la cual pretende construirse un ala derecha moderada como soporte de su futuro poder personal, procede a detener y liquidar a los hebertistas. Realizada esta tarea, se vuelve hacia la derecha, liquidando ahora a Danton y los suyos (Desmoulins y los “indulgentes”, llamados así porque buscaban terminar el período del Terror atrayendo a los moderados y promoviendo una amnistía).


Robespierre pretende así erigirse en el punto medio del proceso revolucionario, garantía de orden para la burguesía, garantía de igualdad para los sans-culottes. Su éxito es su fracaso: aislado de los sans-culottes por estas maniobras, cae en manos de la oposición moderada que termina enviándolo a la guillotina, con Saint Just y una veintena de jacobinos, el 27 de julio de 1794. Se inicia el Termidor, un periodo de reacción creciente que se consolidará con una nueva constitución, en setiembre de 1795, que desanda el camino marcado por la del ’93. Los termidorianos controlan la Convención y proceden a liberar precios y recortar poderes populares. La Comuna de París es destruida y dos alzamientos populares contra la inflación galopante, en mayo y junio (Germinal y Pradial, respectivamente), son duramente reprimidos, sirviendo de excusa para la ejecución masiva de montañeses. Se vale para ello de sectores aristocráticos y realistas, que tienen rienda suelta para reprimir en la calle a los “patriotas” y sans-culottes, al estilo de las bandas fascistas. Contra esa derecha, que creerá llegada su hora de revancha y cuyos elementos más visibles son las bandas de la “juventud dorada”, los termidorianos utilizarán a Bonaparte, que comienza su ascenso al estrellato político conservador, reprimiendo en París un alzamiento monárquico en octubre de 1795. La política de Termidor se concentra en la formación del Directorio, un momento de pasaje hacia la dictadura personal de Napoleón.
Durante todo el año siguiente, la crisis económica seguirá su marcha, llevando lentamente a una recomposición de la dirección popular, con cierta recuperación de enragés y jacobinos. La estrella de la nueva etapa de una revolución que se acaba es, sin embargo, Graco Babeuf y los “babuvistas”, quienes heredan la dirección de un movimiento popular en reflujo, aunque capaz todavía de ilusionar a más de uno. El fracaso de la Conspiración de los Iguales, en 1796, el encarcelamiento de Babeuf y los suyos, y su condena y ejecución en noviembre de 1797, cierra la participación popular revolucionaria y despeja el camino al ascenso definitivo de Napoleón que, en 1799, instala la dictadura con la que había soñado Robespierre. La revolución, como tal y en el interior de Francia, ha terminado con una dictadura burguesa conservadora.

Libertad, igualdad, fraternidad: las contradicciones de la Revolución Francesa

La revolución francesa fue la más profunda de todas las revoluciones burguesas, la que con más consecuencia eliminó las relaciones feudales y la que menos compromiso estableció con las clases dominantes del Antiguo Régimen. La burguesía francesa no pudo tener un tránsito más o menos sencillo, debió llevar a fondo la destrucción completa del mundo feudal. Para ello debió armar una amplia coalición de fracciones aristocráticas y populares, que iban desde sectores nobiliarios “reformistas” e influenciados por la filosofía de las luces, hasta el proletariado más incipiente, para enfrentar a la clase feudal más poderosa de Europa. Poderosa no sólo por su dominio interno sino, sobre todo, por el respaldo que podía obtener de sus congéneres vecinos, preocupados porque el triunfo burgués arrastrara, como lo hizo finalmente, a toda la región.


Así, la revolución se encontrará atravesada siempre por una contradicción profunda, presionada por derecha, para frenar el proceso, y por izquierda, para profundizarlo. El gran mérito de la burguesía francesa fue no haber perdido nunca la dirección. La clave de esta ventaja superlativa yacía en la fuerza y la debilidad simultáneas de sus oponentes: demasiado poderosa para entregarse sin resistencia, la nobleza concitó el odio popular más intenso que se haya visto jamás, empujando al mundo plebeyo a la rebelión permanente; éste último, por su parte, por su carácter aluvional, carece de la capacidad de dirección, cayendo siempre bajo el dominio de alguna de las fracciones burguesas; una fuerza similar, con contradicciones menores, sin embargo, con las relaciones capitalistas nacientes, operaba a favor de la nueva clase dominante, en tanto estaba unida a ella orgánicamente, el campesinado. Todo el problema de la burguesía consistía en atizar suficientemente a los sans-culottes y a los campesinos, la masa que la respaldaba contra el poder feudal, sin que sus acciones superaran el límite de la propiedad privada. Como veremos, el elemento más conflictivo, a la par que el más dinámico, eran los sans-culottes.


El conjunto de los programas políticos se definía en torno al significado que otorgaban a las dos palabras que encabezaban la trinidad revolucionaria: Libertad e igualdad. Todas las fracciones de clase que se movilizan en este período las reivindican, claro que cada una a su manera. Para las fracciones aristocráticas, libertad e igualdad, significaban la limitación del poder absolutista, es decir, el establecimiento de una “democracia” nobiliaria. Con ese programa entraron a la revolución, para abandonarlo rápidamente una vez que las consecuencias visibles fueron el estímulo a la movilización de sus enemigos de clase. La burguesía, y en esto estaban de acuerdo desde los termidorianos a los hebertistas, pasando por girondinos y jacobinos, libertad significaba abolición de los derechos feudales e igualdad quería decir, “igualdad de derechos”. Diferirán sólo en el grado en el que estarán dispuestos a estirar el concepto.


Por su parte, los “enragés”, la representación directa del mundo sans-culotte, estaban más preocupados por la igualdad que por la libertad o, más bien, no podían concebir la última sin la primera.8 El problema radicaba en que su concepción del mundo no podía concebir la eliminación de la propiedad privada, en buena medida porque todos ellos, con excepción de la minúscula porción de asalariados en sus filas, eran propietarios. El problema de los artesanos, de los pequeños patrones y tenderos era la presión expropiadora que ejercían contra ellos las empresas capitalistas y la crisis económica. De allí que lo más lejos que llegaron en la comprensión de su situación objetiva fue el intento de limitar la acumulación de capital, planteando una mítica sociedad de pequeños propietarios controlada a través de la fijación legal de los precios. Constituían una fuerza sin perspectiva histórica, por mucho que pudieran corporizar, en su momento, el impulso principal de la revolución burguesa. Sus limitaciones para comprender la acumulación de capital como una consecuencia de la propiedad privada es lo que los va a separar, radicalmente, del babuvismo.

Babeuf y la Conspiración de los Iguales

Francois Nöel Babeuf, nacido en St Quentin, Picardía, el 23 de noviembre de 1760, se incorporará tarde al movimiento revolucionario.9 Será, sin embargo, el único en superar la contradicción de la que hablamos en el acápite anterior, mérito que le permitirá entrar a la historia como el primer revolucionario comunista.


Babeuf se caracterizará por un profundo conocimiento del mundo feudal, a partir de su profesión como especialista en derecho y comisionado de tierras. Esta situación le concederá un horizonte crítico superior a cualquier otro en su época. Fue un autodidacta educado fundamentalmente por su padre, en particular algo de latín, alemán y matemáticas. A los quince años entró al servicio de un comisionado de tierras del que aprenderá el oficio. A los 25 años ya casado, mantendrá a su familia en una posición social acomodada, como jefe de una oficina con empleados y tiempo suficiente como para dedicarse a cuestiones literarias y asuntos públicos.


El año de 1789 no lo sorprende, habiendo activado políticamente en su distrito. El primer artículo con el cual Babeuf expone sus ideas sobre la transformación social en marcha, es una propuesta sobre la abolición de la propiedad feudal y el reemplazo de la masa de impuestos por una tasa única cobrable a todos. Esta propuesta bastó para hacerle perder su puesto, perseguido por un “gallo de aldea” (personaje poderoso económicamente e influyente políticamente) local. Parece, según Belfort Bax, que su primer acto revolucionario fue su participación en la destrucción de los archivos señoriales de la zona. No se sabe si por esto o por otras razones, se traslada a París y está presente en la ciudad el día de la toma de la Bastilla. Babeuf se convierte ya en un revolucionario hecho y derecho. Busca trabajo en París, mientras adopta un nuevo nombre: Camille. Vuelve al distrito de Roche, donde activa políticamente, escribiendo peticiones a la Asamblea y redactando las proclamas del consejo municipal. También intenta organizar a los posaderos para resistir a los impuestos. Su popularidad crece y los poderosos de la zona comienzan una larga persecución en su contra. Edita un diario, Le Correspondant Picard, con el cual inicia su carrera como publicista. En seis meses recibe doscientas demandas legales contra su actividad política, una de las cuales lo lleva a la cárcel. El propio Marat, en L’Ami du Peuple, pide por su libertad, que recibe al poco tiempo. El juicio prosigue y, aunque tiempo después será absuelto, fue condenado, en primera instancia, a veinte años de cárcel. A esta altura, sus problemas económicos son muy agudos y su familia pasa hambre. Instalado finalmente en París, la caída de Robespierre lo sorprende editando el Journal de la liberté de la presse, con el que ataca a los Jacobinos y defiende a los termidorianos. Habiendo comprendido rápidamente la naturaleza del nuevo gobierno, se vuelve uno de sus críticos más feroces. Perseguido, escapa a tiempo y desde un refugio secreto vuelve a editar su periódico con un nuevo nombre: nace el Tribuno del pueblo. Es por esta época que Babeuf realiza un balance más adecuado de la experiencia jacobina, en particular, de la política de Robespierre.


El principal instrumento político de Babeuf es El Tribuno del pueblo, cuyo nombre está íntimamente ligado a esa costumbre de la época revolucionaria de leer el presente como un renacimiento de las instituciones de la república romana. Él mismo va a abandonar su recientemente adquirido nombre de Camilo por el de Graco, en alusión a Tiberio y Cayo Graco, los famosos tribunos romanos de la plebe, asesinados por los grandes terratenientes a causa de su política de reforma agraria.


Babeuf no puede evitar la persecución a la que es sometido por el régimen surgido de Termidor y termina nuevamente en prisión en febrero de 1795. Es allí donde escribe un manifiesto titulado Babeuf, el Tribuno del Pueblo, a sus ciudadanos amigos, una defensa de sus actividades políticas. Es en prisión donde el Tribuno va a reclutar importantes adeptos para su causa, en particular miembros de la Montaña detenidos luego de la caída de Robespierre. Sale de la cárcel, en setiembre de 1795, gracias a una amnistía decretada por la Convención Nacional. Comienza aquí, señala Bax, el gran momento de la actividad política de Babeuf.


El contexto de este nuevo desarrollo político será la nueva constitución prohijada por los termidorianos. La Constitución del año III, o de 1795, elimina el sufragio universal, vuelve al sufragio censatario y organiza dos cámaras legislativas, el Consejo de los 500 y el Consejo de los Ancianos. Dos tercios de los representantes en la nueva asamblea saldrán de la misma Convención, con lo cual los termidorianos se aseguran la mayoría absoluta. Se crea también un ejecutivo de cinco miembros, nombrado por las dos cámaras, el Directorio. Una constitución a medida de la burguesía más conservadora. La reacción popular no se hace esperar y estalla la última insurrección en París, que no volverá a moverse hasta 1830. La insurrección del 1° Pradial (20 de mayo de 1795) se hace en nombre de la liberación de los patriotas encarcelados y de la Constitución de 1793. El fracaso de la insurrección sirve para proscribir definitivamente a la Montaña y expulsar de la Convención a sus últimos representantes.


En este clima de reacción política, Babeuf va a organizar, en octubre de 1795, con sus numerosos seguidores en su Picardía natal, los nuevos adquiridos en París, y los restos proscriptos de la Montaña, la Sociedad del Panteón, su primera estructura política importante. El eje político es la defensa de la igualdad económica como base de la igualdad política. El Tribuno del Pueblo se transformó en el órgano oficial de la sociedad, que comenzó a crecer rápidamente, al amparo de la crisis del asignado, la inflación y el marasmo económico. Las razones por las cuales el Directorio va a tolerarla, es sencilla según Bax. Ante la amenaza de los monárquicos, que habían recuperado influencia tras la caída de Robespierre, el Directorio aflojó la presión contra la izquierda en general y reclutó y armó a viejos jacobinos bajo el nombre de “Patriotas del ‘89”, gracias a los cuales y con la dirección de Napoleón, derrotó la insurrección de los partidarios del Antiguo Orden, en octubre del ’95. Pocos días después y beneficiado por esta coyuntura inmediata, Babeuf pudo organizar sus tropas públicamente.


El Panteón tenía una organización laxa e informal. No se llevaban actas y bastaba ser presentado por dos miembros para ingresar. Babeuf quería evitar las sospechas que hacían de la nueva sociedad una reaparición del Club de los Jacobinos bajo otro nombre. Algo de cierto había, en tanto rápidamente se dibujan en su interior dos alas, una derecha compuesta por “patriotas del ‘89” y una izquierda, por defensores de la igualdad económica. El Tribuno va a tomar como eje de su crítica al Directorio la “traición” a los ideales de la revolución y remarcará que los termidorianos, Barrás, Merlin de Thionville, Tallien, Fréron y Legendre entre otros, no son sino aprovechados que se enriquecieron con la confiscación de los bienes del clero y la nobleza. La lucha política contra el Directorio decantará las diferencias internas en el Panteón, que para comienzos de 1796 se ha homogeneizado en torno a Babeuf. El Directorio, azuzado por Napoleón clausura la sociedad. El mismo Napoleón en persona dirigió el operativo y se encargó de desacreditar a los babuvistas, acusándolos de agentes monárquicos y anarquistas. Junto con el Panteón fueron suprimidas todas las sociedades populares y las manifestaciones en toda la ciudad.


De este episodio Babeuf extraerá conclusiones organizativas de gran importancia para el futuro. Partidario de la insurrección popular, entiende que necesita una organización aceitada para evitar que se repitan los fracasos de Germinal y Pradial (abril-mayo de 1795), donde la lucha popular culminó en nada por falta de dirección. Esa dirección no puede ser pública, concluye Babeuf, sin exponerse a la represión fácil. La insurrección debe ser organizada por un comité secreto. Se forma así un Comité General de Seguridad, organismo secreto, formado por Darthé, Buonarroti, Massart y Germain, junto con Babeuf. El organismo fracasa por la represión directorial y tras varios intentos de reconstrucción, fue establecido definitivamente con Babeuf, Debon, Buonarroti, Darthé, Lepelletier y Maréchal. Este directorio secreto se transformó en el centro de la Conspiración de los Iguales.


El eje político de la conspiración consiste en el repudio a la Constitución de 1795 y en la defensa de la igualdad económica. El Directorio Secreto dará a conocer sus ideas en un documento titulado Análisis de la doctrina de Babeuf, Tribuno del pueblo, proscripto por el Directorio por haber dicho la verdad. Entre sus definiciones se encuentran las siguientes, según Belfort Bax:

“1. La naturaleza ha dado a todo hombre un derecho igual a disfrutar de todos los bienes.
2. El objeto de la sociedad es la defensa de esta igualdad, a menudo atacada por el fuerte, y, mediante la cooperación de todos, incrementar los medios de disfrute comunes.
3. La naturaleza le impone a todos la obligación de trabajar, nadie puede evadirla sin cometer un crimen.
4. El trabajo y el goce deben ser comunes a todos.
5. Existe la opresión cuando un hombre, después de cansarse trabajando, no obtiene nada mientras otros nadan en la abundancia sin haber hecho nada.
6. Nadie, sin cometer un crimen, puede apropiarse para sí los resultados de la tierra y la industria.
7. En una sociedad verdadera no debe haber ni ricos ni pobres.
8. El rico que es incapaz de renunciar a sus excedentes a favor de los indigentes, es enemigo del pueblo.
9. Nadie debe ser capaz, mediante la acumulación de los medios necesarios para la vida, de privar a nadie de la educación esencial para su bienestar, educación que debe ser común.
10. El objetivo de una revolución es destruir toda desigualdad y establecer el bienestar de todos.
11. La Revolución no ha terminado, porque los ricos absorben los bienes necesarios para la vida, mientras los pobres son transformados en esclavos, languidecen en la miseria y cuentan como nada en la vida del Estado.
12. La Constitución de 1793 es la verdadera ley del francés, porque el pueblo la ha aceptado solemnemente. (…)
13. Todo ciudadano está obligado a reestablecer y defender la Constitución de 1793, la voluntad y el bienestar del pueblo.
14. Todos los poderes derivados de la pretendida Constitución de 1795 son ilegales y contra-revolucionarios.
15. Aquellos que han alzado su mano contra la Constitución de 1793 son culpables de traición contra el pueblo.”10

Esta defensa de la Constitución de 1793 no es el fin último del babuvismo, como pretendió en su momento Bernstein11, sino el instrumento que le permite soldar la alianza con los restos de los jacobinos, hebertistas y robespierristas sobrevivientes, que encuentran en la organización de Babeuf un punto de reagrupamiento. Babeuf considera que la Constitución del ’93 tiene defectos, en particular, la defensa de la propiedad privada, pero entiende que es un momento necesario del proceso revolucionario.


La propaganda revolucionaria que el Directorio secreto llevará adelante se realizará con el método de reunión y discusión celular de los materiales del partido. En cada casa, secretamente, pequeños grupos se organizan y realizan todos los preparativos necesarios para la insurrección, en particular la distribución de los panfletos de Babeuf. Dentro del Directorio también hay una especialización de funciones. Además, se destinan doce agentes revolucionarios para activar en los batallones estacionados en París. La influencia de los “Iguales” se esparce junto con la inflación galopante: los panfletos babuvistas llegan a todos lados. Incluso comienzan a organizarse manifestaciones públicas.
A medida que la insurrección parece ir tomando forma, Babeuf precisa aún más sus detalles. Triunfante en un primer momento, su tarea no consistirá en entregarse a los mecanismos electivos de la Constitución del ’93, que no pueden implementarse de la noche a la mañana sin que se corra el peligro de un reagrupamiento contra-revolucionario. El tiempo entre el golpe de mano triunfante y el reestablecimiento de la Constitución debía ser cubierto por una dictadura revolucionaria, a cuya cabeza estaría el propio Babeuf y un Comité de Bienestar Universal. La “dictadura del proletariado”, como concepto, comienza a tomar forma histórica. Ese Comité tomaría inmediatamente dos decretos (que nunca pasaron de ser borradores redactados por Babeuf, aparentemente). El primero ordena la expropiación de las casas de los contra-revolucionarios y su reparto, junto con sus muebles, entre los sans-culottes, y llama a los comités revolucionarios de París a ejecutar la medida. El segundo, señala el establecimiento de una comunidad nacional de bienes sobre la base de la expropiación de los enemigos de la revolución, la abolición del derecho de herencia y la apropiación, por la nación de todos los bienes correspondientes a las personas que murieran de allí en adelante. Consagra, además, la pertenencia a la nación de toda persona, sin distinción de sexos, que entregue sus bienes y dedique su trabajo a ella. También se señala que la propiedad nacional debe ser explotada en beneficio de todos y que la comunidad debe garantizar a todos sus miembros una existencia igual y moderada. Para conseguirlo, el borrador se extiende en consideraciones sobre el comercio, el transporte, los impuestos, las deudas, las finanzas, la distribución y el manejo de los bienes nacionales, etc. Constituye un verdadero programa comunista para reorganizar el conjunto del país.12


La organización de la conspiración no se restringió a París. Gracias a la presencia de los viejos jacobinos, se confiaba en la posibilidad de movilizar a población de las grandes ciudades, en particular Lyon. Mientras tanto, almacenes especiales con armas se disponen en París, a la espera del gran día.


El Directorio termidoriano, alertado por sus espías, contraataca prohibiendo reuniones públicas y comenzando una campaña de calumnias contra el movimiento democrático, mientras el Directorio Secreto decide el momento y la forma de la insurrección, aprobando un manifiesto cuya publicación sería la señal decisiva. El Acta de Insurrección, en el que habla el Comité de Salud Pública Insurreccional, llama al levantamiento contra el gobierno y a restituir la Constitución del ’93. Las consignas de la Revolución son modificadas en uno de sus términos: en lugar de Libertad, Igualdad y Fraternidad, ahora reza Libertad, Igualdad y Bienestar Común.


La conspiración parece crecer entre los batallones de policía, que se negaron a abandonar París a una orden del Directorio termidoriano, formándose incluso un comité favorable a la insurrección. La impaciencia popular, dice Bax, hace creer al Directorio Secreto que ha llegado la hora. Una reunión de urgencia es convocada el 1° de Mayo, en la que están presentes Babeuf, Buonarroti, Debón, Darthé, Maréchal y Didier, la cúpula babuvista en pleno. Se forma un Comité militar y surgen diferencias con los montañistas, que se sienten excluidos de los puestos más importantes, diferencias que se zanjarán recién el 7 de mayo, retomándose entonces las actividades conspirativas.


Toda esta febril preparación de la insurrección iba a llevarse por delante un obstáculo inesperado y definitivo: la existencia de un traidor en el seno del Comité militar, el encargado de movilizar las tropas de Grenelle, George Grisel. Conectado directamente con un miembro del Directorio termidoriano, Carnot, entrega todos los planes y nombres necesarios para que el 8 de mayo el Ministro de Policía irrumpa en la reunión en que el conjunto de los conjurados, el Directorio Secreto, el Comité Militar y el Comité Montañista ultiman los detalles del alzamiento. Por suerte, la reunión ya había terminado. Este hecho salva momentáneamente a los revolucionarios, que cuentan con 17.000 hombres preparados, según estimará mucho más tarde Buonarroti, entre ellos militares de las viejas secciones revolucionarias, del Ejército del Interior, la legión de policía, granaderos, revolucionarios provenientes de toda Francia y otros. Contaban con el apoyo, también, de las masas populares de St Marceau y St Antoine.


Finalmente, lo que no pudo hacerse el 8 de mayo se hizo el 10, día en que se detiene a los conjurados, concentrados en una nueva reunión. Babeuf y Buonarroti son atrapados poco después. Termina aquí la etapa ascendente de la conspiración, con centenares de detenidos que serán sometidos a juicio en condiciones especiales, no sin que a fines de mayo miembros de la Sociedad del Panteón y montañistas intenten en vano sublevar a la población para liberar a los prisioneros. Otra insurrección fue preparada por seguidores de Babeuf en septiembre, que también fracasa y deja como resultado 800 nuevos detenidos y más de treinta fusilados.


El juicio contra Babeuf comenzará en 1797. Junto con él hay 46 prisioneros, muchos de los cuales no tenían nada que ver directamente con la conspiración. El principal testigo contra los acusados fue, lógicamente, Grisel. Otros espías de la policía, según afirma Buonarroti, se negaron a sentarse junto a él por repulsión moral. Abundante público siguió el juicio y la simpatía por los conjurados fue creciendo a medida que se desarrollaban las sesiones. Los momentos más agudos correspondieron a la defensa de Babeuf, quien aprovechó para defender sus posiciones políticas. El juicio terminó a fines de 1797, con la condena a muerte de Babeuf y Darthé y deportación a Sudamérica para el resto. Bax relata así el episodio:

“No acababa de pronunciarse la sentencia cuando un tumulto violento se hizo oir. Babeuf y Darthé se habían acuchillado. Se escuchó un grito: “¡Han sido asesinados!”. Buonarroti se paró y apeló al público, que hizo un súbito movimiento controlado inmediatamente por cientos de bayonetas (el precinto del tribunal estaba rodeado completamente por tropas) que rápidamente apuntaron a la multitud. Pero Babeuf y Darthé no pudieron concluir su tarea con los débiles instrumentos usados, que se rompieron antes de alcanzar sendos corazones. (…) El único resultado obtenido fue una noche de agonía en sus celdas.”

Al día siguiente, 10 de noviembre de 1797, fueron conducidos a la guillotina y los cuerpos tirados a una fosa común. Poco después ambos fueron desenterrados por sus simpatizantes y vueltos a sepultar en un campo vecino.

Babeuf y los babuvistas

Graco Babeuf fue el jefe y el teórico del primer partido comunista. No fue un individuo aislado ni un agitador de masas, sino el organizador de una fuerza social. ¿Cómo llegó Babeuf a una posición de tal originalidad histórica?
Si hacemos caso a Claude Willard, la ideología de Babeuf tendría tres orígenes.13 El primero, intelectual: las principales influencias son Rousseau (no olvidemos que su hijo mayor se llama Emilio) y Mably, de quien tomó la fórmula de la “igualdad perfecta”. La primera es común a todos los revolucionarios de la época, desde los girondinos a los enragés. La segunda ya es propia de la línea que va desde los enragés hacia la izquierda. Mably, al decir de Soboul, “uno de los escritores más ilustres del siglo XVIII, a menudo comparado con Rousseau”, fue un crítico social a tono con el Siglo de las Luces. En su opinión, la política y la moral debían fundirse para reprimir las pasiones humanas que llevan al individuo a defender su interés personal, algo sencillo en el estado de naturaleza, pero extremadamente difícil a partir de la creación de la propiedad privada, un invento “nefasto”. Para que los hombres alcanzaran la virtud y la dicha, había que reducir las necesidades, la base de la desigualdad y de las pasiones sociales. Atacó a los fisiócratas por su defensa de la propiedad privada y defendió la comunidad de bienes.


Soboul anota también, entre las influencias de Babeuf, la obra de Morelly. Sin embargo, igual que la mayoría en la época, su Código de la naturaleza o el verdadero espíritu de sus leyes, aparecida en forma anónima, será atribuida por Babeuf a Diderot. Morelly es el primer utopista que asienta su proyecto en la abolición de la propiedad privada. Se lo considera un precursor de Fourier.14 Tanto o más que estos, el futuro Tribuno será marcado profundamente por un autor frecuentemente ignorado, dice Soboul: Collignon y su Prospecto de una memoria patriótica sobre las causas de la gran miseria que existe en todas partes y sobre los medios de extirparla radicalmente.


Sin embargo, más allá de las presencias más inmediatas, el pensamiento utópico y comunista tiene una larga tradición en Europa para esa época y las ideas van y vienen, pasan de una experiencia a otra, como expresión de la crisis general que la irrupción progresiva del capitalismo va provocando en el seno de la sociedad feudal. Una tradición que se remonta a la Utopía de Moro, pero que se repite en Campanella y en todos los reformistas sociales, que sin ser socializantes, expresan la necesidad de una transformación más o menos profunda de la sociedad: el abate de Saint Pierre, el marqués D’Argesson, el abate Raynal, Dom Deschamps y Restiff de la Bretonne, sólo por nombrar algunos franceses. La incipiente crítica al capitalismo naciente, no necesariamente reformista, es una literatura vasta que todavía aguarda su análisis de conjunto. Pero es indudable que es desde ese trasfondo amplio de reflexión social que Babeuf llega a sus conclusiones más importantes y corona todo lo que ese pensamiento puede dar.


Si volvemos a Willard, encontraremos el segundo “origen” de la ideología de Babeuf, el medio ambiente de su Picardía natal. Willard recuerda que las costumbres comunitarias de su campesinado y sus tradiciones revolucionarias eran muy profundas: Picardía fue el foco de la gran rebelión campesina de 1355 y estuvo de revuelta endémica hasta el siglo XVII. Dalin, historiador soviético citado por el propio Willard, sostiene que en realidad Babeuf construyó su comunismo más que de la resistencia campesina a la penetración capitalista, del espectáculo de las transformaciones económicas y sociales picardas de fines del siglo XVIII, la constitución de latifundios y el desarrollo de las manufacturas.


También Soboul defiende la idea de la influencia del ambiente picardo y, sobre todo, de la propia profesión de Babeuf. Una cita de una carta del Tribuno resulta muy convincente en este sentido: “En el polvo de los archivos señoriales fue donde descubrí los misterios de las usurpaciones de la casta noble”. No hay que olvidar que la primera obra importante de Babeuf es el Discurso preliminar al Catastro perpetuo, de 1789. El Catastro pretendía ser un ordenamiento nuevo del mundo rural que conocía de primera mano. El Discurso expone ya una crítica a la propiedad privada.


El tercer “origen” señalado por Willard es la práctica revolucionaria. Babeuf es un demócrata simpatizante del hebertismo y un ardiente defensor del mundo sans-culotte. La revolución fue una fuente segura de conocimientos que lo ayudó a corregir sus concepciones, evolucionando hacia el partido y el comunismo.


Sea cuál sea la fuente, es obvio que todos estos elementos han de estar presentes. Lo que no es tan obvio en apariencia es la naturaleza del comunismo de Babeuf. En torno a esta cuestión hay dos corrientes de opinión: la primera devalúa el “comunismo” del Tribuno y, en su versión más extrema, diluye su intervención, como quería Albert Mathiez, a la de un epígono tardío de Robespierre; la segunda, defiende una temprana definición comunista, que oculta su identidad ideológica por razones tácticas y lo considera ajeno al proceso revolucionario burgués, un adelantado a la época de la revolución proletaria, como dirían el historiador soviético Dalin y el francés Guerin.
En forma paralela, un debate no necesariamente dependiente del anterior atañe ya no al “grado” de comunismo, sino sus características. Otra vez, dos líneas que tienden a coincidir con los autores anteriores: enfatizan los primeros la tosquedad de la propuesta babuvista, un “comunismo de la distribución”; defienden los segundos que se trata de una concepción más avanzada, limitada por el escaso desarrollo de las fuerzas productivas en Francia. Coinciden todos en que no concibe el socialismo como una sociedad de la abundancia sino más bien como un igualitarismo más o menos frugal.


Según George Lefebvre, Babeuf no va más allá de un “comunismo de reparto” que garantizaba la igualdad mediante la distribución de los bienes de consumo. Ernest Labrousse completa el panorama, adosando a la anterior la idea de un “comunismo de la frugalidad” que continuaba con el ideal ascético del Renacimiento y del rousseanismo.15 Claude Willard agrega que el Tribuno estaba más preocupado por las cuestiones agrarias y tenía poco interés en la producción industrial, algo que sólo podría pensarse desde Saint Simon en adelante. En consecuencia, citando a Charles Mazauric, el babuvismo sería

“revolucionario, en el sentido de que trata de garantizar la igualdad social; retrógrado, porque sólo intenta establecer esa igualdad perpetuando los antiguos métodos de producción económica… Contradicción dramática que el socialismo del siglo XIX, nacido en la época del maquinismo, rebasará definitivamente.”16

Albert Soboul matiza esta opinión y rescata los documentos con los cuales Dalin defiende a Babeuf. En una memoria de 1785 y una carta de 1786, diez años antes, el Tribuno ya habría pergeñado la necesidad del trabajo colectivo y la distribución igualitaria, aunque no coincida con el historiador soviético en que se trate ya de un “comunismo de la producción”. Comunista desde el comienzo, Babeuf habría ocultado esta orientación. Soboul acepta el argumento “táctico” de Dalin.


La hipótesis de la línea Willard-Mazauric choca con las consideraciones de los borradores de una constitución encontrados entre los papeles secuestrados por las autoridades luego de descubierta la conspiración. En ella se describe una sociedad organizada como “gran comunidad nacional” en la cual todos sus ciudadanos son invitados a “entregar” sus posesiones, bienes que serán comunes y administrados por oficiales locales electos y por la “dirección suprema”. Además, todos los miembros de la comunidad tienen la obligación de trabajar, según sus oficios y todo lo concerniente al trabajo será regulado por un consejo de trabajadores ancianos, que actuará como asesor del Ejecutivo de la comunidad.17


Un comunismo de la “distribución” presupone propietarios privados de medios de producción, que aquí parecen estar ausentes. Según Daniel Guerin, “El comunismo de los Iguales no partía de una utopía, sino de un análisis –científico ya- de los fenómenos económicos. Babeuf, el primero, alzaba una esquina del velo que el socialismo moderno iba a levantar definitivamente. Escribió el primer capítulo de El Capital. Estuvo a punto de resolver el misterio de la plusvalía, denunció ‘la bárbara ley dictada por los capitales’, se ‘escandalizó’ ante un sistema de producción y de intercambio ‘gracias al cual se consigue poner en movimiento una multitud de brazos, sin que los que los mueven reciban el fruto conseguido’


El perfeccionamiento del maquinismo, el progreso técnico eran las causas de su colectivismo. Expuso con precisión y realismo de ingeniero las ventajas de la economía organizada sobre la economía inorgánica; fue el primero que concibió la planificación.”18

Es cierto que Babeuf no parece limitar su comunismo a una simple distribución de bienes. También es cierto que no parece prestar demasiada atención a la revolución industrial en marcha en Inglaterra. De allí a afirmar que la propiedad sería común pero no la organización del trabajo, como sostiene Soboul, hay un paso demasiado largo. De hecho, uno de los artículos del borrador de constitución ya citado, señala que la autoridad central puede transferir trabajadores de una comunidad regional a otra, sobre la base de las necesidades generales. Otros artículos aluden a una gestión global de las condiciones de trabajo, lo que implica una gestión global de las condiciones de producción. Lo que resulta más probable es que los Iguales expresaran el comunismo factible de construir en la Francia de su época, atrasada en relación al proceso inglés. Que no era ciego a ese proceso y al lugar de las máquinas en el desarrollo humano, lo demuestra el siguiente artículo del recientemente mencionado borrador:

“VIII. La autoridad ejecutiva introducirá en el trabajo de la comunidad, las aplicaciones de las máquinas y procesos de trabajo que fueran necesarios para aliviar la carga del esfuerzo humano.”

Obviamente, este señalamiento lo aleja de cualquier consideración redentorista del trabajo humano y de cualquier actitud de rechazo al maquinismo. Este artículo pone en entredicho también la idea de un pesimismo económico dominante en Babeuf, como afirman varios críticos y acepta Soboul, que reconoce, sin embargo, que hay en el Tribuno un proyecto de comunismo agrario temprano.19


Como señala Soboul, el babuvismo no puede ser limitado a una concepción ideológica. Es también una renovación de la práctica revolucionaria, una ruptura con los métodos anteriores. Renovación que afecta no sólo al instrumento inmediato de la revolución, sino al que ha de conducirla a buen término. En relación al primero, Babeuf creará la herramienta que va a probar su eficacia ciento veinte años después: el partido revolucionario. Ayudado por Buonarroti y Darthé, Babeuf crea un pequeño núcleo dentro del grupo dirigente, el Directorio Secreto, apoyado por agentes de enlace; en un círculo más amplio están los simpatizantes, patriotas y demócratas, mantenidos al margen del secreto, los “militantes de base”; por último, las masas populares. En relación al segundo, los babuvistas se negarán a culminar la insurrección al estilo tradicional, con el llamado a elecciones generales. Propondrán, por el contrario, mantener la dictadura de los que han organizado la insurrección hasta tanto se consigan las transformaciones revolucionarias. Partido y dictadura del proletariado, diríamos hoy.


El babuvismo fue una creación colectiva, no una idea que brotara espontáneamente de la cabeza de una persona. Fue un movimiento social y, al mismo tiempo, el resultado de un conjunto de militantes consecuentes. Como movimiento social expresó a la misma mezcla que defendieron los “enragés”, a saber, los sans-culottes, aunque Daniel Guerin pretende que en el babuvismo tiene un peso más importante el proletariado. Willard niega esta última afirmación, aunque podemos señalar que efectivamente la ideología de los Iguales está más cerca de los intereses del proletariado minoritario en la alianza sans-culotte, que del artesanado o la pequeña burguesía de esa misma alianza.
Como producción intelectual, el babuvismo no se restringe a Babeuf y no carece de diferencias internas. Además, como señala Soboul, no termina en la conspiración sino que se extiende más allá de la publicación de la Conspiración de la Igualdad, llamada de Babeuf, por Buonarroti en 1828, obra de una enorme influencia en la teoría revolucionaria del siglo XIX. Los textos más doctrinarios, sobre todo los que se relacionan directamente con la insurrección, eran objeto de enormes discusiones en el seno del grupo dirigente, sufriendo modificaciones y alcanzando un verdadero estatus colectivo. Algunos de esos textos nunca vieron la luz o no fueron adoptados por el grupo, como ocurrió con el Manifiesto de los Iguales, de Sylvain Marechal.


Entender, entonces, al babuvismo, requiere incluir en su consideración a otros personajes, la mayoría de los cuales tenía una importante carrera política e intelectual mucho antes de la conspiración. Philippe Buonarroti, por ejemplo, era descendiente de Miguel Ángel, había nacido en Pisa en 1764 y se había exiliado de Italia debido a su defensa de los principios de la Revolución Francesa. Escapado a Córcega publica allí el periódico El Amigo de la Libertad italiana. En Francia fue un jacobino importante, distinguido por la Convención con el título de “ciudadano” francés, gracias a sus servicios como agente revolucionario en el interior del país, en Córcega y en Italia. Fue arrestado por el régimen de Termidor y conoció a Babeuf en la prisión de Plessis. Se unió a Babeuf con la fundación de la sociedad del Panteón. Fue uno de los dirigentes más importantes de la Conspiración, condenado a la deportación. Después de varios años fue liberado, pero recién volvió a París a los 70 años, en 1830. Nacido rico, Buonarroti murió pobre, en 1837, dueño de una honestidad y una coherencia notables. Escribió para el movimiento babuvista el Proyecto de decreto económico y el Análisis de la doctrina del Tribuno del pueblo. Su historia de la conspiración, como se ha dicho más arriba, resulta un texto clave, que tendrá una enorme influencia en Blanqui y, a través de éste, en Marx y Lenin.


Sylvain Marechal, poeta nacido en 1750 y autor del famoso manifiesto ya mencionado, era conocido en la Francia del Antiguo Régimen, en la que había pasado por la cárcel por la publicación del Almanaque del Hombre Honesto, de tema anticlerical. Es autor también, en la misma vena, del Diccionario de los ateos. Erudito, recibe una influencia poderosa de los filósofos de las luces, en particular, Voltaire, Condillac, Helvétius, Meslier y Diderot. Escribe sobre moral, buscando explicar el origen de la desigualdad social, en el Libro de todas las edades (1779). Como casi todo revolucionario social en la época, Mably y Morelly ejercen sobre él una atracción poderosa. En 1780 publica una obra típica de su preocupación constante, el combate contra la religión: Fragmentos de un poema moral sobre Dios. Por este tipo de textos pierde su cargo en la Biblioteca Mazarine. Permanece neutral entre girondinos y jacobinos durante la revolución, un tanto escéptico en relación al curso que ésta iba tomando. Después de la caída de Robespierre se acerca a Babeuf. Muere joven, en 1803. Max Nettlau lo considera el primer anarquista.


Agustín Darthé, el otro condenado a muerte junto con Babeuf, nació en 1765. Participó de la toma de la Bastilla, combatió a los contra-revolucionarios en Artois y fue partidario del Terror. Admirador de Robespierre y agitador reconocido, ya había escapado a la pena de muerte con la reacción termidoriana. Durante el juicio, se negó a reconocer al tribunal. Habló sólo una vez:

“Por lo que a mí respecta, no le dejo, ni a mi familia ni a mis amigos, oprobio ni infamia alguna. Ellos podrán citar mi nombre con orgullo junto con los de los defensores y los mártires de la divina causa de la humanidad. Yo me enorgullezco con toda seguridad de haber pasado a través de todo el proceso revolucionario sin mancha alguna; nunca la sombra de un crimen ni de una bajeza ensució mi alma. Era joven cuando entré a la Revolución, soporté todas sus fatigas y afronté todos los peligros sin retroceder jamás.”

Era completamente cierto. Su silencio posterior tuvo el peso de una acusación sepulcral imposible de levantar.
Félix Lepeletier era descendiente de la nobleza parlamentaria. Militar de carrera brillante, leía con avidez a Rousseau, Mably y Helvétius. Tras la muerte de su hermano, ingresa en el Club de los Jacobinos, de donde pasa, al Club del Panteón luego de Termidor. Gracias a su fortuna personal, financia las actividades del babuvismo y crea, junto al Tribuno el Directorio Secreto. Adopta y paga la educación del hijo mayor de Babeuf20 y continúa la prédica jacobina, aunque más moderada. Con el golpe del 18 Brumario, que lleva al poder a Napoleón, es condenado y deportado a Cayena. Retorna a París, luego de varios episodios conflictivos, dada su oposición a Napoleón, con la amnistía de 1804, aunque rechaza la Legión de Honor que Carnot le ofrece. Vuelve a caer en prisión con el retorno de los borbones, en 1815. De allí en más continúa una carrera política que oscila entre el reconocimiento de una monarquía moderada y la defensa de la república. Muere en 1837.


Todos tenían trayectoria propia, todos expresaban la conciencia más elevada que la revolución burguesa pudo alumbrar; todos encarnaban ese fuego que aquellos que lo encendieron, asustados de su energía, se apresuraron a regar con el más pesado aguacero.

El legado de un revolucionario

Aunque pueda parecer extraño reeditar hoy los textos de Babeuf y los suyos, lo cierto es que conservan una actualidad notable. Ya hubiera sido suficiente justificación el mentar su influencia sobre innumerables revolucionarios (entre ellos, Lenin) en cuestiones tan importantes como el partido, la dictadura del proletariado y el “arte de la insurrección”. Sin embargo, volverlos a traer a este presente tiene una utilidad mayor.


El babuvismo es el resultado del agotamiento de una experiencia histórica, la de la revolución burguesa. En el seno de su propio proceso, la revolución burguesa muestra sus límites: la libertad sólo puede ser “ante la ley”, la igualdad es la igualdad “legal”. De la fraternidad, ni hablemos. Esa contradicción entre lo que dice la ley y lo que manda la economía, es el cáncer que corroe la sociedad capitalista, el resorte secreto que impulsa toda rebelión, el motor último de la revolución socialista. Si la idea de que no puede existir libertad e igualdad sin una distribución equitativa del poder económico, es tan vieja como la humanidad, el descubrimiento de que la burguesía nunca va a cumplir sus promesas porque de ese fraude vive y prospera, es propio del babuvismo. Son ellos, los Iguales, los que describen prácticamente la frontera de la experiencia humana bajo el capitalismo, frontera que deja fuera la libertad y la igualdad para la inmensa mayoría. Por las páginas de este libro vemos desfilar los hechos que demuestran la existencia de esta contradicción y a los políticos que, ayer revolucionarios, se acomodan hoy al statu quo.


Todo aquel que todavía cree en que es posible confiar en alguna fracción burguesa o en algún político burgués, debiera leer El Tribuno del pueblo. Todo aquel que cree que se puede hablar aún de libertad, igualdad y fraternidad (o “democracia”, “justicia social” y “solidaridad”) sin atacar las bases del sistema que las niega por su propia naturaleza, debiera leer El Tribuno del Pueblo: la tumba de las ilusiones reformistas; la cuna de las esperanzas revolucionarias. Para todos los que ya atamos nuestra vida a la más bella y tremenda de las experiencias humanas, también es una obligación sentarnos a escuchar, atentamente, al primero de todos nosotros.

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La presente edición reproduce en su mayor parte la traducción de Victoria Pujolar para la colección de textos publicada por Ediciones Roca (Graco Babeuf: El tribuno del pueblo, Ediciones Roca, México, 1975). Hemos debido corregir bastante la traducción, sobre todo, aunque no sólo, en lo concerniente a la puntuación, para adaptarla a una forma moderna y más legible. A los textos contenidos en la mencionada edición, le hemos sumado El Manifiesto de los Iguales, de Sylvain Marechal y el borrador de una constitución comunista, probablemente redactado por Babeuf o Buonarroti. También se han agregado al final notas aclaratorias de nombres y expresiones, a fin de hacer más comprensible la lectura. Éstas aparecen con numeración romana, para distinguirlas de las del propio Babeuf, en números arábigos y a pie de página. La corrección general, las notas al final y la traducción de los textos añadidos fueron realizadas por Eduardo Sartelli.

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NOTAS

1Marx, Karl: El Manifiesto Comunista, Sarpe, Madrid, 1985, p. 57
2Engels, Federico: Del socialismo utópico al socialismo científico, Organización Editorial, Bs. As., 1971, p. 41
3Engels, Federico: “Prefacio a la edición inglesa de 1888 a El manifiesto comunista”, en Marx, Carlos y Federico Engels: El manifiesto comunista, Editorial Anteo, Bs. As., 1986
4Bruhat, Jean: “El socialismo francés de 1815 a 1848”, en Jacques Droz (dir.): Historia General del Socialismo, Ediciones Destino, Barcelona, 1984, Tomo II, p. 536
5Soboul, Albert: “Utopía y Revolución Francesa”, en Jacques Droz (dir): Historia General del Socialismo, Ediciones Destino, Barcelona, 1984, Tomo I, p. 343
6Este breve resumen del proceso revolucionario francés se apoya en Soboul, Albert: La Revolución Francesa, Hyspamérica, Bs. As., 1986; Lefebvre, Georges: La Revolución Francesa y el Imperio (1787-1815), FCE, México, 1966; Rudé, George: La Revolución Francesa, Vergara, Bs. As., 2004 y Guerin, Daniel: La lucha de clases en el apogeo de la Revolución Francesa (1793-1795), Alianza, Madrid, 1974
7En este punto y en relación al lugar de Robespierre en la revolución, seguimos a Guerin, op. cit.
8Para comprender las peculiaridades de la sans-culotterie, ver, además del libro de Guerin ya citado, de Soboul, Albert: Los sans-culottes. Movimiento popular y gobierno revolucionario, Alianza, Madrid, 1987
9La información de este apartado depende básicamente de Belfort Bax, Ernest: Gracchus Babeuf (disponible en marxist.org); Willard, Claude: Problemática del Socialismo, Istmo, Madrid, 1972; Babeuf, Francois-Nöel: Realismo y utopía en la revolución francesa, Sarpe, 1985 y dos textos más de Albert Soboul que se citan más abajo.
10Citado por Bax, op. cit. Traducción de E. S.
11Bernstein, intentando probar la continuidad pacífica entre liberalismo y socialismo, alude a la defensa babuvista de la Constitución de 1793 como una prueba de la viabilidad de la construcción del socialismo a partir de la democracia burguesa. Véase Bernstein, Eduardo: Socialismo teórico y socialismo práctico, Claridad, Bs. As., 1966, p. 122
12Véase el texto completo en esta edición.
13Willard, op. cit., pp. 47-56
14Soboul, Albert: “Ilustración, crítica social y utopía durante el siglo XVIII francés”, en Jacques Droz (dir): Historia general…, op. cit., tomo I
15Willard, op. cit.
16Citado por Willard, op. cit.
17El documento es citado ampliamente en Bax, op. cit.
18Guerin,op. cit. p. 299-300
19Soboul, “Utopía y …”, op. cit., p. 399
20Una palabra aparte merece el hijo mayor del Tribuno. Emilio Babeuf, ya adulto, se unirá a los patriotas españoles en la lucha contra la invasión napoleónica, donde se encontrará con Grisel, el Judas de la Conspiración, a quien retará a duelo. El hijo consumará la venganza de su padre exitosamente. Con el tiempo volverá a París, intentando vivir como librero, fundando una publicación de carácter jacobino. En algún momento se acercará a Napoleón y, a su caída, emigrará a América donde morirá a comienzos de los ’20.

Tomado de http://razonyre2.razonyrevolucion.org/