19-11-2010 |
Nota edición: Para la colección “Hipótesis” de Ediciones Grijalbo que codirigía junto a Francisco Fernández Buey, Manuel Sacristán tradujo, presentó y anotó en 1975 Gerónimo (Gojleyé, Go khlä yeh), Historia de su vida, una autobiografía recogida por S. M. Barrett, que fue nuevamente editada por F. W. Turner III. Esta nota, la 19, comenta un paso de la página 57.
De su interés por la figura de Gerónimo, hablaba Sacristán en los siguientes términos pocos años después de este trabajo (“Una conversación con Manuel Sacristán, por J. Guiu y A. Munné. Una entrevista para El viejo Topo.” En: De la primavera de Praga al marxismo ecologista. Entrevistas con Manuel Sacristán Luzón, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2005, edición de Francisco Fernández Buey y Salvador López Arnal, pp. 91-114): “[...] En cambio, en el caso de Gerónimo se cruzan dos cosas. En primer lugar, una vieja pasión por las culturas amerindias. Cuando yo era joven estudiaba náhuatl, y sabía mi gramática náhuatl […] Por una parte, esta vieja pasión y, por otra parte, una motivación más positiva: la historia de la agricultura en el ámbito amerindio, lo que podríamos llamar el ecologismo de las culturas amerindias, que es un curioso ecologismo muy complejo y cuyo estudio evita las ingenuidades de algunas franjas ecologistas tontas europeas. Para decirlo de modo más brutal: se puede considerar que es pura ecología el temor de que el sol pueda perder su energía y, por lo tanto, el deseo de mantener la energía del sol puede parecer un pensamiento muy ecológico, sólo que es el pensamiento que causaba las hecatombes bestiales, sacrificiales aztecas, lo más siniestro de la cultura azteca, aunque ahora a una investigadora de la historia de las religiones se le haya ocurrido la gracia de que los siniestros sacrificios solares aztecas son una muestra de elevado erotismo místico. Para ese elevado erotismo místico, si quiere, que se preste ella”.
Como conclusión de la nota 9 [1], sobre el llamado choque de culturas, puse mi convicción de que ninguno de esos encuentros con consecuencias etnocidas graves ha sido inocente, pura fatalidad. Creo que los conquistadores y colonizadores latinos de América -castellanos, portugueses, franceses- exterminaron en conjunto menos que los anglos no, como es natural, por mayor bondad, sino por el tipo de sistema económico-social que llevaban, el cual había configurado, con sus costumbres económicas, su mentalidad de agricultores, ganaderos o, en general, explotadores del sector primario con muchos elementos semifeudales (castellanos, portugueses) y de mercaderes puros (parte de ellos y, sobre todo, los franceses en el norte). Si los anglos pudieron luego desplazarlos tan fácilmente, sobre todo a los franceses, fue porque encarnaban un sistema de producción algo más maduramente capitalista, que permitía un poblamiento colonial mucho más denso.
Pero la presencia de un elemento exterminador está presente en ambas culturas colonizadoras. Los más salvables de este juicio -aunque nadie con absolución- son los mercaderes franceses, que tuvieron a veces incluso cosas de tan buen gusto como admirar e idealizar tribus indias de las más nobles, que, por lo demás, no sucumbieron hasta la llegada del capitalismo de los anglos, más destructor. Los nez-percé pueden ejemplificar patéticamente el caso.
Por lo que hace a nuestros padres, ellos exterminaron a los suaves indios del Caribe, por más retórica que le echen al asunto los de la Leyenda Rosa, y redujeron a los indios californianos y a tantos otros, a una degradación equiparable a la prostitución de los hawayanos por los estadounidenses. Luego, su modo de producción arcaizante (desde el punto de vista europeo) permitió el ejercicio de mociones psíquicas menos homicidas, su colonización fue compatible con una recuperación biológica del indio. Para esta fase, cuyo comienzo se podía fechar simbólicamente en Nueva España con la reacción al asesinato de Cuauhtémoc y la consolidación del virreinato, tiene interés preguntarse por los efectos destructores no sólo del exterminio intencionado, que los tiene sin más, claro, sino también de los del choque cultural. La concentración urbanizadora practicada por los españoles, empezó llena de requisitos jurídicos, como es sabido, y así siguió hasta el siglo XVII. A finales del XVI (1599) Juan de Torquemada había prometido a los indios, en nombre de la Corona, incluso la conservación o restitución de sus territorios, aunque enunciaba unas condiciones que hacen de ese intento el verdadero invento del posterior sistema estadounidense de reservas, en lo poco bueno y en lo mucho malo. En cualquier caso, los indios del norte de México que se sintieron afectados por esa política -acaso, entre ellos, los apaches meridionales- se echaron en masa al monte, aumentando la población “chichimeca”, es decir, nómada y belicosa.
También hay que contar como parte del proceso genocida causado culturalmente las muchas muertes de indios -entre ellos apaches- por destierro. No he leído en ningún sitio que queden apaches de los llevados a Yucatán. Es verdad que su traslado no fue masivo y que los individuos así trasplantados pudieron fundirse con los mayas del país. Pero, a juzgar por lo que los apaches soportaron en Florida, ni siquiera esa fusión, de haberse producido, pudo ser muy grata. Nada más llegar a la caliente humedad de Florida, tan opuesta a la sequedad de la meseta del Colorado, murieron unos cien apaches. Los médicos diagnosticaron tisis. El gobierno norteamericano, bajo la presión de los memorables amigos de los apaches (ver nota 25) [2], tuvo compasión de los hijos de esos muertos y los hizo ingresar en la escuela para indios de Carlisle, en Pennsylvania, principalmente destinada a indios del este y de las praderas, aunque con cierta presencia comanche que, cuando menos, recordaría a los niños apaches algo propio: las viejas guerras tribales. Pero poco después de llegar habían muerto cincuenta niños apaches.
Esas tragedias causadas culturalmente ocurrieron sobre un fondo genocida consciente y voluntariamente dispuesto. No se trata sólo de asesinatos masivos más o menos excepcionales, como el perpetrado por la mafia blanca del Tucson Ring contra los apaches aravaipas cuyo jefe era Eskiminzin. Estos apaches, convencidos desde hacía años -a diferencia de los chiricahuas- de la inevitabilidad de someterse al poder y a las formas de vida de los blancos, y preparados para ello por el legado cultural de los pueblos, sufrieron en pocos minutos 108 muertos, en su mayoría de mujeres y niños que dormían, durante un asalto nocturno en la reserva de Camp Grant, encontrándose bajo la protección del gobierno de los Estados Unidos (abril de 1871). Pero no se trata de esas anécdotas macabras. O se trata también de ellas, pero sólo como indicios extremos de una política general de exterminio que es cómodo esconder bajo el rótulo de “choque de culturas”.
Esa política se refería a todos los indios norteamericanos, naturalmente, no sólo a los apaches, y es realmente la principal diferencia entre la suerte sufrida por ellos y la que embistió a los meso y suramericanos. En contrapartida, también es verdad que la maduración posterior del gran capitalismo que en sus comienzos necesitó su exterminio casi total, pone ahora a los supervivientes, pocos, en condiciones de lucha mejores que las que tienen los indios de más al sur -muchos-, a los que la vieja cultura epifeudal y mercantil no pudo proponerse exterminar. Algunos ejemplos pueden concretar la cuestión:
El general William T. Sherman, al que el ejército norteamericano considera recuerdo tan glorioso que ha dado su nombre a un célebre carro de combate, fue uno de los primeros civilizados en comprender ciertas exigencias de su cultura, y escribía en 1862 -año de un importante alzamiento de los sioux- a un hermano suyo senador: “Hemos de actuar contra los sioux con vengativa seriedad, hasta su mismo exterminio, de hombres, mujeres y niños. Ninguna otra cosa llegará a las raíces de este caso [...]. Cuantos más podamos matar este año, menos tendremos que matar el año que viene, pues cuanto más veo a estos indios, más me convenzo de que hay que matarlos a todos o mantenerlos como una especie de pobres”.
La última oración, la que he puesto en cursiva, dice casi explícitamente por qué ni franceses, ni portugueses ni españoles pudieron formular semejante genocidio premeditado: hace falta la imaginación de un sujeto de la Edad de Bronce o de la Edad del Capital para llegar a esa consciencia. Turner [3], a quien debo esa cita, trae también esta otra, del gobernador sudista de Arizona John R. Baylor. Es de unas instrucciones al comandante de los Arizona Guards, en el mismo año de 1862. “Sé por el teniente J. J. Jackson que los indios han estado en su puesto con objeto de hacer un tratado. El Congreso de los Estados Confederados ha aprobado una ley que dispone el exterminio de todos los indios hostiles. Por lo tanto, utilizará usted todos los modos para persuadir a los apaches o a cualquier tribu de que acudan con objeto de hacer la paz, y cuando los tenga reunidos a todos, matará a todos los indios adultos y tomará a los niños prisioneros y los venderá para cubrir el gasto de matar a los indios. Compre whisky y las demás cosas que puedan ser necesarias para los indios y yo haré librar órdenes de pago para cubrir la suma gastada. No deje nada por hacer para asegurar el éxito y tenga dispuesto alrededor un número de hombres suficiente para que no se escape ni un indio”.
Por otra parte, entre las tácticas de los generales, tanto de Sherman cuanto de Sheridan, estaba el exterminio a conciencia de los bisontes. Así se aprecia en la agria respuesta del mando militar a un grupo de blancos que lamentaban la catástrofe ecológica.
Por no pasar por alto una cosa que afecta a Gerónimo mismo, indicaré que el exterminio estaba destinado a él de modo personalísimo: el presidente Cleveland tenía dispuesto que Gerónimo fuera ahorcado en cuanto que se le capturara. Lo evitó el grupo de amigo blancos de los apaches (ver nota 25).
Pero el dato decisivo para juzgar de la importancia de una voluntad resueltamente genocida, evitando su disimulo por el complicado problema del choque entre culturas, es la ley norteamericana de 3 de marzo de 1871, que declaraba innecesario negociar con los indios para ocupar su territorio. Esa ley era el final del pudor de los estados civilizados, el final de la ficción que, desde Hernán Cortés hasta la guerra civil norteamericana, había permitido a los blancos afirmarse sucesores jurídicos de las soberanías amerindias. El complemento de esa medida tardó algo en llegar: es el Allotment Act de 1887: esta ley parcelaba las reservas según la lógica de la economía capitalista, suprimía o hería gravemente el colectivismo de los indios y daba a éstos la célebre igualdad de oportunidades individuales, o sea, los proletarizaba a todos, y permitía a los propietarios y empresarios agrarios blancos comprar el territorio que se llamó “excedente”, las tierras que quedaban de las reservas después de asignar una parcela individual a cada indio. Esta ley se basaba casi explícitamente en el supuesto de un próximo genocidio total, de la muerte de todo indio. Genocidio, no etnocidio. Y es verdad que, como las grandes guerras indias se habían desarrollado entre 1850 y 1870 (las campañas de Victorio y Gerónimo en los años 80 son, en realidad, numantinadas), la población india había bajado su mínimo en la época en que los civilizados promulgaron sus leyes genocidas de 1871 y 1877.
Pero medio siglo después, entre 1920 y 1925, los geógrafos y sociólogos liberales norteamericanos empiezan a agitar el tema, a mostrar que los indios no se extinguen, sino que incluso están aumentando (El mismo fenómeno había ocurrido en el área de la conquista hispánica tras el final de las grandes guerras, como lo señaló en 1574, con menos máquinas de calcular, el sensible funcionario de Felipe II Juan López de Velasco). En 1934 el presidente Franklin D. Roosevelt promueve el Indian Reorganization Act, que anula el Allotment Act de 1887, congela la parcelación de las reservas, instaura al autogobierno indio en ellas (tribal councils), moviliza créditos, etc.
La ley Roosevelt ha tenido buenos efectos, sobre todo al principio de su vigencia, pero no ha impedido la implantación del poder, estatal y federalmente apoyado por los blancos, de jefes indios más o menos envilecidos por el sistema económico-social vigente. El comportamiento de los consejos oficiales sioux cuando la acción de Wounded Knee [4], hace un par de años, es un buen ejemplo de lo que son esos órganos de autogobierno.
Cuando se quiere hacer una balance del intento de genocidio de que han sido objeto los indios norteamericanos se puede decir que ese intento se ha frustrado, también por lo que hace a los apaches, pero al mismo tiempo hay que recordar a aquellos para los que no se frustró.
Los que consiguieron sobrevivir no están desapareciendo. No llegan (1970) a ser ni la mitad de los que presumiblemente eran al llegar los europeos, pero están multiplicándose más deprisa que el resto de la población estadounidense, incluidos los negros, los “soldados-búfalos”, que decían los indios.
Por último, los indios por los que aquí más nos interesamos son los que mejor conservan en los Estados Unidos sus lenguas, sus culturas, sus religiones incluso, bajo nombres cristianos que apenas disfrazan los viejos ritos. Y su ejemplo indica que tal vez no sea siempre verdad eso que, de viejo, afirmaba el mismo Gerónimo, a saber, que no hay que dar batallas que se sabe perdidas. Es dudoso que hoy hubiera una consciencia apache si las bandas de Victorio y de Gerónimo no hubieran arrostrado el calvario de diez años de derrotas admirables, ahora va a hacer un siglo.
Unas cifras sobre los apaches: en 1970 se contó a unos pocos y sueltos individuos apaches lipanes y quiovas, 1.000 apaches jicarillas, 8.000 apaches occidentales y 1.100 apaches chiricahuas y mescaleros.
Notas edición:
[1] La nota 9 - “Choques de culturas, etnocidio, genocidio”- comentaba un paso del volumen: “[…] Cuando Usen creó los apaches, creó también sus hogares en el Oeste. Les dio el cereal, los frutos y la caza que necesitaban para comer. Hizo que crecieran hierbas varias y muchas para restablecer su salud cuando los atacara la enfermedad. Les enseñó a encontrar esas hierbas y a preparar medicinas con ellas. Les dio un clima agradable, y a mano tenían todo lo que necesitan para vestirse y cobijarse. Así fue en los principios: los apaches y sus hogares, cada cosa creada para la otra por Usen mismo. Cuando se les quita de esos lugares enferman y mueren. ¿Cuándo tiempo pasará hasta que se diga: ya no hay apaches?” (S. M. Barrett (ed), Gerónimo. Historia de su vida, ed cit, p.35).
La anotación de Sacristán se iniciaba con las siguientes palabras: “ “Así fue en los principios”, dice Gerónimo: “los apaches y sus hogares, cada cosa creada para la otra por Usen mismo. Cuando se los quita de esos lugares enferman y mueren. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que se diga: ya no hay apaches?”. Las palabras de Gerónimo sugieren una visión hoy ya difundida de la cuestión del etnocidio y del genocidio: el primero sería seguro y el segundo probable ya por el mero choque entre culturas, sin mala voluntad de los dominadores, por así decirlo. La pasión teoricista -una mala pasión que hace estragos bizantinos en el pensamiento social europeo- ha edificado sobre esa idea y, al mismo tiempo, le ha dado cimientos, con el trabajo de etnólogos y antropólogos. La construcción teórica más conocida sobre este punto es quizá la tesis de las sociedades “frías” y las sociedades “calientes” de Lévi-Strauss. Esa tesis guía un análisis que abunda en sugestiones fecundas y probablemente también en verdades. Pero hay que evitar entenderlo y usarlo de un modo que haga perder de vista otros hechos a veces más importantes. Sociedades calientes serían las instaladas en el cambio, por así decirlo: las sociedades con historia, como lo son las del Oriente próximo y medio (con su prolongación mediterránea) desde el neolítico. Frías serían otras sociedades que no cuentan con el cambio social sino que viven sobre el supuesto de la inmutabilidad. Si una sociedad fría choca con una caliente, la ruina de la primera es segura. Y es probable que a la muerte cultural (etnocidio) siga la física (genocidio)…”
y la finalizaba señalando: “[…] Por concluir en algún momento esta nota acerca de una cuestión inacabable sugiero algo que me parece obligado inferir de la insuficiencia contrapuesta de las visiones de los progresistas y tradicionalistas en esta cuestión: lo más probable es que no se dé prácticamente nunca un choque cultural sin la compañía de un verdadero ataque cultural (incluida la fundamental agresión económica) y, a menudo, la de una agresión genocida. Al menos en la historia americana. Por eso quizás es contraproducente para la comprensión de los hechos separar lo etnocida de lo genocida, los “choques culturales” supuestamente inocentes de las campañas de exterminio.”
[2] La nota 25 llevaba por título “Homenajes”. Decía así:
“También los apaches tuvieron sus Las Casas, seguramente más de los que conocemos. Aunque sólo sea como representantes de los ignorados, citaré por orden cronológico:
El viajero, comerciante y cazador Thom Jeffords, casi apachizado, amigo cordial de Cochise y de Mangas Coloradas
El agente John P. Clum, involuntario infiltrado, por así decirlo, en el aparato de dominación, que se ganó a pulso su desintegración psíquica a cambio de paliar algunos dolores del pueblo apache.
El teniente del ejército estadounidense Royal E. Whitman que defendió la causa de los apaches aravaipas contra sus asesinos blancos del Tucson Ring. Tras la rápida absolución de los asesinos, Whitman fue procesado a su vez, salvó el pellejo a través de tres consejos de guerra y se retiró del ejército.
Luego viene el caso más notable, el general George Crook, con el que Gerónimo es injusto por ignorancia. Crook había sido durante su carrera causante de muchas muertes entre los indios, en las praderas y en la meseta del Colorado; pero precisamente en su última campaña contra los apaches recorrió el camino de Damasco. Fue probablemente el hombre que más se esforzó por librar a los apaches del húmedo destierro marítimo de Florida. La última fase de la gestión de los amigos de los apaches es curiosa y conmovedora: consistió en pedir a los comanches que hicieran sitio a los apaches en su reserva de Oklahoma. Los comanches, que habían sido los enemigos históricos de los apaches desde la presión española hacia el norte, accedieron, y los amigos de los chiricahuas consiguieron finalmente de Washington la autorización para el traslado.
Por último, a Barrett se debe la valiosa fuente sobre los apaches -y sobre otras cosas- que es la historia de Gerónimo”.
[3] Sobre Frederick W. Turner III, escribía Sacristán en la presentación del volumen: “El nuevo editor del texto recogido y organizado por Barrett nació en Chicago en 1937. Estudió en su ciudad natal, en Connecticut, en Ohio y en Pensylvania. Por esta última universidad es doctor en folckore. Ha sido profesor en las universidades de Rhode Island y de Massachusetts, entre otras instituciones. Sus publicaciones no se refieren todas a temática etnológica. Ha publicado ensayos de crítica literaria (sobre Hawthorne, Herman Melville, D. H. Lawrence, etc) y de crítica musical (jazz)”.
[4] Algunas de las anotaciones y comentarios de Sacristán sobre H. Dee Brown, Enterrad mi corazón en Wounded Knee.
1. “A las pocas semanas de la visita de Nube roja a Washington [1970] Donehowaga empezó a experimentar sus primeros problemas serios. Las reformas que había llevado a cabo le habían creado muchos enemigos en los medios políticos de la capital (sobre todo en el llamado círculo indio), acostumbrados desde hacía mucho tiempo a servirse de la oficina de asuntos indios en beneficio de sus propios intereses... La asociación Big Horn fue fundada en territorio cheyenne y sus miembros eran acérrimos partidarios del Manifest Destiny: ‘Los ricos y hermosos valles de Wyoming están destinados a servir de alojamiento y manutención a la raza anglosajona. La riqueza que desde los tiempos más remotos ha permanecido oculta debajo de la nieve que cubre las cimas más altas no ha sido puesta allí por la providencia sino para recompensar a los espíritus bravos, cuyo destino es formar la vanguardia de la civilización. Los indios deben hacerse a un lado: de lo contrario serán arrollados por la inexorable y siempre creciente marea de la emigración. El destino de los aborígenes se encuentra escrito en caracteres inequívocos. El mismo árbitro inescrutable que declaró la caída de Roma ya ha pronunciado su sentencia de extinción para los hombres rojos de América” (pp. 215-216). La fuente del autor es inmejorable: un texto del Cheyenne Daily Leader del 3 de marzo de 1870. El texto es interesante: aparece el elemento choque de culturas, enlazado con el principio de exterminio intencionado. Pero el anónimo autor olvida que cayó el imperio romano, no se extinguieron los italiotas. Ni los celtíberos, etc.
2. “Cochise estaba decidido a salvar la vida de Mangas [su suegro]. No confió en hechiceros ni en brujos salmodiadores [chamanes]; instaló a su suegro en unas angarillas y, escoltado por algunos guerreros, cabalgó a todo galope hasta llegar al pueblo de Janos, tras cruzar la frontera de México. Allí vivía un cirujano de gran reputación que, además del cuerpo herido de Mangas Coloradas, recibió el siguiente ultimátum: ‘ ¡Cúralo o, de lo contrario, arrasaremos el pueblo!’“ (p. 224). El dato es de interés porque la amenaza muestra que Cochise seguía en el mundo de creencias chamanistas específico de los indios norteamericanos (la intensidad de pensamiento terapéutico, etc). Lo que pasa es que había observado mayor eficacia en aquel cirujano mexicano que en chamanes apaches.
3. “Los indios californianos eran dóciles y apacibles como el clima en que vivían [1]. Los españoles les habían dado nombres, establecieron misiones ara ellos, los convirtieron a su religión y los corrompieron. La organización tribal era poco menos que inexistente entre aquellos indios californianos; cada poblado poseía sus cabecillas pero no se encontraban grandes jefes guerreros entre aquellos fervientes pacifistas. Tras el descubrimiento del oro en 1848, hombres blancos de todas las nacionalidades llegaron primero a centenares y a millares después; éstos tomaron cuanto les apeteció de aquellos sumisos indios, quienes se vieron más corrompidos y rebajados aún, si cabía, de lo que lograron los españoles. Luego siguieron las crueles carnicerías, que borraron de la faz de la tierra poblaciones enteras, las cuales permanecen ya en el olvido. Nadie recuerda a los chilulas, chimarikos, urebuses, nipewais, alonas o centenares de otras bandas, cuyos huesos han sido tapados por millones de kilómetros de carreteras, aparcamientos y edificios construidos en serie” (p. 249). [1] Eran también muy dispersos cultural y políticamente: a veces a lengua por aldea.
Es un buen ejemplo de diferencia entre premeditado exterminio por el capitalismo de segunda mitad del XIX y choque cultural anterior.
4. “Para la época de plantar maíz [de 1868] dos mil kiowas y dos mil quinientos comanches se habían establecido en la nueva reserva. A los segundos les resultaba un tanto irónico que el gobierno les forzara ahora a cambiar sus costumbres cinegéticas por otras agrícolas. Los comanches, al fin y al cabo, habían desarrollado una poderosa economía agrícola en Texas, antes de que llegara el hombre blanco y, tras expoliarles, les había obligado a recurrir a la caza para sobrevivir” (p. 278). El ejemplo es buenísimo para limitar lo del choque de culturas. Esa reducción de kiowas, cheyennes, arapajos y comanches a la reserva de Fort Sil había sido precedida de una campaña en la cual: “Sheridan decidió enviar a Custer en su busca [de los kiowas] con la orden expresa de rendirles o exterminarles” (p. 275).
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